Índice

ERICH FROMM Y EL AMOR

El amor, deseo profundísimo del ser humano, anhelo, motivación, ansia, emoción capaz de impulsar la conducta, los sentimientos y los pensamientos de los hombres, del que creen saber los amantes y al que quieren conocer los filósofos y los poetas, los unos con la razón y los otros con la intuición, constituye un elemento fundamental en la obra de Erich Fromm.

Erich Fromm aborda el amor desde un punto de vista psicoanalítico, antropológico, sociólogo y existencial, como una expresión de la necesidad de relación del ser humano, diferenciando las formas inmaduras del amor productivo, el único que en propiedad merece ser llamado amor. El presente artículo muestra algunas ideas del autor al respecto.

Algunos aspectos del amor en nuestra sociedad contemporánea

Todos los intentos de amar están condenados al fracaso, a menos que se procure del modo más activo desarrollar la personalidad total humana de forma que se alcance una orientación productiva. La satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe, disciplina… En una cultura en la cual estas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar.

No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia; en realidad, todos están sedientos de amor. Y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender acerca del amor. Para la mayoría de las personas el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado y no en amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se les ame, cómo ser “dignos de amor”.

Así, para lograrlo, unos elegirán el éxito: “ser tan ricos y poderosos como lo permita el margen social de la propia posición”; y otros, particularmente las mujeres, utilizarán el método de la atracción por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Pero, en realidad, lo que para la mayoría de la gente de nuestra cultura equivale a “digno de ser amado” es una mezcla de popularidad y sex-appeal.

También se piensa que el amor es un objeto y no una facultad. La gente cree que amar es sencillo y lo difícil es encontrar un objeto apropiado para amar o ser amado por él. Tal actitud tiene varias causas arraigadas en el desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la más profunda transformación producida en el siglo XIX respecto a la elección del “objeto amoroso”. En la era victoriana, así como en muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una experiencia personal espontánea que pudiera llevar al matrimonio, sino a la inversa: el matrimonio se contrataba mediante convenio entre familias y se esperaba que el amor surgiera después.

Por otra parte, nuestra cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. Parece que buena parte de la felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar los escaparates de los comercios y adquirir todo lo que pueda, al contado o a plazos. El ser humano actual considera a las personas con la misma visión mercantil: una mujer o un hombre atractivos son los premios que se quieren conseguir. “Atractivo” significaría aquí poseer un buen conjunto de cualidades que son populares y por las cuales “hay demanda en el mercado de la personalidad”. Las características específicas que hacen atractiva a una persona dependen de la moda de la época, tanto física como mentalmente.

De cualquier manera, la sensación de enamorarse en este tipo de sociedad se desarrolla con respecto a las mercancías humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio. Así, dos personas se enamoran cuando han encontrado el “menor objeto disponible en el mercado”. En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay, en realidad, motivos para sorprenderse de que las relaciones humanas amorosas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.

Hay otro error que lleva a suponer que no hay que aprender sobre el amor, y es la confusión que existe entre la experiencia de enamorarse y la situación permanente de “estar enamorado”. Si dos personas, desconocida la una para la otra, dejan caer de pronto las barreras que las separan, sobre todo si han sufrido experiencias previas de soledad y de aislamiento, se sienten cercanas, se sienten “uno”; y esa vivencia es una de las más estimulantes y excitantes de la vida.

Sin embargo, este tipo de amor es, por su propia naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto. En realidad, consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar “locos el uno por el otro” como una prueba de la intensidad de su amor, cuando solo muestra el grado de su soledad anterior.

Pero ¿cómo estudiar el significado del amor? En primer lugar, hay que tomar conciencia de que el amor es un arte, y que debe aprenderse igual que la pintura, la música o la literatura. Como ellas, el amor tiene una teoría y una práctica.

Hombre y amor: soledad y evasión

Una de las características fundamentales de la existencia humana es la conciencia de la soledad y separación que surge de la propia individualidad. Esta inevitabilidad de la separación humana, sin la reunión por el amor, es la fuente de la vergüenza, la angustia y la culpa. La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la de superar su estado de separación, la de abandonar la prisión de la soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la locura, en la que el pánico al aislamiento total se vence por un retraimiento radical del mundo exterior, de forma que el sentimiento de separación con el mundo se desvanece, porque el mundo exterior ha desaparecido, en ese estado de subjetividad.

El problema de cómo lograr unión es el mismo en el hombre de todos los tiempos, difiriendo las respuestas concretas según varía el grado de individualización alcanzado por la persona. En el niño, el “yo” apenas se ha desarrollado, y el pequeño se siente uno con su madre. Solo en el grado en que el niño desarrolla su sensación de individualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de superar de otras maneras la separación.

De manera similar, la raza humana, en su infancia se siente “una con la Naturaleza”, en el sentido primitivo de “no diferenciación”. El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con ellos. Pero, cuanto más se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nuevas formas de escapar del estado de separación.

