CARAVAGGIO

M.ª ÁNGELES FERNÁNDEZ

Considerado durante siglos como pintor de segundo orden, no es sino hasta el primer cuarto del XX, gracias al paciente trabajo de los historiadores del arte Venturi y Longhi, cuando por fin se hace justicia a un genio de la pintura que incluso pudo haber influido en Velázquez y Vermeer.

Su vida, corta, llena de escándalos, ofendió a sus contemporáneos no solo por sus excesos, sino por una nueva visión del mundo en contra de los cánones artísticos del momento. Imperdonable fue, sobre todo, presentar a los humanos como son, y no como querían verse.

Miguel Ángel Merisi nace en 1573, en una modesta familia de Caravaggio, cerca de Bérgamo, en el norte de Italia, y, cosa frecuente en la época, adopta el nombre de su villa natal. A los once años entra como aprendiz en el taller de Simón Peterzano. Y cuando se le queda pequeño, a los dieciséis años, parte a Roma. Allí, en el taller de D’Arpino, pinta bodegones de encargo, y de su propio gusto realiza pequeñas obras de arte, como el Baco coronado.

Alguna de ellas llegan a manos del cardenal Del Monte, que, buen conocedor del genio, le encarga tres grandes composiciones para ilustrar la vida de san Mateo en la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses.

Caravaggio sabe como nadie atrapar la luz en medio de las tinieblas y dotarlas de movilidad, haciendo que el espacio sea tridimensional. Ensaya una escenografía por completo desprendida de las reglas de composición vigentes en su época.

Sus primeros cuadros religiosos escandalizan: se los considera vulgares, no idealizados; como que Caravaggio escoge sus modelos entre la gente de la calle. Sus ángeles son pilluelos del arroyo, sus apóstoles son viejos sin hogar, incluso sus madonas son robustas nodrizas sin nada de espiritual. La refinada delicadeza del momento se trasmuta en él en amor por la humanidad: precisamente lo que ahora nos llega de su obra.

Quizá sea ese el gran secreto de Caravaggio: su poder de vivir en los otros, de incorporarlos a la vida de sus cuadros. Un furor de vivir que encubre la obsesión por la muerte que aflora en sus últimas obras.

Se le critica, pero la nobleza romana compra sus cuadros. Se le discute e insulta, pero se reconoce en él al creador. Su vida es caótica. Frecuenta los bajos fondos, se bate en duelo. Es pendenciero y buen espadachín, y un día mata a un hombre. Es la época en que ha rebasado sus propios límites al utilizar, se dice, el cadáver de una mujer ahogada en el Tíber como modelo de La dormición de la Virgen.

El duque de Mantua, a escondidas, ha comprado el cuadro. Pero Caravaggio ha de huir de Roma.

En Nápoles pinta, y protegido por el Gran Maestre de la Orden de Malta, pinta también allí. Pero vuelve a batirse en duelo, y vuelve a huir: va a Sicilia, otra vez a Nápoles, y en Port’Ercole muere repentinamente, solo y desesperado, a los treinta y siete años.

Sus últimas obras hablan de muerte: La degollación, El entierro, La resurrección de Lázaro. Las envuelve la misma luz trágica que envolvió la vida de Caravaggio.