SOFOCLES

JOSÉ VALENTÍN

Lo que llamamos teatro no nace como diversión banal ni propaganda política o especulativa. Eso no es teatro, aunque se disfrace con su manto. El teatro nace al abrigo de ciertas pequeñas representaciones que, vinculadas a los Misterios del Destino y la Naturaleza, intentaban hacer partícipe al oficiante en los ritmos y procesos ocultos de la vida y de Dios.

Era una simbiosis interactuante de la danza, la literatura, la música, el mito, la escenografía y la representación. Estaba escrupulosamente guiado por expertos formados en los colegios iniciáticos. Era un proceso selectivo, pedagógico, catártico y vivencial. La talla de su grandeza e importancia puede medirse en los millares de teatros, millones de representaciones y centenares de dramaturgos que, desde Tespis a nuestros días y con mayor o menor fortuna, han propagado esta religión dionisíaca encarnada en disciplina artística.

El drama, posterior a la tragedia, tiene su origen en la Mansión de la Sabiduría Natural, o Segundo Logos de los antiguos, el eje sabiduría-vida del Espíritu Oculto. Su sentido, lejos del actual concepto de lo «melodramático», está vinculado a las acciones y aconteceres de aquellos que atesoran cierto idealismo, cierto cariz espiritual de la vida, y dan cabida, junto a la difusa selva de egoísmos, instintos y necedades, a ciertos principios y valores nobles y esforzados. Ello crea una tensión dramática, una puesta en escena de conflictos, nudos y situaciones límite que, en realidad, aunque a menudo nos falte capacidad para verlo así, está contemplada en el Gran Juego de la Naturaleza.

Etimológicamente, drama deriva de dráama, que significa precisamente «acción, negocio, asunto o acción representada», y al parecer se usaba especialmente para referirse a la representación dramática. Un estudio más profundo de la palabra nos muestra que su raíz viene del verbo dráoo, que significa algo así como hacerle algo a alguien por dentro, afectarle profundamente, en donde subyace una idea de responsabilidad del acto por parte del autor. Este verbo también se usa de forma general para referirse al obrar bien o mal.

Hay otra raíz que deriva de una de las formas verbales de tréjoo en su versión épica (Dramon), que significaría «lo que corrió», «lo que aconteció». Sinceramente, creemos que esto último no está directamente relacionado, aunque es interesante tenerlo en cuenta.

Podríamos decir que el drama nace con Sófocles, pues los autores anteriores son creadores de tragedias. De hecho, las primeras obras dramáticas conocidas de Sófocles se acercan notablemente al modelo esquiliano. De todos modos, los márgenes nunca van a estar del todo claros, y para muchos comentaristas Sófocles sigue siendo un trágico.

Desde los tres grandes dramaturgos o trágicos de la cultura clásica griega, Esquilo, Sófocles y Eurípides, las representaciones dramáticas han alcanzado perdurable fama y se han extendido prácticamente a todos los rincones y civilizaciones del planeta. Diversificadas en la trina división connatural de los antiguos, tragedia, drama y comedia han seguido distinto y desigual rumbo.

Sófocles. Biografía

La dilatada existencia de este gran autor dramático se extendió a lo largo del floreciente siglo V ateniense. Las fuentes literarias de que disponemos no coinciden en cuanto a la fecha de su nacimiento. La más probable parece ser la inscrita en el Mármol de Paros, que menciona los años 497-96. Natural de Colono, aldea del Ática, a diez estadios de Atenas, recibió una notable educación gimnástica y musical gracias a la posición distinguida de su padre, Sófilo, que poseía una fábrica de armas. En su juventud obtuvo premios en atletismo y, debido sin duda a su belleza física y dotes musicales, dirigió el coro de efebos que actuó en la danza triunfal con motivo de la victoria de Salamina contra los persas en 480 a.C.

Hay una hermosa leyenda, probablemente verídica, que muestra cómo Esquilo y sus hermanos se desenvuelven heroicamente en la batalla de Salamina, mientras Eurípides llega al mundo, recién nacido, y Sófocles niño encabeza el coro musical en las celebraciones triunfales.

