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Miguel de Unamuno y Antonio Machado fueron dos seres humanos que compartieron ilusiones e ideas, pero pocos datos tendríamos de esta amistad, de esta vida compartida, si no hubiese llegado a nosotros parte de su correspondencia privada: las cartas que Antonio Machado dirigió a don Miguel, testimonio de amistad y devoción.

Las preguntas y respuestas que se cruzan entre ellos se enclavan en los grandes temas de siempre de la poesía y de la filosofía: el amor, Dios, la eternidad, el hombre, la verdad… ¡La Verdad!, como decía Machado, no tu verdad, o mi verdad, sino la Verdad. Aunque tampoco es la verdad por la verdad, por la simple argumentación intelectual, replica Unamuno, eso es inhumano. El filósofo no solo filosofa con la razón, sino con la voluntad, con el sentimiento, con el alma toda y con todo el cuerpo. Las obras de estos dos escritores están cargadas de pensamiento y sentimiento.

La influencia que se ejercieron Unamuno y Machado es mutua. Machado creía que toda poética debía tener una filosofía; la suya era la de Unamuno. Esto no le resta originalidad a Machado, pues Unamuno, sencillamente, era el que planteaba los problemas, el aldabón que golpea la conciencia, y Machado, por cuenta propia, buscaba soluciones a estos problemas, soluciones que Unamuno reutilizaba otra vez en sus artículos usando la perfecta expresión de la poética machadiana.

El nacimiento de una amistad

Machado envió a Unamuno su primer libro de versos, Soledades, en 1903, con la siguiente dedicatoria: A don Miguel de Unamuno, al sabio y al poeta. Devotamente: Antonio Machado. Unamuno no publicó su primer libro de versos hasta 1907 y, curiosamente, Machado ya le llama poeta. Parece ser que se conocieron alrededor del 1900.

Podríamos empezar dejando hablar a Unamuno: ¿qué idea tiene de la filosofía? Pues para él es más poesía que ciencia. Decía: «La filosofía es una reacción al misterio de la realidad, concretamente al de la vida humana y su destino». La filosofía, como dice en Del sentimiento trágico, es un esfuerzo por racionalizar la vida y a la vez vitalizar la razón. «El hombre filosofa para vivir, la filosofía es un producto humano de cada filósofo y cada filósofo es un hombre que se dirige a otros hombres como él. Filosofa el hombre porque necesita saber a qué atenerse, qué ha de ser de él, consolarse o desesperarse de haber nacido (…) El ser humano es el supremo objeto y sujeto de toda filosofía».

El punto de partida de su filosofía está en el apetito de perduración, un afán de inmortalidad, en el sentido de la tesis de Spinoza, según la cual, la esencia de una cosa consiste en su tendencia a perseverar en su ser indefinidamente. Dicho de forma unamuniana: Ser es querer seguir siendo siempre, lo que no es eterno no es real.

Es posible que en 1903 Unamuno le visitara para darle las gracias por el envío de Soledades, y por ello Machado le dedicó su poema Luz. Esta es la época de fuerte formación de Machado. Le escribe Machado a Unamuno: «Usted, con golpes de maza, ha roto la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somnolencia (…) A usted debo el haber saltado la tapia de mi corral o de mi huerto (…) hay que soñar despierto. No debemos crearnos un mundo aparte (…) no debemos huir de la vida para forjarnos una vida mejor que sea estéril para los demás». Unamuno le decía al joven poeta : «Huya, sobre todo, del arte de arte, del arte de los artistas, hecho por ellos para ellos solos». Este rechazo de Unamuno por los profesionales de la poesía, junto con la influencia de Giner de los Ríos, contribuyó a que el joven poeta se decidiese a trabajar para vivir y buscase una profesión, como el mismo don Miguel había hecho en su juventud.

El tema de España en Unamuno y Machado

Unamuno y Machado sienten a España como un problema, y al hablar de España no se referían a una abstracción, sino a lo que verdaderamente la hace: sus gentes –con su carácter, su forma de vivir y obrar, sus pasiones–, la tierra en que viven y mueren, campos, ciudades… No hay que perder de vista la educación de los Machado, familia liberal, una escuela que soñaba con el renacer a través de su historia, arte, paisajes, y de ahí nace su amor, sus Campos de Castilla, hundiendo el dedo en los problemas. En Unamuno, ese es un aspecto que no hay que destacar: su obra es una apasionada meditación sobre España, y su impresionante concepto de la intrahistoria, frente a la historia. Dice: «… los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día (…) se levantan a una orden del sol, y van a sus campos a proseguir la silenciosa labor cotidiana y eterna (…) Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua (…) es la sustancia misma del progreso, la verdadera tradición eterna».

