MARIO ROSO DE LUNA

JOSÉ CARLOS CORREAS

Generalmente, todo hombre que tiene una idea fija acaba convirtiéndose en extravagante para los demás. Lo mismo da que sea vegetariano, espiritista, teósofo, naturista…

Esta frase del propio Roso de Luna define muy bien el carácter del librepensador y cómo es visto por la sociedad que le ve crecer. Roso de Luna fue un “extravagante” de su época, un autodidacta enamorado del saber, un filósofo amante de la verdad, y sufrió y fue feliz por ello.

Gracias al trabajo de investigación de D. Esteban Cortijo, podemos acercarnos a la vida y obra de Mario Roso de Luna, un erudito, escritor prolífico, orador, ateneísta, editor, astrólogo, etc., un hombre del Renacimiento en los comienzos del siglo XX.

Su fidelidad a la que reconoció como su Maestra, Helena Blavatsky, y sus investigaciones en el terreno de la filosofía hacen de Roso de Luna un personaje imprescindible para comprender los primeros y tumultuosos años del pasado siglo en España. Vaya desde aquí nuestro homenaje a tan notable personaje.

Mario Roso de Luna nació el 15 de marzo del año 1872 en Logrosán, pueblo de la provincia de Cáceres, y murió a los cincuenta y nueve años en Madrid, el 8 de noviembre de 1931.

Su padre se llamaba José Roso y Bober, ingeniero nacido en Vinaroz (Castellón), que llegó a Logrosán para trabajar en el ferrocarril y, más tarde, en las minas de fosforita que por entonces se explotaban.

Su madre fue Jacinta de Luna y Arribas, nacida en Cabeza del Buey (Badajoz). Un dato que encierra un particular interés es, sin duda, el hecho de que fue su madre quien se encargó de su educación, y con relativa frecuencia nos recuerda las lecturas que le hacía de niño y las que posteriormente le comentaba y ampliaba cuando él supo hacerlo.

Roso estuvo en la escuela durante seis años, pues a partir de los catorce años estudiará por su cuenta en casa, sin profesor, una vez que pasó sus exámenes reglamentarios. Poco antes, exactamente en 1889, teniendo diecisiete años, sufrió una meningitis que le puso al borde de la muerte.

Quiso estudiar la carrera de Ingeniero de Caminos, aunque su familia le orientó hacia la abogacía. En efecto, en 1890, con dieciocho años, se matricula en Derecho, y cuatro años más tarde se doctora. Como abogado fracasa, según él por altruista, honesto e insobornable.

Fue la madrugada del 5 de julio de 1893, estudiando asignaturas de su carrera, cuando descubrió el cometa que lleva su nombre en todas las cartas astronómicas del mundo. La primera noticia del descubrimiento se publicó en el diario El Imparcial, en un artículo escrito por el director del Conservatorio de Madrid, Sr. Merino, que mandó copia a París y Kiel. Este artículo fue el que posibilitó después reconocerle a Roso de Luna la prioridad del descubrimiento, pues un astrónomo norteamericano lo descubrió el día 8, y uno francés el día 9.

El único comentario que se le ocurrió hacer, teniendo en cuenta su fracaso como abogado fue: “La astronomía y los cielos me dieron entonces lo que me negara la tierra; la dicha inenarrable de un descubrimiento científico”.

En el año 1899, cumplidos los veintisiete años, se casó con Trinidad Román en el pueblo de esta, Miajadas (Cáceres). Su noviazgo fue rápido y comenzó el día en que Roso vio a su futura mujer en las fiestas de Logrosán. Tuvieron dos hijos; el primero fue una niña llamada Sara; después nació un niño llamado Ismael. Sara será la mejor discípula de su padre, siendo modelo de mujer culta y de noble corazón, en una época en la que las mujeres eran consideradas inferiores y totalmente sujetas al hombre, ya fuera padre o marido.

En 1896 Mario Roso era el representante de la Cruz Roja en Extremadura. Y en 1898 viaja a París llamado por Toro y Gómez para colaborar en la realización del Diccionario Ilustrado de la Lengua Castellana. La Diputación de Cáceres, ante las cualidades tan destacadas de Roso le concedió una ayuda de estudios, y en el año 1901 se licencia en Ciencias Físicas.

A partir de ahora, empieza otra etapa en la vida de Roso de Luna. Fue en 1903 cuando trabó contacto con las doctrinas de Helena Petrovna Blavatsky –fallecida en 1891–. A partir de este año, dirá que se vio irremisiblemente arrastrado hacia su amada maestra.

Él mismo dice: “Conocí la teosofía en abril de 1903 e inmediatamente la hice connatural con mi vida misma, emprendiendo una labor intensa que si al exterior se encierra en los diversos artículos filosóficos publicados desde entonces, en el interior ha sido algo así como la revelación de que mi destino entero y mi éxito o mi fracaso se cifra por completo en ella”.

Antes de mudarse a Madrid, dedicaba horas enteras a prácticas científicas en el patio de su casa (este es el principal motivo de que sus paisanos le denominaran el Mago Rojo de Logrosán).