Su vida corresponderá al período que sigue a las Guerras Médicas, en tiempos de Cimón y de Pericles, el más floreciente de su patria, justo antes del declive de Atenas.

Venció veinticuatro veces en los certámenes dramáticos, y en todas las restantes ocasiones quedó en segundo lugar. Nunca fue tercero, y el número de participantes llegó a ser considerable.

Conocemos con exactitud la fecha de su muerte gracias a una noticia facilitada por una biografía de Eurípides y al testimonio de Aristófanes. Según la biografía, Eurípides, al tener noticia de la muerte de su rival dramático, se presentó de luto en el teatro, y el coro y los actores actuaron sin coronas, en señal de duelo, en Las Dionisias del año 406. Los atenienses honraron su memoria elevándole un santuario y ofreciéndole sacrificios anuales como a un héroe.

Dotado de un carácter amable y conciliador, tenía un gran atractivo y era querido por todos los que le frecuentaban. Su espíritu religioso, ético y cívico, difícilmente podía ser superado. Él fue quien recibió la imagen de Asklepios, dios de la medicina, en su hogar, al introducirse su culto en Atenas, hasta que se le construyó un templo público. Compuso también un peán en su honor. Fundó una asociación de artistas con objeto de fomentar el espíritu creador, y fue sacerdote del culto a Herakles en uno de los múltiples santuarios locales.

Además de su amistad con los políticos Cimón y Pericles, contaba entre sus amigos al filósofo Arquelao –maestro de Sócrates–, al historiador Herodoto, al pintor Polignoto y al poeta Ión de Quíos.

Frínico, poeta, cómico, nos dejó esta imborrable semblanza suya: “¡Bienaventurado Sófocles, varón feliz y sabio, que murió tras larga vida, después de componer muchas hermosas tragedias! Tuvo un bello fin y no padeció mal alguno”. Años después se alzó, en el Teatro de Dionysos en Atenas, su semblanza ideal, la estatua de que probablemente es copia el majestuoso mármol del Museo Laterano, que le representa de pie, envuelto en su manto, en perfecta belleza. Y sobre su tumba, en las afueras de Atenas, una sirena simbolizaba el hechizo de su poesía.

Sus obras

Sófocles fue un autor fecundo, pero la historia no ha conservado sino una mínima parte de su abundante producción. Aristófanes de Bizancio da la cifra de 130 obras, y el léxico Sudas dice que fueron 123, aunque reconoce que otros autores incluyen más en la lista. De todo ello el capricho de la Fortuna y las tortuosas destrucciones del Tiempo nos han dejado solo siete obras dramáticas –como en el caso de Esquilo–, básicamente completas, además de numerosos fragmentos dispersos de los dramas perdidos, peanes y elegías y algunos versos del drama satírico Los sabuesos, en que se aprecia su habilidad en desarrollar temas saturados de inocente y contagiosa alegría.

Su carrera dramática empezó en 468, cuando ganó su primera victoria con Triptólemo, la leyenda del héroe eleusino que enseñó a la Humanidad los trabajos del campo.

Es difícil, por carecer de datos objetivos seguros, establecer una cronología de todas las obras conservadas. No obstante, con todas las reservas de la ignorancia y la ayuda de la investigación, vamos a intentar establecer una cuadro cronológico de amplio margen.

Como la mayoría de los clásicos griegos, probablemente se salvaron gracias a los archivos de Alejandría, cuyas copias estaban hechas según los textos oficiales guardados en Atenas. De Alejandría debieron de pasar a Constantinopla y de allí a la Europa renacentista, en versiones, suponemos, fieles al original.

