No puedo adjudicarme el título de sabio. He sido un hombre que busca, y aún lo sigo siendo; pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que comienzo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre. Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos.

(H. Hesse)

Resulta difícil hablar de él porque, para muchos de nosotros, es un personaje completamente actual, que adquiere cada vez una mayor vigencia. Creo no exagerar en absoluto si digo que su fama literaria se ha extendido y ha crecido de manera extraordinaria en nuestros días, ha traspasado fronteras y demarcaciones, barreras y diques que la vida tiende, y como una ancestral fuerza de la Naturaleza, como el fuego, el aire o el agua, ha extendido su mágico imperio a todos los rincones del globo. En efecto, día a día, muchos jóvenes, entre los que me cuento con orgullo, han devorado sus páginas ávidos de néctar, de inteligencia prohibida, de espíritu nuevo, de vanguardia y entusiasmo, de desafío clasicista ante un mundo ridículo y gris que desprecia a los hombres y mujeres selectos y condena lo que no comprende, solo porque le resulta extraño.

Acaso se me acuse de exagerado si afirmo que Hermann Hesse es el más grande autor literario del siglo XX. Sí, ya sé, hay otros; están Rabindranath Tagore y Khalil Gibrán, abanderados de la milenaria lírica hindú, y Rubén Darío y Amado Nervo, y Stephan Zweig y Yukio Mishima, y Anatole France y Mario Roso de Luna, que es, en sus ricos juegos floridos, tan grande y tan entrañable como en sus más oscuras prédicas históricas. Y Ricardo Wagner, que ha sido apreciado como músico, pero jamás como el autor dramático de helénica grandeza que ha configurado sus tragedias literarias.

Hesse es el más loco de todos. No admite réplica o parangón. Es, a un tiempo, divino y demoníaco, ángel de la música y lobo de las estepas, el encantador Rafael y el orgulloso Lucifer.

No pretendo iniciar una biografía en el sentido estricto. Estas figuras tienen su más alto valor en el hecho de haber cabalgado toda su vida a horcajadas entre lo mágico y lo cotidiano. Por eso intentaré trazar las líneas borrosas, difuminadas, de una biografía abierta, intercalando elementos estrictamente históricos con fragmentos de sus obras, fantasías de rico colorido surgidas de su propia pluma. Es al lector a quien corresponde discernir qué pertenece al terreno estrictamente imaginario, que es vida esencia, hecha literatura, de la propia historia de un hijo de las musas llamado Hermann Hesse.

Nace en la pequeña ciudad de Kalw, en la Selva Negra, el 2 de julio de 1877. “Nací hacia finales de la época moderna, poco antes de iniciarse el retorno a la Edad Media, bajo el signo de Sagitario y la benévola influencia de Júpiter”, afirma Hesse en el Compendio biográfico.

En el diván de la infancia, bajo un hermoso cofre custodiado por siete llaves maestras, el niño desempolvó los ropajes de antiguos dioses, hadas y guerreros. En todo este proceso tuvo importante papel su abuelo, Kart Hermann Hesse, médico de distrito y consejero estatal. Se le describe como un hombre de una vivacidad extraordinaria. Vivió muchos años, noventa y cuatro, y se cuenta, como señal de su espíritu juvenil y de su fuerza, que gustaba de patinar sobre hielo y de encaramarse a los árboles a coger frutas, prácticamente hasta sus últimos días. Hesse jamás llegó a conocerle personalmente y, sin embargo, aunque parezca imposible, este personaje, que sólo llegó a oídos del niño a través de las historias de su madre, creció en magnitud e intensidad y llegó a hacerse más importante que los propios padres.

“En la gran biblioteca de mi abuelo había un libro desmesuradamente grande y pesado; lo consultaba y leía a menudo. Aquel libro inagotable contenía antiguos grabados fantásticos (…) Había un relato, infinitamente bello e incomprensible, que solía leer a menudo. Tampoco lograba encontrarlo siempre, el momento debía ser favorable; a veces había desaparecido por completo y permanecía oculto, otras parecía haber cambiado de sitio, en ciertas ocasiones la lectura resultaba extraordinariamente agradable y casi comprensible, en otras totalmente oscura y hermética como la puerta de la buhardilla, tras la cual a veces podía oírse la risa o los gemidos de los fantasmas en la oscuridad. Todo estaba lleno de realismo y también de magia; ambas cosas medraban íntimamente unidas, las dos me pertenecían”.