Un modo de alcanzar tal objetivo es a través de los estados orgiásticos. Se trata de un estado transitorio de exaltación conseguido a veces con ayuda de drogas, en el que el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de separación respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más afectiva esta solución, a la que con frecuencia se une la experiencia sexual (los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de muchos rituales primitivos).

En una cultura no orgiástica, un sustituto de este tipo de relaciones puede ser el alcohol o las drogas, que además son soluciones que, en general, la sociedad no acepta y condena, por lo que, a diferencia del ejemplo anterior, producen sentimientos de culpa y remordimientos. Por otra parte, cuando el efecto de estas sustancias desaparece, los individuos suelen sentirse más separados aún, lo que les impulsa a la experiencia cada vez con mayor intensidad o frecuencia. En muchos individuos, la sexualidad es vivida de este modo compulsivo. Así, la búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter similar al de este tipo de adicciones, convirtiéndose en un desesperado intento de escapar de la angustia que engendra la separatividad, y provocando una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos, excepto de forma momentánea.

Otra forma de unión, caracterizada por su constancia, es la unión con el grupo, basada en la conformidad con el mismo, con sus costumbres, prácticas y creencias. Es un tipo de vínculo en el que el ser individual desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la “pertenencia al rebaño”. Es como si se pensara: “Soy como los demás si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo”. “Si lo consigo, estoy salvado… de la terrible experiencia de la soledad”. Los sistemas dictatoriales utilizan las amenazas y el terror para inducir esta conformidad: los países democráticos, la sugestión y la propaganda.

La mayoría de las personas ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos; y una prueba de que no están equivocados, de su buen sentido, es que sus ideas son iguales que las de la mayoría. Paradójicamente, su “distinción” se manifiesta en detalles pensados por los manipuladores del grupo para tales distinciones: tal o cual marca de perfume, determinada marca de tabaco, etc., que uniformizan, al enclavar a sus usuarios dentro de las “diferencias”.

Por otra parte, la tendencia a eliminar las divergencias se relaciona estrechamente con el concepto y la experiencia de igualdad, tal como se desarrolla en las sociedades industriales más avanzadas. En la sociedad capitalista avanzada, el concepto de igualdad es asimilado al de automatismo. De modo no expreso, se liman las excepciones, de forma que existe una norma subterránea que marca la media y las desviaciones, psicológicamente normalizadas, a costa de la “individualidad”. Hoy en día, “igualdad” significa “identidad”, tanto la identidad de las abstracciones como de los hombres que trabajan en los mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, pensamientos e ideas, y hasta leen los mismos periódicos. Así como la moderna producción en masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso social requiere la estandarización del hombre. Y a esa estandarización se le llama “igualdad”.

Además de lo anterior, hay otro factor “evasivo”, a la vez que alienante en la sociedad contemporánea, y es el papel de la rutina en el trabajo y en el placer. La inmensa mayoría del campo laboral contemporáneo es igual, funciona similarmente a lo señalado en párrafos anteriores.

Generalmente, en aras de la seguridad, el trabajador de hoy prefiere serlo por cuenta ajena, formando parte de la fuerza laboral y la burocracia de empleados y empresarios. Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la organización del trabajo, y los mismos sentimientos forman parte del baremo requerido: alegría, tolerancia, responsabilidad, ambición… y habilidad para llevarse bien con todo el mundo, sin inconvenientes. Hasta las diversiones se han hecho rutinarias.

Las editoriales seleccionan los materiales de lectura, y la administración de las salas cinematográficas, las películas que luego venden a los usuarios a través de la propaganda. El resto también es uniforme: las salidas del sábado por la noche, según “grupos de edad” a lugares propios de cada uno, los programas de televisión o las sucesivas modas en materia de diversiones. Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche, todas las actividades están regularizadas; son prefabricadas.

Una tercera manera de lograr la unión reside en la actividad creadora. En cualquier tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su material, que representa el mundo exterior a él. En todos los tipos de trabajo creador, el individuo y su objeto se “tornan uno”. El hombre se une al mundo en el proceso creador.

La unidad alcanzada por medio del trabajo creador no es interpersonal. La que se logra en la fusión orgiástica es transitoria. La proporcionada por la conformidad es una “pseudounidad”. ¿Cuál sería, pues, la solución más adecuada? Aquella que apunta al logro de la unión interpersonal, a la fusión con otra persona en el amor.

Hombre y amor: tipo de vínculos

El deseo de un tipo de relación encaminado a la unión amorosa con otro ser humano es el impulso más poderoso que existe en el hombre, y su incapacidad para alcanzarlo significa destrucción de sí mismo o de los demás. Pero ¿a qué llamamos amor? ¿Nombramos con esta palabra a las distintas formas de búsqueda de fusión en lo interpersonal, o reservamos quizás el término para referirnos a aquella forma específica de unión que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas filosóficos humanísticos de los que tenemos noticia a lo largo de nuestra historia oriental y occidental?

