JESÚS LORENTE CAMPOS

Esta inquietante religión, surgida en el país occitano, tiene profundas raíces en las que apoyarse, y que nos sirven para entenderla mejor.

El catarismo es una forma religiosa que cree en la existencia de dos principios: el principio del Bien y el principio del Mal. Por lo tanto, forma tronco común con todas las religiones llamadas dualistas, y es en ellas donde hay que buscar sus orígenes.

Los cátaros creían en la reencarnación como medio de perfeccionamiento para poder regresar al mundo del espíritu. ¿De dónde tomaron esta creencia? Parece ser que se basaron en dos fuentes. Por una parte, en el budismo, fue incluido por los maniqueos en su doctrina sincrética. Y por otra parte, en el druidismo, que tuvo uno de sus focos más importantes de implantación en la región del Garona, al igual que los cátaros posteriormente. Pero no solo compartían con los druidas la creencia en la transmigración de las almas y en la reencarnación tras la muerte. También aceptaban ambos la práctica de suicidios sagrados.

Uno de los puntos más delicados en lo referente a los antecedentes y orígenes cátaros es su relación con el cristianismo. Para unos, el catarismo, al igual que el valdinismo, contemporáneo y coterráneo suyo, es simplemente una herejía más dentro del cristianismo. Para otros, sin embargo, se trata de una religión al margen de la cristiana, que tiene con ella algunos elementos en común.

Aceptan la figura de Cristo, pero niegan rotundamente que fuera un hombre de verdad. Jesús, puesto que es Hijo de Dios, o al menos su mensajero, no pudo tener ninguna relación con el mundo de la materia. Para los cátaros, su encarnación no es, pues, más que un símbolo. Por lo que se refiere a la misión de Jesús, esta consistía en revelar a los hombres que, adorando al Creador, a ese personaje terrible que describe el Antiguo Testamento, era en realidad a Satanás al que rendían homenaje sin saberlo.

Nuestra Señora tampoco fue jamás una mujer de carne y hueso, sino solo un símbolo: el de la Iglesia, que acoge en ella la palabra de Dios.

Consideran, en franca oposición con el cristianismo, que el credo, en tanto que atribuye a Dios la creación del mundo, comete un tremendo error del que se derivan todos los demás. Rechazan los sacramentos, considerando especialmente la eucaristía y el matrimonio como dos monstruosidades. El primero porque pretende encerrar a Dios en un trozo de materia, y el segundo porque su objeto es la procreación, que precipita a las almas en las desdichas y limitaciones de este mundo.

De los puntos que comparten ambas formas religiosas, los más importantes son dos. En primer lugar, la admisión de la validez de los Evangelios, principalmente el de san Juan, en el que Cristo aparece menos como un personaje histórico que como el Verbo eterno de Dios, luz del espíritu enviada a las tinieblas de la materia. En segundo lugar, la aceptación de la veracidad del Apocalipsis, al anunciar la destrucción del mundo material y la instauración del Reino del Espíritu Santo o Paráclito.

A los «simpatizantes» solo se les pedía que escuchasen la prédica y que
practicasen el «mejoramiento», que consistía en arrodillarse ante el paso de un perfecto, pidiéndole la bendición y la absolución.

Los «creyentes», además, debían practicar la caridad, la humildad, el perdón de las ofensas y, sobre todo, la veracidad. Se les instruía en el secreto del Pater, que habían de recitar cada vez que comiesen o bebiesen. Los cátaros creían que el Pater había sido la plegaria de las almas antes de la caída, que una vez precipitadas en la materia habían perdido la potestad de decirla y que su recitación era un primer paso hacia la reintegración. Pero el creyente, antes de recibir la sagrada oración, debía someterse durante largos meses a las mismas prohibiciones que los perfectos. Además, debían practicar de vez en cuando la confesión pública.

Pero lo que hace del creyente un «investido», un «perfecto», es el único sacramento del catarismo, el consolament. Para poder recibir el consolament, los aspirantes debían ser iniciados. A través de la iniciación se le iba revelando al fiel, de un modo progresivo y según su grado de aprovechamiento espiritual, una doctrina esotérica que, como tal, era mantenida en secreto por los «buenos hombres».