En Machado hay artículos desarrollando las ideas de En torno del casticismo, donde critica los discursos patrióticos momentáneos y falsos: «Somos los hijos de una tierra pobre e ignorante, de una tierra donde todo está por hacer (…) Sabemos que la patria es algo que se hace constantemente y que se conserva solo por la cultura y el trabajo. Sabemos que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra (…) No es morir para defender esos pelados cascotes; (…) es acudir con el árbol o la semilla, con la reja del arado o con el pico del minero a esos parajes sombríos y desolados donde la patria está por hacer».

Está siempre el hombre como preocupación máxima. Penetraban en el espíritu de la tierra y en el de los hombres; recordemos que Machado aún con tinte modernista cantó a las buenas y malas gentes, halladas en veredas y caminos.

El hombre de la tierra, como llaman al campesino, al que cultiva el terruño en que vive, y lo trabaja de sol a sol, el protagonista de la intrahistoria. Los entienden profundamente, su esclavitud, su incultura, su ignorancia, que les llevaba a cometer terribles crímenes, el mal reparto de las tierras. Este problema le hizo tomar parte a Unamuno de la política activa para tratar de solucionarlo. Por ello aceptó ser diputado a Cortes. Dijo Machado que lloró con el poema de Unamuno: «Bienaventurados los pobres», que habla de la emigración relacionada con el mal reparto de las tierras, el amargor de la casta y la envidia.

Otro tema frecuente es el señorito, la crítica hacia el señoritismo de una clase social española. Señorito es ese hombre del casino provinciano; señorito es don Guido, cuyas características son la vaciedad –sobre todo, el vacío en la cabeza–, horror al trabajo, afición a matar el tiempo –ya sea con las mujeres, con el juego, con los toros…–, eso sí, tradicionalmente católicos, y una total ausencia de interés por cualquier asunto serio, como por ejemplo, los destinos de los seres humanos o de la patria. El señoritismo se complace en ignorar la insuperable dignidad del hombre. Unamuno y Machado, en cambio, la conocen y la afirman: «Nadie es más que nadie», dice Machado. «Nadie es más que nadie»; por mucho que valga un ser humano, nunca tendrá un valor más alto que el de ser, precisamente, esto, humano.

Los llamados escritores del 98 aman profundamente la tierra, el suelo sobre el cual el hombre vive. De ahí su interés por el paisaje. Ven la tierra que pisan, la que recorren en sus paseos y en sus excursiones; la descubren. Y, tras el descubrimiento, la van llenando de sentido, la convierten en un símbolo. El paisaje es una puerta hacia el alma. Ahí se enclavan las Andanzas y visiones españolas de Unamuno y las descripciones de paisajes de los poemas de Machado, como A orillas del Duero.

¿Cómo es esa España soñada de Unamuno y Machado? Sería esa en la que el espíritu de don Quijote habría triunfado. Esta generación penetró a fondo en la figura del Quijote, y la convirtió en un mito histórico central. Es el hombre español del futuro, decía Unamuno: «Grave, no pesimista, luchador, resignado, impávido ante el ridículo, hombre de voluntad, más espiritual que racional». De Machado, sabemos que toda su vida hizo de la historia del hidalgo manchego uno de sus hijos predilectos: «¿cuál es la ventaja de tener espíritu quijotesco?, algún día habrá que retar a los leones, con armas totalmente inadecuadas para luchar con ellos. Y hará falta un loco que intente la aventura. Un loco ejemplar». Suscribe Machado con entusiasmo la defensa unamuniana de la locura quijotesca: «Locos necesitamos, que siembren para no cosechar; cuerdos que talen el árbol para alcanzar el fruto, abundan, por desgracia».

El sentimiento trágico de la vida

Machado, durante los años sorianos, conoció el amor. La presencia de Leonor en la pensión el segundo año de Antonio en Soria, cambia su vida. Él la miraba de lejos, no se atrevía a decirle nada; ella jugaba con otras adolescentes, tenía quince años. Al cabo, Leonor le dice sí, y una mañana de finales de julio de 1909 voltean las campanas anunciando la boda. La boda, desde luego, desató comentarios mordaces, en el clima mezquino de la España de cerrado y sacristía.

Pero ellos eran felices. Pasan los días, los meses, Machado sigue escribiendo Campos de Castilla; de esa época es La tierra de Alvargonzález. Y cumplen un sueño: se van a París. Y allí Leonor se pone enferma súbitamente el 14 de julio. París bulle en fiestas. Antonio, enloquecido, recorre todo París sin encontrar un solo médico. Le pide dinero a Rubén Darío para volver a España.

