LA CRISIS DE LA ADOLESCENCIA

ÁNGEL PONCE DE LEÓN

Los varios millones de seres que pueblan las aulas desde escuelas infantiles hasta educación secundaria –esta última con casi un 30% de fracaso escolar reconocido– serán “gente joven” en estos principios del siglo XXI.

Hay, además, otra gran cantidad de jóvenes descensados escolarmente porque no han tenido, ni tienen, ni tendrán escolarización. Constituyen la masa crítica de las avalanchas migratorias que se avecinan.

La juventud, y de ella la adolescencia, es la etapa de la vida que vino en definir Anna Freud como “la segunda y única oportunidad que tiene el humano para modificar sus estructuras psíquicas”.

Con el advenimiento de sistemas políticos alejados de las dictaduras y la configuración de las sociedades llamadas “del bienestar”, se están produciendo y fomentando, desde las instancias del poder, cambios que afectan incluso a las tradicionales concepciones psicobiológicas del ciclo vital de los individuos.

Las etapas de la vida conocidas en función de su duración temporal como niñez, adolescencia, juventud, madurez y vejez, vienen siendo sustituidas por períodos sin límites claros, procesuales, con espacios transicionales que pueden llegar hasta los cinco o siete años. Así, un niño es sujeto de más cantidad de derechos reconocidos que hace algunos años, lo que le dota de un estatus social más sólido y obliga a la sociedad de los mayores a observar legalmente reglas que hasta ahora pertenecían al mundo de la normalidad sociopsicobiológica. La adolescencia se difumina por sus extremos entre un inicio precoz en una niñez madurada en el caldo de cultivo de información mediática tras la que suelen reconocerse intereses comerciales, y una juventud artificialmente alargada con el señuelo de su valor intrínseco, ejerciendo un efecto de acordeón, de empuje compresivo del adulto hacia la vejez oficial. Al joven no se le prepara para colaborar con el adulto en la construcción de una sociedad mejor, sino que se le insta a sustituirle, procurando un efecto de quitanieves, de amontonamiento en la cuneta.

La edad adulta es cada vez más corta y más preñada de responsabilidades, sean políticas, sociales, económicas o familiares. Al adulto en ejercicio se le imputan la mayoría de los defectos estructurales de la sociedad de consumo actual.

Quizá sea por eso por lo que estamos asistiendo al incremento de la vulnerabilidad de nuestros jóvenes a la influencias hechizantes de las ideologías anhistóricas, carentes de pasado, saturadas de un presente aproado hacia un después que en realidad no importa si llega a sustanciarse; se habla de “apostar” por el futuro en claro simbolismo de la renuncia al trabajo hecho paso a paso, con solidez y rigor.

A través de los conflictos neuróticos vemos que los llamados ímpetus generosos de la juventud están siendo movilizados por inconsistentes señuelos, tras los que se ocultan intereses económicos las más de las veces, que impulsan a la acción, una acción que enfrenta a la autoridad de los mayores con alto nivel de suspicacia y recelo, una autoridad, en suma, que es interpretada en clave de autoritarismo y dictadura como las más conspicuas señeras a derribar en nombre del valor emergente por antonomasia: la libertad.

Si bien el concepto de autoridad ha deambulado por el espacio-tiempo en un recorrido pendular, nunca como ahora se ha dicotomizado en las dos acepciones kantianas, esto es, autoridad como concepto puro o de razón y autoridad como producto empírico o de comparación. La actitud (posicionamiento dicen ahora) antiautoridad es asumida entusiásticamente por las generaciones jóvenes, respaldadas por ideologías políticas liberadoras, el miedo de los gobernantes a ser tachados de dictadores.

No podemos olvidar unos sistemas pedagógicos contaminados ideológicamente y ejercidos por un profesorado ingenuo y/o inseguro, en el que la pérdida de la autoestima es revelada desde un hastío que se manifiesta como tolerante y flexible cuando en realidad es la ausencia de recursos psicológicos y cobertura social tanto como la falta de una incardinación jerárquica que le haga sentirse firmemente respaldado en su acción educativa, lo que hace de aquel un ser inoperante y frustrado cuando no indiferente y acomodaticio. No es por casualidad que un alto nivel de incidencia y prevalencia de patologías de carácter psiquiátrico de pronóstico leve o moderado se dé entre el personal docente.

En la familia han venido apareciendo fenómenos similares. Desde situaciones de poder omnímodo del padre (tal vez más aparente que real y, en todo caso, basado en el hecho de que el sustento cotidiano provenía de aquel) se ha llegado a la aparición de un filiarcado con un enorme poder ejercido a través del chantaje, pues no otra cosa es el fomentar los sentimientos de culpa de una sociedad incapaz de ofrecer a los jóvenes un acogimiento cómodo, pacífico y con expectativas sanas, para una salud integral.

La falta de identificación con el progenitor procura la perpetuación de impulsos edipianos en estado de pureza, conservando todas las aristas y asperezas del instinto primario. Surgen los espíritus hipercríticos, se derrocan los mitos y los jóvenes se alejan del culto a los valores otrora trascendentes, cambiándolos por otros mucho más inmediatos y accesibles.

No puede extrañarnos que la realidad praxológica haya invadido los tradicionales mundos conceptuales del derecho, la sociología y la psiquiatría y estos, a su vez, intenten influir sobre la política social a través de las modificaciones precisas en el campo de la filosofía social. Y ello es así no porque las específicas características de los jóvenes lo aconsejen, sino más bien por imperativo de la economía que, entre otras cosas, no permite la emancipación total, la puesta en marcha de los mecanismos de toma de decisión y la asunción de responsabilidades como adulto total.

La adolescencia es un estado, ya no tan pasajero de la vida, que nos permite prolongar situaciones de indefinición personal, cuando no de absoluta falta de proyecto vital al amparo de una dinámica social que ha modificado sustancialmente sus esquemas y que no deja mucho sitio para la progresiva integración del joven con sus roles y estatus propios.