Quizás sería mejor hablar primero de las formas inmaduras o patológicas de relación, y dejar la palabra amor para expresar “aquel afecto activo que religa al hombre de nuevo con sus hermanos y con el mundo”.

La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la mujer embarazada y el feto. En la simbiosis psíquica, los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de vínculo de dependencia en el que la vida de uno se mantiene a expensas del otro, que a su vez, por tal modo de realización, se realiza y halla sentido.

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión (o, clínicamente, el masoquismo), que básicamente consiste en “formar parte de otra persona o sustitutos”. Este poder externo guía, dirige, protege… Es el “aire” que el sometido respira. Se exagera el poder al que uno se somete, ya se trate de una persona o un dios. (“Él es todo y yo no soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él”). En un contexto religioso, el objeto de adoración recibe el nombre de “ídolo”; en el contexto secular de la relación amorosa masoquista, el mecanismo esencial de idolatría es el mismo.

La forma “activa” de la fusión simbiótica es la dominación (o por utilizar también un término técnico, el “sadismo”). La persona sádica escapa de su soledad haciendo de otro individuo una parte de sí misma. Dominando, explotando, humillando y lastimando, se siente acrecentada y realizada, incorporando a otra persona, que “la adora”. En un sentido emocional profundo, ambas manifestaciones (dominio y sumisión) tienen en común la fusión sin integridad.

Hombre y amor: el amor productivo o “maduro”

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre, un poder que atraviesa las barreras que le separan de sus semejantes y lo une a los demás. El amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separación, y, no obstante, le permite ser él mismo y mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos. El amor es una actividad, no un afecto pasivo, es un “estar continuado”, no un súbito arranque. Este carácter activo del amor puede describirse diciendo que es fundamentalmente dar y no recibir.

Comúnmente, el acto de dar es sinónimo de empobrecimiento, sacrificio y renuncia y se supone a menudo que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del sacrificio. En otras ocasiones, solo se da si se recibe en el intercambio. Pero, para la orientación madura del carácter humano, dar constituye la más alta expresión de potencia, en la que el donante experimenta su fuerza, su riqueza, su poder, y por tanto, se siente vivo y dichoso.

Así, dar es una expresión de vitalidad.

Apenas es necesario destacar el hecho de que la capacidad de amar, como acto de dación, depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha superado su dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capacidad para lograr sus fines. En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y por lo tanto, de amar.

Además de lo señalado, existen una serie de elementos básicos comunes a todas las formas de amor. Estos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta la preocupación activa, no hay amor. El cuidado, la preocupación, implican otro aspecto del amor: la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para designar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario; es la respuesta personal de un ser humano ante las necesidades, expresadas o no, de otro ser humano. Ser responsable significa estar listo y dispuesto a responder. La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y afán de posesión, si no fuera por un tercer componente del amor: el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; quiere decir, de acuerdo con la raíz de la palabra (“respicere”: mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es, no como se necesita que sea, como un objeto para el uso particular. De este modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Es obvio que este solo es posible si se ha alcanzado independencia, si se puede caminar “sin muletas”, sin tener que dominar y explotar a nadie.

Respetar a una persona sin conocerla no es verdadero respeto. El cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento, y este estaría vacío si no lo guiara la preocupación. El conocimiento está relacionado con una necesidad de conocer “el secreto del hombre”. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de otros, más nos elude la meta de conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo de él. En su aspecto destructivo, desesperado, el intento de conocer los secretos utiliza la fuerza y la violencia para arrebatar ese último reducto. Aquí reside una motivación esencial de la profundidad y la intensidad de la crueldad y la destructividad, a veces motivados por el deseo profundo de conocer el secreto de las cosas y de la vida. Un niño, por ejemplo, puede desarmar o deshacer un objeto o matar un animal para conocerlo.

Sin embargo, en el camino del amor, el conocimiento supone la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface el deseo de conocer.

Existirían dos tipos de conocimiento: uno psicológico y mental y otro que va más allá de él y lo trascendente. Quizás en el hombre el primero sea previo al segundo, representado por el acto de amar, que trasciende el pensamiento, que trasciende las palabras. En el misticismo se renuncia al conocimiento de Dios con el pensamiento, y se lo reemplaza por la “experiencia de amor con Dios”.

El amor no es esencialmente una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un “objeto amoroso”. Si una persona ama a otra solamente, y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es total, sino un tipo de relación simbiótica o un egoísmo ampliado. Sin embargo, la mayoría de la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por la facultad. Puede compararse esa actitud con el hombre que quiere pintar, pero que en lugar de aprender el arte, sostiene que debe esperar el objeto adecuado, y que pintará maravillosamente bien cuando lo encuentre.

PALOMA DE MIGUEL