De los escritos secretos de los cátaros, dos han llegado hasta nosotros, el Libro de los dos principios, de clara inspiración maniquea, y La cena secreta, en que el apóstol Juan pregunta a Jesucristo, el cual le revela que su nacimiento, su bautismo y su crucifixión son simples imágenes de significado esotérico. Además, la iniciación cátara comprendía el conocimiento de técnicas de éxtasis para separar el alma del cuerpo, semejantes a las del yoga hindú.

El consolament era llamado así porque confería el Espíritu Santo, al que san Juan da el nombre de Paráclito, es decir, Consolador. Para los cátaros este sacramento se oponía al bautismo católico, y constituía una ordenación del iniciado, que desde ese momento tenía la facultad de absolver los pecados, expulsar los demonios y dar a su vez el consolament. Este llevaba consigo tantas y tan pesadas obligaciones que, por lo general, solo se administraba a la hora de la muerte a aquellos fieles que no tenían una vocación a toda prueba.

El ritual del consolament es muy sencillo. En un sitio apartado, un perfecto vestido de negro y ceñido por el cordón (este era el atuendo de los investidos antes de la persecución; posteriormente, solo usaron una cuerda de lino o de lana, los hombres sobre la camisa y las mujeres sobre el cuerpo, bajo los senos) instruye al postulante sobre el sentido, la naturaleza y los efectos del bautismo espiritual que va a recibir, así como sobre los duros deberes que va a contraer. A continuación, le pregunta: «Juan (o Juana) (que es el nombre tipo que el ritual cátaro da al nuevo iniciado), ¿tienes la voluntad de recibir este santo bautismo de Jesucristo bajo la forma en que se os ha revelado que era dado, de conservarlo todo el tiempo de vuestra vida con pureza de corazón y de espíritu y de no faltar a ese compromiso sea por el motivo que fuere?». Y entonces el postulante responde: «Sí, tengo voluntad de ello». A continuación, el oficiante le pone encima de la cabeza el libro de los Evangelios, mientras que los fieles presentes le imponen la mano derecha. La ceremonia termina con la recitación del Evangelio de san Juan.

El postulante es ya un perfecto, un miembro del clero cátaro. Pero, a diferencia del clero católico, no está consagrado, es decir, no puede bendecir, ni absolver, ni consolar a los fieles si se encuentra él mismo en estado de pecado.

Este compromiso personal de perfección hace del consolament un acto trascendente. Conscientes del hecho, los cátaros instauraron un sustituto, la convinenza. Los fieles deseosos de ser consolados, pero a los que su estado les conducía a hacer el mal (por ejemplo los hombres de armas), podían hacer ante un perfecto una simple declaración de intenciones. Hecho esto, se les podía consolar en el momento de la muerte, incluso si estaban sin conocimiento. Pero si salían con vida, no quedaban ligados por el voto, a menos que se comprometiesen de nuevo. Y si bien se rogaba para que lo hicieran, no se ejercía sobre ellos la más mínima presión en este sentido.

Hay en la doctrina y en el ritual cátaro una situación que, dado su carácter definitivo, ha llamado mucho la atención de los autores que se han ocupado de esta religión. Se trata de la forma de suicidio ritual que los albigenses han denominado «endura».

Se podría pensar, dada la visión pesimista del mundo que sostenían, que era una forma rápida de librarse de un cuerpo y una vida a la que no tenían ningún apego. Nada más lejos de la intención de los escasos perfectos que practicaron la endura. Para ellos era un paso que era preciso dar cuando se había llegado a un nivel evolutivo espiritual tal que ya no se podía seguir avanzando atado a un cuerpo material.

Lo normal era que, al practicar la endura, no se llegara a la muerte, sino que se realizara un ayuno prolongado de unos dos meses de duración. Pero cuando se practicaba hasta sus últimas consecuencias, se llevaba a cabo de cinco formas distintas: por un prolongado ayuno, abriéndose las venas, sumergiéndose de modo alternativo en baños de agua caliente y fría (así morían de congestión pulmonar), arrojándose por un precipicio o envenenándose.