La ciencia es la búsqueda de respuestas ante los porqués del hombre, de la naturaleza y del mundo, es decir, de los fenómenos, de los seres y objetos de la vida que nos rodea.

La metafísica, en cambio, pretende la búsqueda de aquello que está más allá de lo físico, de la esencia de los seres, de aquello que hay oculto tras ellos, que los define, que les da sentido. No se trata de comprender los accidentes de los seres y objetos, sino del “ser” profundo que hace que ellos mismos “sean lo que son”, que les da sentido, que distingue a un ser de otro y los define.

Pero “aquello por lo que se es” crea a veces una aparente división irreconciliable entre el “ser” y el “existir”, entre la “esencia” y la “apariencia”, que por ser tan solo aparente no es real. El ser y el existir no son dos cosas diferentes, sino dos principios que se entrelazan como un tejido con hilos de diversos colores que acaba teniendo un aspecto único y definido.

Los griegos hablaban de los tres mundos que conforman la existencia: por un lado, el de las ideas, lo espiritual, lo profundo, lo inmaterial y etéreo; por otro lado, el mundo de lo concreto, lo material, lo somático, lo apresable, lo físico y la energía vital que lo mueve; entre ambos discurre la psique humana, como un tercer mundo llamado a enlazar y reconocer la doble realidad de los primeros, de lo concreto y lo abstracto, de lo material y de las ideas profundas.

Un mundo demasiado material y concreto carente de sueños profundos, de ideales, de principios internos, sería demasiado pobre e insufrible. Pero un mundo vago, sin que las ideas se concretaran en elementos concretos plasmados, sería demasiado vaporoso e inasible, demasiado ficticio. Nuestra realidad está encaminada a tener semejantes contrastes, a ser dual.

¿Qué fue primero, la esencia o la existencia? Para la visión platónica, la esencia es previa a la existencia y más real, las ideas son lo único realmente eterno e inmutable, lo único que tiene realidad, siendo la existencia un reflejo de ellas. Para los existencialistas, en cambio, el hombre ante todo existe, y las ideas son un producto de dicha realidad humana

A fuerza de buscar explicaciones, la ciencia roza con sus dedos lo esencial de los seres y los fenómenos naturales, con los ojos bien abiertos y henchidos de la capacidad del asombro, como si viera la vida con la mirada de un filósofo. Otras veces llega a ese mundo recoleto e intramuros de las esencias con la prepotencia y pedantería que le caracterizó en las últimas décadas. Unas veces nos enseña con sus fantasías admirables a teorizar sobre el mundo, las galaxias y el cosmos, a recubrirnos de algunas certezas y de algunos presupuestos, pero a descubrir al fin y al cabo su levedad y su armonía; con sus herramientas nos ha ayudado a transformar el entorno y los recursos naturales, y otras veces nos ha ayudado a destrozar las cosas y los seres.

Como dijo Rabelais, “Ciencia sin conciencia es la ruina del alma”, pero la nueva ciencia, aun en sus días más cotidianos, nos está ayudando a comprender con sus descubrimientos que tiene un sentido que se nos desvela cada vez como algo más profundo.

Así, la ciencia nos ha enseñado que la materia tiene más de espacio vacío que de masa compacta a medida que ha entrado en profundidad en los átomos. Golpeamos la madera o el metal y golpeamos espacio vacío, pero lo hacemos con los nudillos de los dedos, compuestos a su vez de átomos casi vacíos y vaporosos, pero que presentan un grado de vibración semejante.

No reconocemos la verdadera realidad de la materia, que es mas etérea de lo que parece, porque el mundo que nos rodea es un conjunto de átomos en vibración más o menos rápida que nos permite creer que la puerta es consistente y el vaso es duro, pero un solo átomo sutil como el fuego o como la vibración de una leve nota musical los pueden descomponer. El hombre percibe así como realidad lo que es ilusión, percibe que el piso es plano aunque tal vez sean átomos en vibración intensa y muy rápida en dos dimensiones, y lo percibe del mismo modo que necesita que sea plano para no caerse muy de prisa del árbol de materia y apariencia que cultivamos.