En cuanto a los fragmentos conservados de las restantes obras, verdadera tristeza causa contemplar cómo tantos tesoros culturales se han perdido y hoy son apenas un título, una sentencia admonitoria, unas palabras de amor, el recuerdo de una diosa o un breve chiste. No nos resignamos a dejar de mencionar títulos como Nausicaa, que aparece en las aventuras de Ulises en La Odisea, Tántalo, eternamente condenado a suplicio, Las mujeres de Micenas, Tereo, Filoctetes en Troya (sin duda, la continuación de Filoctetes), Dionysito entre los sátiros, El niño Herakles, Fedra, Dánae, Tiro, Las cortadoras de raíces (en que interviene Medea y que versaba probablemente sobe hechicería), Ulises enloquecido, Los frigios, Las espartanas, Ayax el locrio o Peleo. Como vemos, apenas unas migajas del festín heleno han gestado ese gran espectáculo que llamamos teatro, y que con frecuencia se arrastra, desnudo de grandeza, lejos de su sagrado origen.

Sófocles, discípulo de Esquilo y creador del drama

En un mundo en que las rivalidades y envidias intelectuales son frecuentes, sorprende la excelente relación que Sófocles sostuvo con sus dos directos rivales en los certámenes dramáticos. De hecho, conservamos una simpática leyenda en que Aristófanes muestra, en Las Ranas, la peregrinación de Dionysos al Hades en busca del mejor de sus dramaturgos. En el Hades, el viejo Esquilo ocupa el trono de la tragedia. Cuando Sófocles llega, le besa y le da la mano, y a su vez Esquilo le hace lugar en su trono. Así los encuentra el dios que rige y tutela las representaciones dramáticas, el misterioso Dionysos o «Zeus de Nisa».

Las obras iniciales de Sófocles conservan un aroma que recuerda fuertemente a Esquilo, al que debió considerar a un tiempo su maestro y rival, aunque a la edad temprana de veintiocho años lograse vencerle por vez primera con su Triptólemo.

Desconocemos si existió una vinculación directa entre Sófocles y los llamados Misterios Eleusinos, tan importantes en la obra de Esquilo. En el caso de Sófocles, a juzgar por la huella que dejan en su obra dramática y en su pensamiento filosófico, nos atreveríamos a decir que nos hallamos en presencia de un no Iniciado, pero sí discípulo o continuador de las columnas fundamentales del pensamiento mistérico, unido a un fuerte sentimiento religioso y a un marcado anhelo de superación espiritual de la Humanidad. Sófocles no es Esquilo, pero de alguna manera, sigue su estela. Esto es tanto o más palpable en sus últimas obras, en que si bien ha consolidado un estilo formal propio diferente al de Esquilo, menciona incluso explícitamente las ceremonias de Eleusis y hace desaparecer a Edipo en el interior de una caverna de sospechosa filiación iniciática, tras ciertos ritos de purificación.

Su drama, al igual que la tragedia esquiliana y en general todo el teatro, fue visto en la Antigüedad como una suerte de juego o metáfora sagrada, vinculado a la enseñanza dionisíaca, que mezclando las alegrías, tristezas y aconteceres de nuestra vida, nos señala un sendero más allá del dolor y de la esperanza, de los pesares y amores fugaces, que trasciende y asume a un tiempo todas nuestras vicisitudes. Sófocles va a añadir a esta sabia receta griega, a este licor de fuerte sabor, la divina proporción y mesura tutelada por la divinidad complementaria, Apolo.

Así, en la corrección, en la precisión pedagógica (a veces es también Atenea), en la inexcusable necesidad del castigo o de la purificación, y en la tan importante presencia del oráculo, o del adivino, ambos, ejes radiales o axis mundi específicamente vinculados a él, Apolo parece guiar el encauzamiento y correcto aprovechamiento del desbordante entusiasmo dionisíaco en los precisos canales creados para el hombre y en sus correspondientes funciones. Cuando no parece cumplirse así, sobreviene el error y el inevitable dolor. Todo esto ya estaba en Esquilo, pero aquí aparece más simple y evidente.