Como explica el primer biógrafo y amigo de Hesse, Hugo Ball, en aquel hogar de Kalw se cruzaban los más diversos caminos de carácter nacional: el hanseático, el báltico, el estoniano, el ruso, el suavo y el suizo. El Dr. Gundert, el otro abuelo de Hesse, era un entusiasta lector de literatura, y todo ello contribuía a prefigurar ese exotismo desbordante del diván de nuestro aprendiz de mago: “Y en la vitrina (…) había guardados, colgados y tirados, muchos otros entes y utensilios, cadenas de cuentas de madera semejantes a rosarios, rollos de hojas de palma grabadas con antiguos grafismos indios, tortugas talladas en piedra verde, estatuillas de dioses de madera, cristal, cuarzo, arcilla, colchas de seda y de lino bordadas, vasos y fuentes de latón, y todo ello procedía de la India y de Ceilán, la isla paradisíaca de los helechos y las costas orladas de palmeras y los suaves cingaleses de ojos de ciervo, procedía de Siam y de Birmania, y olía a mar, a selva y lejanía, a canela y sándalo, había pasado por manos morenas y amarillas, lo habían humedecido las lluvias tropicales y el agua del Ganges, lo había quemado el sol ecuatorial y había recibido la sombra de la selva. Y todas esas cosas pertenecían al abuelo, y él, el viejo, respetable, fuerte, con su ancha barba blanca, omnisapiente, más poderoso que el padre y la madre, él poseía muchas otras cosas y poderes (…) Comprendía todas las lenguas que hablan los hombres, más de treinta, tal vez incluso las de los dioses, posiblemente también el lenguaje de las estrellas”.

Con Hesse, nunca sabemos en realidad de qué habla el autor. Ninguno de sus relatos presenta una lectura única. Este, por ejemplo, podría muy bien hablarnos de los orígenes de la Humanidad, de la Historia primitiva y nebulosa. Dicen las tradiciones ocultistas que en un remoto pasado los dioses y los hombres convivieron juntos, y compartieron una misma tierra y un mismo cielo. Es, pues, probable que Hesse se refiera más a la infancia de la Humanidad que a la suya propia. El “abuelo” es la personificación de los antiguos héroes legendarios, a caballo entre la leyenda y el verismo.

Así es toda su obra. Manifiesta unas cosas y simboliza otras. Para Hesse, el mundo es como un bosque en que los objetos materiales tienen una existencia –no absoluta– y una certeza de ser. Pero las sombras invisibles, las intuiciones del alma y los destellos fugaces son interpretados como enigmáticos designios del más allá, y son igualmente reales, incluso más que el mundo concreto con sus imágenes coherentes y sus reglas fijas.

El hogar de los Hesse era un pequeño mundo de clase media ilustrada, dominado por la bondadosa sabiduría del abuelo y la fantasía y el amor de la madre. Una foto del escritor a los cuatro años nos presenta unos rasgos definidos de voluntad e inteligencia en el rostro del pequeño. Una anécdota narrada por su madre en el diario nos dibuja impecablemente al diablillo de la Selva Negra: “La otra noche estaba en la cama cantando largamente una melodía propia con un poema de su invención, y le dijo a su papá: ’Mira, canto tan bien como las sirenas y soy tan malo como ellas’”. Es la herencia rebelde y crónica de un autor maldito por excelencia, amiguito de los faunos, los centauros, las sílfides y las hermosas tradiciones paganas condenadas por la Iglesia.

Sea como fuere, Hesse siempre conservó a flor de piel los hermosos recuerdos de sus primeros años. “Entonces se elevaban los árboles a las alturas con tanta alegría y arrogancia, crecían en el jardín los narcisos y los jacintos en tan esplendorosa belleza; y los hombres, que todavía conocíamos poco, nos trataban con ternura y bondad, porque sentían aún en nuestra frente lisa el hálito de lo divino, del que no sabíamos nada y que en el ímpetu del crecimiento se nos perdió sin querer y sin saberlo. ¡Qué muchacho tan tremendo e indómito fui, cuántas preocupaciones causé de pequeño a mi padre y cuántos suspiros y angustias a mi madre!… y, no obstante, también mi frente reflejaba el esplendor de Dios, y cuanto miraba era hermoso y vivo, y en mis pensamientos y sueños, aunque no fueran de carácter piadoso, entraban y salían hermanados los ángeles, los milagreros y los cuentos de hadas”.