La ciencia nos ha enseñado, a pesar de que nos recuerda que hay cierto grado de incertidumbre para atrapar el mundo de lo infinitamente pequeño, que las pequeñas partículas que componen los átomos, los quarks, son las causantes de aromas y colores. Así, una vez más, lo material y lo etéreo, en los confines del mundo que conocemos, se dan la mano como suele hacerlo en los confines el “ser” y el “existir”.

También se ha descubierto que las células tienen conciencia de su posicionamiento en un tejido, de la función que deben realizar y de la que ejecutan las células colindantes para que ese minúsculo “sistema organizado” dé respuestas concretas ante lo imprevisto del medio. Con semejantes herramientas que nos aporta la ciencia, tampoco podemos mantener por mucho tiempo un excesivo culto a la casualidad.

Uno de los postulados fundamentales de la metafísica nos enseña que “todo ser contingente es causado”, es decir, todo ser que no define por sí mismo su creación, el momento en que ha de nacer o de morir, tiene su causa de ser en algo externo, y por tanto, es efecto de alguna causa.

Así, el universo que actualmente nos presenta la ciencia nos enseña que los planetas externos del sistema solar tienen los colores del arco iris;  tienen una posición que puede predeterminarse por las reglas de Titius-Bode, que tantas veces han ayudado a hallar un nuevo planeta en el lugar que se presuponía por dicho cálculo que debía estar; que tienen un tamaño y unas distancias al Sol que son múltiplos de una serie de números conocidos como “la gama pitagórica”, que son frecuencias musicales aún utilizadas para afinar instrumentos, y que tal vez podrían permitirnos algún día escuchar su armónico sonido.

Este universo ha de tener un sentido, y al igual que la porción más cercana a nosotros del universo hoy estudiado y conocido sabemos que se dirige físicamente hacia el Gran Atractor, en otro nivel ha de caminar hacia algún lugar. Las leyes que mueven lo grande y lo pequeño, tal como buscaba Einstein, han de ser las mismas. Pero, aunque no podamos llegar físicamente a sus confines más alejados, hemos de llegar allí con la fuerza de las analogías, del entendimiento. Al igual que la Tierra se halla protegida magnéticamente por los anillos de Van Hallen, hoy se sabe que nuestra galaxia se halla rodeada por un halo de hidrógeno con forma esférica, a modo de burbuja protectora.

Un segundo postulado fundamental de la metafísica nos dice que “Todo agente tiene un fin”, y así, cuando actúa lo hace por alguna necesidad o carencia, porque de no anhelar nada no se movería. Es de suponer, por lo tanto, que puesto que actuamos, tenemos un fin, al igual que lo ha de tener el universo, y lo ha de tener la misma ciencia.

Perder de vista los fines que se pretenden es algo que ha hecho también muchas veces la ciencia, complicada con experimentos dudosos, con armamentos y gases letales, con políticas interesadas y manipuladoras, que la han llevado a la cúspide del poder. También se ha visto en la necesidad de dar respuestas a todo, tanto si las tenía como si las suponía… Pero la ciencia ha de ir elevando gradualmente su conciencia, el nivel de sus fines, con una visión más filosófica, mas holística, más global, más humana.

Como decía el Prof. Fernando Schwarz, no basta con saber por qué salta un electrón a una capa superior a la que se halla al ser excitado por una energía externa equivalente a la diferencia energética de esas capas, sino saber ¿en qué me afecta ese conocimiento en mi vida?, ¿cómo aplicarlo?, ¿cómo puedo saltar a un nivel conciencial superior?, ¿qué energía hay que poner en juego para ello?, ¿cómo se puede propiciar un cambio profundo, un salto cualitativo propio y para la Humanidad, que no presente posteriores caídas, que sea sostenible? En fin, ¿cómo “ser” a la par que se “existe” y se reconocen en el quehacer científico tanto las leyes mecánicas como los motores ocultos que mueven al hombre, la Naturaleza y el mundo?

RAMÓN SANCHÍS