Hay que destacar también en Sófocles su habilidad como actor, que tuvo oportunidad de encarnar papeles tan distintos como el de experto jugador de pelota en su propia obra Nausicaa y el de tañedor de lira al representar el papel de Támiris en el drama de idéntico nombre.

Concepción dramática: equilibrio y sabiduría natural

Pensaba Aristóteles que los artistas se dividen básicamente, atendiendo al contenido de sus obras, entre los que hacen con su arte mejores a los hombres, los que no los afectan significativamente y los que los hacen peores o envilecen. Entre aquellos que Aristóteles considera que dignifican con su arte la condición humana, él cita expresamente a Homero, Esquilo, Polignoto y Sófocles.

Si la grandeza y la majestad fueron la estampa decisiva de la obra de Esquilo, el equilibrio entre diversas ópticas enfrentadas dialécticamente y la sabiduría que parece englobar y acoger desde una perspectiva más amplia la mirada de los protagonistas suponen las notas más significativas del teatro de Sófocles. Sabiduría natural y equilibrio son los pilares en que fundamenta su acción.

La inspiración dionisíaca

Al igual que la tragedia y en general el resto del teatro, el drama se consideraba en la Antigüedad tutelado o gobernado por el cetro-tirso del dios Dionysos.

Se trata de una divinidad demasiado compleja para ser fácilmente resumida aquí. Dios del fuego que duerme en el interior de la Tierra, del vino, de la vegetación, del calor húmedo, de los placeres, de las ventajas de la civilización y hasta, en cierta clave, Deidad Suprema, recibía el nombre de «ditirambo» (el dos veces nacido) que, como vemos, también se aplica a una breve pieza teatral.

Se asocia especialmente al entusiasmo y furor divinos, esa especie de intuición inefable de que todo está en nosotros, de que late también un dios allá en el más profundo estrato de nuestro corazón. El vino sería una especie de pórtico artificial que en determinados momentos, guiados por un oficiante y a dosis controladas, mezclado probablemente con agua y otros aromas y hierbas hoy desusados, ayudaba a los menos capaces a entender y sentir por un momento esa inexpresable comunión universal. El significado que se le dio siglos después, bajo la forma de Baco y vinculado –no siempre– a orgías y depravaciones varias, es simplemente improcedente.

No resulta fácil explicar por qué este es el dios del teatro. De alguna manera, los antiguos debieron concebirlo asociado a todo este bloque de significados. Quizá la hermosa ficción del teatro pretendía mostrarnos, en una suerte de embriaguez o golpe de efecto suprarracional, esa otra ficción que es el mundo, en la que a diario nos hallamos atrapados. Una farsa en el interior de otra Farsa. O quizá esté estrechamente relacionado a su sentido de «dos veces nacido» y el teatro se concebía como una suerte de popularización de los «Misterios Menores» que preparaban paulatinamente a los espectadores a la posterior vivencia de los Misterios Mayores y a la muerte-renacimiento iniciáticos. En cualquier caso, solía haber estatuas, templos y ofrendas votivas dedicadas a Dionysos en los más importantes teatros de la Antigüedad.

No existe la musa del drama, función que desempeñaba la misma que en la tragedia, Melpómene. Se suele representar como una matrona majestuosa calzando el coturno. En una de sus manos sostiene cetros y coronas, y un puñal en la otra. Se halla rodeada de fortalezas, mausoleos, armas y ramas de laurel, y su porte es tan triste como orgulloso.

Se suponía que el dios, y a veces la musa, inspiraban al trágico o dramaturgo.

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Todo un admirable pórtico de escenificaciones y realización catártica que invita a su transposición y a la participación activa en el papel que el enigmático dígito de algún «Dramaturgo Celeste» ha elegido para todos nosotros en una suerte de indescifrable capricho.

Si así es, si cada instante de nuestras vidas es la misteriosa puesta en escena de un drama mágico de insospechable resolución, abracemos nuestro destino, tragedia o comedia, y que se abra el telón, porque debemos encarnar fielmente y con dignidad nuestra esencial acción, desarrollo o controversia.