Su airado comportamiento en casa, pero también su excelente capacidad para el estudio, da lugar a que sus padres decidan mandarlo a estudiar un año al colegio latino de Goppingen, para posteriormente ingresarlo en la escuela monacal de Maulbroon –Mariabroon en Narciso y Goldmundo–, donde estudiaría teología. El desenlace es dramático. El poeta se fue del rígido convento que, en el nombre de Dios, se dedicaba a clavar dogmas punzantes en el alma de los jóvenes. Después de una intensa búsqueda de la policía por bosques, ríos y lugares adyacentes, logran encontrarlo aterido de frío y a las puertas de la muerte. Esta triste experiencia escolástica quedaría después plasmada en muchas de sus obras, fundamentalmente dos: Bajo las ruedas y Berthold. Esta última es una de las grandes obras olvidadas de Hesse; en ella narra la experiencia de un novicio que queda deslumbrado ante el desfile de un ejército imaginario, que desvía su carrera eclesiástica para siempre: “Aquel tumulto, que Berthold contempló con deleite, miedo y ardiente curiosidad, rasgó con repentina brusquedad el satisfecho círculo estrecho de su pequeño mundo infantil y abrió por primera vez el mundo a sus miradas. Había oído hablar de países lejanos, de reyes y príncipes, soldados, guerras y batallas, y se había hecho imaginaciones audaces y multicolores (…) Allí había esplendor, gallardía, salvaje orgullo, colores vivos, penachos de plumas, el encanto de la guerra y del heroísmo (…) Aspiró con afán el fuerte aroma de lo nuevo, indómito, extraño en su alma indefensa de muchacho”.

Las imágenes guerreras son una metáfora de las huestes de Maya, el mundo de vivas impresiones y colores que rapta el alma del muchacho y le devuelve a las aguas de la vida, lejos de una isla monacal donde se exigía demasiado y no se ofrecían a cambio los verdaderos frutos de la sabiduría que deseaba el poeta.

“Aún no era de noche cuando abandonó con paso sosegado la ciudad, vestido con su hábito negro, debajo del cual llevaba, sin embargo, los vestidos de lino de un campesino y dos ducados. Rhin arriba soplaba un recio viento vespertino, y cuando en Colonia empezaron a sonar las campanas y Berthold volvió por un instante la mirada atrás, entrevió las altas torres de la ciudad grises y como fantasmas en la bruma del anochecer. El hábito negro, arrollado alrededor de un buen guijarro, yacía ya en el río. Su camino conducía hacia Westfalia, donde esperaba encontrar reclutadores para desaparecer a la sombra de las banderas y en el estruendo que la guerra”.

Allí quedaron, enterrados bajo el imaginario río, los amables fantasmas cristianos de Hesse. Pero la historia no acaba aquí. Sus padres le llevaron a un famoso teólogo para que le exorcizara, en un desesperado intento, por parte de sus educadores, de extirpar los terribles demonios de su ánima. ¡Alabado sea el Señor! El resultado de todo ello fue un intento de suicidio por parte de Hesse, que, afortunadamente, no llegó a culminarse.

El paso siguiente fue su reclusión en una residencia para niños impedidos, donde Hesse debía trabajar como cuidador de los enfermos. Pero también esta oportunidad fue malograda y hubo de ser transferido a Bad Cannstadt, donde terminó sus estudios de bachiller.

Nuestro autor inicia un proceloso recorrido por los oficios más dispares, como librero, jardinero o relojero. En todos ellos duró muy poco. El único digno de destacar por la animación que Hesse le dedicó fue el trabajo en la librería, que le exigía una jornada laboral de doce horas diarias. Más tarde diría, en El Novalis: “Me oriento más fácilmente en el abigarrado mundo de los libros que en el embrollo de la vida, y he sido más feliz y más sensato hallando y reteniendo hermosos libros antiguos que en mis intentos de enlazar amigablemente los destinos de otros seres con el mío”.

Hesse estuvo casado tres veces; la primera de sus mujeres, Mía Bernoulli, hubo de ser internada en un sanatorio psiquiátrico, y poco después él mismo caía en tal depresión nerviosa que hubo de acudir a un psiquiatra, el Dr. Joseph Bernard Lang, discípulo de Jung.

Casa con Ruth Wenger en 1924; tres años después se divorcian a petición de ella. Finalmente, en 1931 se casa con la historiadora del arte Ninon Dolbin. Este matrimonio duró hasta la muerte de Hesse; Ninon sería una compañera fiel y eficaz, íntimamente ligada a la persona y obra de su marido.

Sería un trabajo ímprobo mencionar todas las obras que Hesse produjo a lo largo de su vida, muchas de ellas, creaciones extraordinarias que no se parecen a ninguna obra escrita anteriormente, tienen su propio mundo con su propia atmósfera y su propio ecosistema vital. Ello no implica que Hesse esté cerrado al mundo; al contrario, se trata de abarcar todos los mundos, posibles o no, aceptarlos dentro de sí y cobijarlos en su vieja alma de lobo. Citaremos brevemente algunas obras.