Es 1904 la fecha de la muerte de su padre y de su traslado a Madrid con su mujer y sus dos hijos. De su hogar extremeño, como él mismo dirá, solo trae la ciencia, el arte, su alma y un puñado de tierra. Y estos son los cuatro puntos cardinales de su vida.

A partir de su llegada a Madrid, Roso sigue dedicándose con verdadera pasión al estudio de las obras de teosofía, pero no se limitaba a ellas, sino que a la vez profundizaba constantemente en historia, astronomía, química etc., con la pasión y provecho de un autodidacta.

Mantuvo siempre una enorme dedicación Roso a la guitarra y al piano, que le ayudaron a mantener su pasión por la música. Fue un prolífico escritor de innumerables libros y artículos para revistas de todo tipo, y se puede disfrutar de su obra completa en la actualidad.

Desde 1904 está afiliado a la Sociedad Teosófica de Adyar, fundada en 1874 por H. P. Blavatsky. Y como tal miembro, debido a su preparación filosófica y científica, se le llama desde Buenos Aires a dar unas conferencias, en sustitución de Annie Besant, cosa que llevará a cabo de inmediato en 1909. Se embarcó pronto, recordando el pasado conquistador de los extremeños, dispuesto a una conquista espiritual más anónima y menos cruel de los habitantes del Nuevo Mundo y cuyo efecto más constante es el recuerdo que de él tienen aún en Sudamérica y los dos tomos de su obra Conferencias teosóficas en América del Sur, que publicó al concluir su viaje. Argentina, Chile, Uruguay y Brasil fueron los países que se beneficiaron de su enorme erudición y su brillante oratoria. Manuel Sánchez Pizjuán dijo de él: “No enumera, narra; no impone criterios, expone doctrinas; no imita a nadie, copia su propio estilo”.

Como conferenciante tenía un gran éxito donde quiera que fuese llamado, ya en Madrid, Sevilla o Barcelona. Para dar una conferencia sólo precisaba que le dejasen reflexionar quince minutos sobre el tema. Y su elocuencia era tal que muchos que acudían a oír sus disertaciones con ánimo de criticarlas salían desconcertados, reconociendo lo fundado de sus opiniones por más contrarias a sus principios que pareciesen.

Según relata el mismo Roso en una entrevista que tuvo con Annie Besant de la que no salió muy complacido, narra cómo del imperceptible roce de los anillos de ambos apareció un resplandor extraño que les hizo mirarse en silencio con una interrogación en los ojos que ninguno intentó verbalizar.

Siguiendo con la astronomía, la noche del 8 al 9 de junio de 1918 descubrió, antes que ningún otro astrónomo europeo, la última estrella temporaria aparecida entre las constelaciones del Águila y de la Serpiente, pero el entonces director del Observatorio de Madrid, Sr. F. Íñiguez, retrasó la noticia llevado por su disparidad filosófico-religiosa con Roso.

En 1931 fundó con sus compañeros de la rama Hesperia el “Ateneo Teosófico”, que conoció durante los meses que duró su presidencia un gran apogeo, al recibir a los personajes de todas las tendencias y establecer con ellos discusiones y conferencias públicas. Como tantas otras cosas, la guerra civil terminó con este club del libre pensamiento. También escribió numerosas obras que reunió bajo el nombre de La Biblioteca de las Maravillas.

Le negaron una cátedra prometida anteriormente por el Ministerio de Instrucción Pública, aun estando refrendada por trescientos catedráticos y ateneístas de prestigio. Uno de los ministros que negó tal concesión dio como única razón que Roso era budista. Cuanto tengo de budista –le replicará– es lo que él de moro, de hotentote o de indio.

Sin embargo, Roso de Luna era en general bien considerado en el mundo cultural de su tiempo. Fue citado por Menéndez y Pelayo como el mejor estudioso y explorador científico en Extremadura. Y entre otros personajes ilustres, era amigo de Bonilla y San Martín. Alterna en esta época de su vida las conferencias, los escritos (sobre todo, comentando las obras de H.P.B.) y las charlas en el Ateneo con los intelectuales de la época. A esas charlas acudían Valle-Inclán, Cajal, Emilio Carrere, Arturo Soria, Gómez Carrillo, etc. Con Pío Baroja se veía a veces.

Para todo el mundo tuvo siempre abiertas las puertas de su casa; vagabundos y bohemios, todos eran bien recibidos, con temor a veces de su pobre mujer, que no podía por menos que extrañarse al ver cómo su hogar se convertía en consultorio o puerta de convento.

Otra de sus cualidades fue la serenidad ante la muerte. No quiso lágrimas ni luto. El lunes, 2 de noviembre de 1931, cayó en la cama y ya no pudo ir ese día de reunión. Pidió que llamaran al Dr. Alfonso, y con los auxilios de este, se recuperó rápidamente e incluso quiso levantarse. El sábado recayó, y el domingo por la tarde cambió bruscamente su enfermedad, se puso muy grave y a las doce de la noche, sereno y tranquilo, murió. Las últimas palabras que pronunciara Roso antes de morir fueron un verdadero mensaje de amor y entrega a lo que fue su ideal durante toda su vida. Ante la tristeza de su familia y amigos, solo les decía:

Ningún hombre es indispensable. No me lloréis. De una sola manera honraréis mi memoria: ¡continuad mi obra…! ¡Superadla!