Desde hace ya mucho tiempo se ha planteado una suerte de enfrentamiento o disyuntiva entre estas dos formas o áreas del conocimiento. ¿Quién no recuerda, y tal vez algunos puedan seguir sufriendo, la vieja afrenta que los estudiantes de «ciencias» hacían a los de «letras»: el que vale, vale, y el que no, para letras…? La falsedad e injusticia de la frasecita es evidente, pero pone de manifiesto una peligrosa división, o incluso enfrentamiento, entre tipos o formas de conocimiento que en modo alguno son excluyentes entre sí, sino complementarías.

Por otro lado, si nos remontamos a los orígenes de nuestra cultura, a la Grecia clásica, encontramos que tal división sería inconcebible. En la entrada de la academia platónica, allá por el siglo IV a.C., rezaba la siguiente inscripción: «Nadie entre aquí que no sepa matemáticas». ¡Qué alejado está este espíritu de unidad del conocimiento de nuestras estrechas concepciones que analizan, dividen y clasifican, separándolo todo irremediablemente!

Y si mirásemos hacia el Renacimiento, hace apenas cinco siglos… ¿qué podríamos decir de figuras como Miguel Ángel o Leonardo? Aquí tampoco encontramos división ni enfrentamiento… ¿Encontramos oposición entre arte, filosofía y ciencias? La encontraremos nosotros, porque desde luego, ellos no.

Aquellos hombres anhelaban conocer la verdad, acercarse a ella en una auténtica búsqueda desesperada… Su interés por todos los campos del conocimiento era extraordinario, nada les quedaba al margen, y para desgracia nuestra, la búsqueda del conocimiento ha perdido aquella amplitud de miras, quedándose en una mera acumulación de conocimientos. La realidad aparece así fragmentada, la Naturaleza y el mismo ser humano aparecen atomizados, reducidos y divididos a sus mínimas expresiones. Se llega así, finalmente, a una concepción del propio hombre como una mera organización de átomos y un complejo sistema de reacciones químicas y de intercambios energéticos… Claro que esta argumentación se emplea para negar cualquier trascendencia o posibilidad espiritual. Así los materialistas reducen la mente humana (alma o espíritu ni lo consideran) a un mero juego de reacciones químicas o intercambios eléctricos.

En nuestros días, ha derivado en un abrumador dominio o desarrollo de la ciencia y la tecnología sobre los conocimientos de tipo humanístico, hasta tal grado que no hay forma de conocimiento que no aspire a llamarse o titularse «ciencia». Y así, incluso las humanidades tienen que adaptar su nombre, convertirse en «ciencias sociales» para poder ser aceptadas.

Pero ¿necesariamente todas las formas del conocimiento tienen que ser y pueden ser «ciencias»? ¿Es que no hay otra forma de conocimiento que no sea la «científica»? Muchas veces se nos presenta como hechos irrefutables, absolutamente probados y definitivos lo que no pasan de ser modelos teóricos o hipótesis. Por ejemplo, los modelos cosmológicos, los intentos de explicar el origen del universo, o las interpretaciones del mundo subatómico tienen mucho más de metafísica, o incluso mitología si me apuran, que de ciencia.

En todo caso, no quisiera que quedase la impresión de una diatriba contra la ciencia. Todas las ciencias u otras formas de conocimiento son útiles y necesarias, pero además, es necesario no perder de vista el conjunto: el ser humano en su totalidad, la Naturaleza toda de la que formamos parte, su destino y sentido de su existencia (¿por qué nunca se reflexiona sobre el sentido de las cosas?, ¿tal vez porque, al no ser capaces de hallar respuestas válidas, preferimos refugiarnos en la negación?).

En todo caso, hay que alentar todos los estudios y avances en las diversas áreas del conocimiento; sería muy interesante, además de útil, el estudio comparativo de todas ellas, estudiar sus interrelaciones y conexiones. Lo que ahora se llama la «transversalidad» se muestra como una herramienta de estudio muy necesaria, aunque muy poco empleada todavía.

Quisiera terminar con una frase de Carl Sagan que me parece extraordinariamente acertada: «La pasión por aprender es la herramienta de nuestra supervivencia».

MIGUEL ARTOLA