LA FILOSOFIA DEL ARTE

 

CONSTANTINO FERNÁNDEZ

Una de las situaciones más confusas que enfrenta la filosofía académica actual es la de los fines de la filosofía del arte, es decir: ante una obra artística, como un poema, o una escultura, o una catedral, una danza o una interpretación musical, cuál será la misión de la filosofía. Es lo mismo que preguntarse cómo debe enfrentar el pensamiento las cuestiones acerca de la belleza. Del pensamiento son los límites, las formas, las clasificaciones, las comparaciones. De la belleza es la vivencia, lo inapresable, el espíritu sutil que escapa a todas las definiciones.

¿Cuáles serán, nos volvemos a preguntar, los objetivos de la filosofía del arte? ¿Establecer los cánones, por ejemplo, por los que se afirme que un cuadro es bello y otro no lo es? ¿Dictar las medidas para la poesía, fuera de las cuales el verso sea condenado al destierro de lo feo? ¿Fijar las formas musicales que «encierren» la belleza y la armonía, y limitar así los innumerables caminos, casi infinitos, que el Logos ha dispuesto para la Belleza-Una? Podríamos decir, en boca de Shakespeare, que «las palabras de Mercurio parecen chillonas después de los cantos de Apolo». Mercurio es el pensamiento; Apolo, el arte. Sea prudente el pensamiento al tratar de limitar el arte. Sea cauto y reservado el hombre al tratar de establecer límites a lo increado.

Existen «formas áureas», proporciones, relaciones de colores, ritmos, modos musicales, etc., que, efectivamente, reflejan con perfección el etéreo fulgor de la belleza. Pero limitar el número de estas formas, o establecer pautas racionales que tracen el límite de lo bello y lo feo es otra cosa.

Aunque la voz de Mercurio sea chillona después de los cantos de Apolo, también es cierto que Mercurio otorga el don de la oratoria, el fuego sagrado en el verbo del orador. Y este es también un arte que Apolo, patrón de todas las musas, acepta complacido. La filosofía del arte, entre otros objetivos, podría ser portavoz racional de la belleza. Sin querer apresar o limitar, puede vestir racionalmente la gloriosa desnudez de la intuición artística. El filósofo puede tratar de entender todo aquello que le rodea y encaminarse a la Verdad, guiado por el rayo del hecho artístico, por las huellas de la belleza.

En este sentido, quizás dos de los más grandes filósofos del arte hayan sido Platón y Plotino. Ambos eran filósofos y poetas. Ambos expusieron las profundidades de la filosofía según los cánones de la perfecta belleza. Ambos aleccionaron a sus discípulos para usar la belleza y el amor como un trampolín para el entendimiento de las más difíciles verdades. (¡Cómo resuena en nuestras almas la melodiosa enseñanza de Platón, de que aquello que nos sustenta en esta tierra de mentiras es la belleza que muestra, como en un espejo, la Naturaleza!).

También la filosofía del arte puede plantearse el objetivo (como lo hizo el genial ideólogo inglés de principios de siglo, John Ruskin) de hacer accesible a la mente la obra artística. Es decir, crear una escalera mental que eleve nuestra conciencia a un punto en el que podamos recibir el rayo de la belleza presente en una determinada obra artística. O proporcionar una llave para entrar en el reino de la creatividad artística. O incluso enseñar el «lenguaje» con el que una obra artística deja de ser un misterio, hasta convertirse en libro abierto de radiante esplendor.

Por ejemplo, contemplando el Partenón, o la Gran Pirámide de Gizza, podemos sentirnos conmovidos, alucinados, pero también confusos al no saber el porqué de esta sensación tan indefinida. Sin embargo, si nos explican, por ejemplo, que la pirámide es una representación de la montaña mágica, que en sus medidas se reproducen las estructuras septenarias y las proporciones del sistema solar, que sus caras son ligeramente cóncavas, para repetir conceptualmente la concavidad de las paredes del universo, que sus tres cámaras (más las otras cuatro, que dice H. P. Blavatsky que la ciencia encontrará), alineadas en un eje vertical, reproducen los centros pulsantes que «crean» o sustentan los tres mundos (las tres regiones del universo: físico, psicológico-mental y espiritual; o simbólicamente, Cielo, Tierra y Aire); si nos enseñan que el simbolismo de la pirámide es el mismo que el del fuego, y que esta reproduce la jerarquización de fuerzas y de entidades que existen en la Naturaleza, que cada pirámide estaba consagrada a una estrella… todas estas ideas, todos estos conceptos y enseñanzas construyen en nuestra alma un templo de ideas, de «materia mental», con el que recibir más dignamente, y de un modo más útil, el divino resplandor de la belleza, cuando contemplamos esta pirámide. Esto es, sin duda, filosofía del arte.