Machado pasa los días a la cabecera de Leonor para tratar de salvarle la vida. Campos de Castilla sale a la prensa y le consagra como uno de los primeros poetas en lengua española. Unamuno, Azorín, Ortega , toda la crítica habla de él.

En estos momentos, esperando el renacimiento de Leonor, escribe el poema: A un olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido ,/ con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido (…) / Mi corazón espera / también hacia la luz, hacia la vida / otro milagro de la primavera.

El milagro no llegó. Llegó la muerte. Esa muerte que se siente injusta y brutal porque siega la existencia de alguien que comenzaba a vivir. Murió Leonor sin que Antonio desasiese su mano.

Unamuno le envía una carta de pésame: «Nosotros, que sabe cuánto le queremos, pretendemos que de su mismo dolor saque energías (…) El mejor sedante para las almas tristes está en que ellas miren de frente a su propia tristeza», y eso hace. Antonio dice:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

En algún momento de la vida, el hombre busca a Dios. Machado busca a «Dios entre la niebla», identifica a Dios con el misterio, quiere asomarse al borde del abismo para contemplar el misterio cara a cara. ¿Es Machado un hombre religioso? Quizá…, sí, si entendemos como hombre religioso, no el que cree en una religión determinada, sino el que ha logrado buscar incansablemente a Dios, sea cual sea el resultado de su trabajo.

Este trasfondo está en Unamuno. En su ensayo «Mi religión» (1907) escribe: «Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva». Buscar la verdad significa ser sincero, y ser sincero no significa solamente no mentir, sino decir la verdad y amarla. La verdad no es algo muerto, o puramente teórico, sino que en ella está la vida, y está en la Vida, la verdad es la que nos hace vivir. Unamuno llenó su vida de esa búsqueda. Dice: «Lo mejor sería que no hiciéramos sino monologar, que es dialogar con Dios». Luego dirá Machado: Converso con el hombre que siempre va conmigo / –quien habla solo espera hablar a Dios un día–.

Este individuo que va siempre con nosotros, somos nosotros mismos, y este individuo tiene un fin en la vida, que es hacerse un alma, un alma inmortal, un alma que es la propia obra interna y externa. De nada sirve modificar los ritmos externos, le dice en una carta a Machado, de nada sirve modificar los ritmos externos si el interno, el espiritual, sigue siendo el mismo.

Unamuno reivindica enérgicamente la exigencia de no morir del todo: «No quiero morirme, no, no quiero, ni querré quererlo; quiero vivir siempre…». Este largo grito de afán cruza toda la vida de Unamuno y anima su obra entera. Y recuerda la esperanzada duda de Platón en el Fedón, cuando dice que es hermoso el riesgo de la inmortalidad del alma. Esta certidumbre salvadora y dulce, dice, nace del choque entre la razón que niega y el deseo que afirma.

Esa lucha es contra la nada. Tal es la agonía de Unamuno, hombre en lucha, en lucha consigo mismo, solitario, orador en el desierto, provocador, enemigo de la nada. Y de esta lucha, lanza un valor positivo que multitud de veces resume en la frase de Sénancour: «Si la nada es lo que nos está reservado, vivamos de forma que ello sea una injusticia». En él está la lucha y el optimismo, negándose a disertar sobre el peso del vacío, aunque sabe que es lo que más nos pesa. Dice Machado: Todo hombre tiene dos / batallas que pelear: / en sueños lucha con Dios; / y despierto, con el mar. Idea indudablemente unamuniana.

Últimos años de vida y trabajos

Selló su amor con imborrable recuerdo, pero era amargo y decide alejarse de Soria. Toca aire andaluz otra vez: el Instituto de Baeza (Jaén). Tenía treinta y siete años, y le escribe a Unamuno: «Esta Baeza, que llaman Salamanca andaluza (…) apenas sabe leer un 30% de la población. No hay más que una librería donde se venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos. La ciudad poblada de mendigos y señoritos arruinados a la ruleta. Se habla de política –todo el mundo es conservador– (…). Una población rural, encanallada por la Iglesia y completamente huera. Por lo demás, el hombre del campo trabaja y sufre resignado o emigra en condiciones lamentables». Es un cuadro amargo y realista descrito también en otros poemas, como por ejemplo, «El pasado efímero».

Unamuno fue rector hasta 1914, donde su rectorado terminó bruscamente por no prestarse a cuestiones políticas. Entonces se limitó a su labor de profesor, de escritor y de agitador. La voz del gran don Miguel resuena más que nunca en el alma de Machado, lee sus obras con avidez: «¡Cuántas veces he leído su soberbio libro Del sentimiento…, y Niebla, y El Cristo de Velázquez lo he comprado cuatro veces a fuerza de prestarlo».