En 1899 aparece su primer libro de poemas, Canciones románticas, al que sigue Una hora después de la medianoche, una bellísima colección de nueve prosas de diferente extensión. En 1901 aparece Hermann Lauscher, y en 1904, Peter Camenzind, que es el relato del romanticismo, el amor a la Naturaleza y al paisaje. En 1906 aparece Bajo la rueda, en 1910 Gertrudis, en 1914 Rosshalde, un año después Knulp. El triunfo apoteósico llega en 1919, con Demian. Demian era la obra de una generación, la confesión de un siglo que había perdido el rumbo y extendía sus alas de nuevo hacia la esperanza, entre convulsiones profundas y anuncios de Apocalipsis. A partir de esta obra, se suceden los triunfos literarios más o menos rotundos, y el universo de Hermann Hesse recorre las bibliotecas de Europa, bruñido de personajes fantásticos, apocalípticos o entrañables. Es un ejército de libros para el recuerdo: El último verano de Klingsor, Siddartha, El viaje a Nüremberg, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo, Viaje al Oriente, Libro de fábulas, Horas en el jardín, Páginas de recuerdo, El juego de los abalorios, Prosas tardías

Además, Hesse colaboró con artículos y recensiones en multitud de periódicos y revistas, fue cofundador de la revista März y fundador de Vivos voco. Ganador del Premio Fontane de Literatura 1919, elegido miembro de la sección de creación de la Academia Prusiana de las artes, Premio Goethe 1946, Premio Nobel 1946, doctor honoris causa de la ciudad de Berna en 1947, Premio Wilhelm Raabe en 1950, supervisó una publicación de su obra completa en 1952 con motivo de su 75 aniversario, Premio de la Paz de los libreros alemanes 1955 y Fundación del Premio Hermann Hesse, 1956. Todo un historial de triunfos académicos que jamás lograron satisfacerle. Algunos de estos premios se le concedieron después de la II Guerra Mundial, y Hesse sabía, en el fondo, que tenían poco que ver con su obra, que comportaban una especie de tributo diplomático al escritor alemán que se mostró hostil a los nazis y batalló dialécticamente contra muchos de ellos, no obstante haber sido amigos y compañeros de colegio durante la infancia. Pero los vencedores parecían no conocerle profundamente, parecían no saber que Hesse había dicho:

“Un hombre capaz de comprender a Buda, un hombre que tiene noción de los genios y abismos de la naturaleza humana, no debería vivir en un mundo en el que dominan el common sense, la democracia y la educación burguesa”.

“(Hoy) surgen ideales como el del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente “razonables” y que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la simplifican de un modo tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal, está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros, los locos, acaso la ennoblezcamos otra vez”.

Nuestro amante de las estrellas no estaba más cerca de nuestro bando. Su siglo le había dejado solo.

Hay un último detalle que quiero mencionar. Nosotros admiramos la obra de Hesse, pero él no la amaba en absoluto. Escribió decenas de obras literarias que para nosotros son un tesoro, pero para él eran pobres, no le satisfacían lo más mínimo, consideraba a sus obras las migajas del festín del pasado clásico, la reminiscencia ridícula y mísera de los grandes astros órficos.

“Una noche, cuando tenía 17 años, estaba leyendo el Zarathustra en mi querida buhardilla de estudiante y llegué a las páginas que contienen el canto de la noche. Jamás, en los casi sesenta años que han pasado, he olvidado esa hora, pues en ese momento adquirió sentido mi vida, en ese momento, como la luz del relámpago, me impresionó la maravilla del lenguaje, la inexpresable magia de la palabra; deslumbrado, contemplé un ojo inmortal, palpé una presencia divina y me entregué a ella, la acepté como destino, amor, fortuna y fatalidad. Después leí a otros poetas, encontré palabras más nobles, descubrí a Novalis, dulce como un sueño, suave como un sueño, cuyas palabras mágicas saben todas a vino y a sangre, y al fogoso joven Goethe, y a Goethe, el viejo, con su sonrisa misteriosa. Había personas que veían en mí un poeta, cuyos corazones servían de arpa a mis melodías. Pero basta ya de esto, basta. Llegó esa época en que toda nuestra generación se apartó de la poesía, en que todos advertimos como un escalofrío otoñal: ya se han cerrado las puertas del templo, ya es de noche, y cae la oscuridad sobre los bosques sagrados de la poesía, ningún contemporáneo puede encontrar el hilo mágico que permite adentrarse en lo divino. Todo calló, los poetas nos perdimos en silencio en la tierra decepcionada a la que se le había muerto el gran Pan”.

JOSÉ VALENTÍN