Unamuno volvió a la vida activa universitaria en 1921, y fue nombrado vicerrector. No por eso sus ataques bajaron de fuerza. Miguel Moya, director de «El Liberal», le advertía, cuando le solicitaban su colaboración: «Tengo que hacerle a usted un ruego. Que me envíe usted artículos en los que no se refiera ni de lejos a S.M. el Rey (…) publicarse un artículo de usted hablando del señorito del whisky y la ruleta, y Santiago matamoros (…) y recoger el periódico las autoridades es una cosa simultánea y fulminante, de graves implicaciones económicas».

En 1924 es desterrado por la dictadura de Primo de Rivera. Le desterraron debido a una carta personal en contra del Gobierno; andaban buscando una excusa. Se le desterró y luego se le privó de su cátedra por estar ausente. Huye de Fuerteventura a París y luego a Hendaya para vivir mirando su tierra vasca desde el lado francés. En 1927 Machado es elegido para ocupar un sillón en la Academia de la Lengua. Con su sencillez habitual, no le dio importancia: «Un honor al que no aspiré nunca, casi me atreveré a decir que aspiré a no tenerlo».

En 1930 Unamuno entra en España después de seis años de destierro. La dictadura de Primo de Rivera había caído por fin. Su nombre empieza a asociarse con el de la futura República. Se crean nuevas escuelas e institutos. La admiración de Machado por Unamuno si no crece, porque ya no podía crecer más, se mantiene tan viva como siempre: «Es don Miguel. Es el único político que no usa máscara. En esto estriba su enorme fuerza (…) Unamuno es un hombre orgulloso de serlo, que habla a otros hombres en un lenguaje esencialmente humano. Se dirá que esto no es política. Yo creo que es la más honda (…) Porque ¿puede haber política fecunda sin amor al pueblo? ¿Y amor al pueblo sin amor al hombre?».

A Unamuno se le nombra alcalde honorario del Ayuntamiento de Salamanca, ocupa de nuevo el cargo de rector, presidente del Consejo de Instrucción Pública. Más tarde va a Madrid como diputado por Salamanca. Pero hombre de oposición siempre y todo antes que profesional de la política, pronto empieza a sentirse a disgusto. En abril de 1933 declara que el régimen no le satisface, dimite del consejo. Su muerte aconteció con la guerra civil el último día de 1936.

El último encuentro entre Unamuno y Machado fue con motivo del nombramiento de Unamuno como doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Fue en 1936, en Madrid, en las tertulias de los Machado. Cuentan que Unamuno entró diciendo: «Yo vengo a saludar al hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco: don Antonio Machado». Se le hace sitio en el diván entre Manuel y Antonio, cuenta el suceso de Oxford, hablan de los temas que le preocupan y que pueden reducirse a uno solo: España.

Poco después, la voz de Antonio se apagaba también, al otro lado de los Pirineos. Cruzó la frontera en los últimos días de enero de 1939, los últimos días de la República. Barcelona había caído. Era un día lluvioso, Antonio estaba enfermo, decía que parecía que los órganos de su cuerpo se habían puesto de acuerdo para dejar de funcionar. Cruzaron la frontera a pie bajo la lluvia helada la noche del 28. Llegó a Couliure y apenas vivió tres semanas. Sus últimos versos los encontraron en su bolsillo: «Estos días azules y este sol de la infancia». Se fue, ligero de equipaje, como quería, casi desnudo, en ese barco que nunca ha de tornar.

Según Bergson, todo filósofo auténtico, todo ser humano, no dice a lo largo de su vida sino una sola cosa, y aun en rigor, solo se esfuerza por decirla sin lograrlo totalmente. Unamuno contesta: «Estoy convencido de que no hay más que un solo afán, uno solo y el mismo para los hombres todos (…) es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro (…)». «Procuro ejercer la decimoquinta obra de misericordia, esto es: despertar al dormido».

Y así decimos, con Unamuno y Machado, que la filosofía no es una tienda de soluciones y dogmas, sino una herramienta para despertar la conciencia, despertar al dormido. El empeño de Machado y Unamuno es que los que les leamos, pensemos y meditemos en las cosas fundamentales. Se trata de despertar la libertad personal, tratar de no ser arrastrados por los tiempos rápidos, las modas, y saber quiénes queremos ser, qué es lo que queremos vivir, y vivirlo hasta que llegue el día del último viaje.

Unamuno y Machado fueron hombres comprometidos con el mundo, pobres y, sin embargo, insobornables y constructores, edificadores de las conciencias que, desde su rincón, con su sola existencia, con su valor, tendieron puentes para que nosotros pasáramos, y por ellos seremos capaces de ser nosotros mismos puentes en la historia para los que han de venir, para despertar al dormido. Decía Machado:

Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar.

SARA ORTIZ ROUS