¡Helios! Portaestandarte
de Dios, padre del arte,
la paz es imposible, mas el amor eterno.
Danos siempre el anhelo de la vida,
y una chispa sagrada de tu antorcha encendida
con que esquivar podamos la entrada del
Infierno (…)
………………………………………………………………….
que hallen las ansias grandes de este vivir pequeño
una realización invisible y suprema;
¡Helios! ¡Que no nos mate tu llama que nos quema!
Rubén Darío
Escribió el injustamente olvidado Felipe Trigo, autor heterodoxo de la Generación del 98, en Crisis de la civilización: «sería también la solemne ocasión de revisar y reafirmar la legítima e impávida verdad de nuestra fe y la heroica y urgente necesidad de levantarla enhiesta, alta, muy alta, altísima, más alta que jamás, para nosotros mismos hoy y mañana. Y para que también mañana, al menos, la puedan ver, como bandera de gloriosa y redentora Humanidad, como estrella de la vida». Europa se derrumbaba estremecida por el huracán de una guerra civil (1914-1918) y era necesario un rearme moral que mantuviese íntegro al hombre en medio de los desastres del mundo en que vivía.
Esta conciencia había surgido ya quince años antes en España ante las consecuencias de la pérdida de las últimas colonias, la desmoralización general y la falta de rumbos claros hacia el futuro. Inteligencias esclarecidas y fuertes voluntades se habían erguido desafiantes y sostenían con su tamaño moral el alma de España: Unamuno, Azorín, Jacinto Benavente, Mario Roso de Luna, Valle Inclán, Felipe Trigo, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, Concha Espina, los hermanos Quintero, Blasco Ibáñez, Ramón y Cajal, los pintores Zuloaga y Sorolla, el escultor Benlliure, los poetas Antonio y Manuel Machado.
Los precursores: almas bañadas en una gracia divina, como Giner de los Ríos en sus misiones pedagógicas, que buscaban liberar la educación del monopolio de la Iglesia. El heraldo: el sincero Azorín, que tímidamente esboza, percibe en lo cristalino del alma la existencia de una nueva juventud que puede hacer renacer a España de sus cenizas. El alma de la Generación, (1) Rubén Darío, el amado de las musas, que trajo el impulso creativo de las jóvenes y pujantes Américas y los moldes de pensamiento y palabras del París vibrante.
Ya el Cicerón de España, Emilio Castelar, había proclamado en sus ardientes discursos que la España profunda es la que renace y surge ante las dificultades como el fénix. Castelar afirmaba que es la muerte, aparente, la que hace renacer a España y, desde luego, en 1898 clama el alma de la patria por una renovación profunda, desde sus prohombres, a los que luego llamó Generación del 98.
Sabemos con certeza que muchos de los autores de la Generación del 98 tuvieron relación directa con la teosofía o con la ideas de la misma: Roso de Luna fue el más ardiente discípulo español de Blavatsky, Valle Inclán dedica varias de sus obras al ocultismo teosófico y en La lámpara maravillosa divulga todo su programa de estética metafísica; Rubén Darío fue teósofo, Blasco Ibáñez tuvo como íntimos a cargos directivos de la Sociedad Teosófica, etc.
Pero insistir en esto sería justificado motivo de un artículo entero. Es importante reconocer, sin embargo, que incluso los que no tuvieron sino relación indirecta con esta teosofía llenaron su alma de su vivificante impulso: Unamuno, Pío Baroja, Felipe Trigo o Concha Espina pulsan su alma con su viento, y con su música de ideas renuevan la esperanza de los corazones españoles.
Pero ¿cuáles son las características de estos autores? Son más que escritores, son humanistas. Entre ellos hallamos un nobel de literatura, como el dramaturgo Benavente, pero también de medicina, como Ramón y Cajal. Ideólogos como Unamuno y Felipe Trigo y también polígrafos y eruditísimos, como Roso de Luna. Poetas y místicos como Valle-Inclán y Concha Espina. Pero lo que importa es su anhelo profundo, explícito o no, de renovar a España.
Todos castigaron con el látigo de sus palabras la tiranía y la manipulación de las conciencias, pero también todos laboraron por una nueva visión del hombre, y por lo tanto, por un hombre nuevo, cada uno según las cualidades de su alma.
Su reforma fue la de las ideas. Más tarde serían necesarios hombres que viviesen responsables de esa nueva visión de España. Ella se les representa a través del paisaje, elemento fundamental en esta Generación. Los paisajes descritos no son solo el escenario donde desarrollan sus novelas, poesías, discursos; es mucho más: los paisajes se convierten en estados del alma. Es viajando por sus tierras e impregnándose de sus emanaciones como van estos autores tomando conciencia de la realidad de España, de sus sufrimientos y de sus infinitas posibilidades de regeneración.
Unamuno insiste, por ejemplo, en que es a través del paisaje como el español puede empezar a tomar conciencia de su patria, que este le va a llevar a la percepción del sentido de nuestra Historia. Esta intrahistoria, como él la llamaría, se percibe en la sangre que corre por las venas, en el azul de nuestros cielos, en nuestros castillos enclavados sobre la roca, como naves de piedra desafiando los siglos. Roso de Luna –como también Azorín, Valle Inclán, Unamuno o Pío Baroja– la recorre incansablemente y proclama su responsabilidad histórica.
Los pintores de esta Generación, como Sorolla, describen la España tradicional. Sorolla es el pintor de la huerta levantina, de la luz blanca, que ciega y juega en las espumas de su mar. Pintó para la biblioteca de la Hispanic Society un mural de más de trescientos metros cuadrados con temas representativos de las regiones españolas, en catorce paneles.
Unamuno, desterrado, se instala en Hendaya, en la frontera con Francia, para poder caminar por tierra española y embriagarse de las estrellas que muestra su cielo. El paisaje vibra también, con melancolía y gravedad, en los escritos de Baroja. Es quien más se hizo eco del vigor de su tierra y de su mar: «El agua, verde y blanca, saltaba furiosa entre las piedras; las olas rompían en lluvia de espuma, y avanzaban como manadas de caballos salvajes, con las crines al aire».
Él es el bardo de los euskeras, obligado a escribir en lengua castellana para cantar al mundo el brío y la sencillez de sus gentes. Sobrecoge escuchar a Pío Baroja –se conservan grabaciones históricas– su famosa invocación en la cueva de Zugarramurdi (2).
«…Ahora, en este momento en que toda la vida oscura de la Naturaleza palpita en el misterio; en que se oyen los mil ruidos furtivos de la noche; en que el agua de este arroyo va llevando su canción mixta de alegría y queja al mar… Ahora que en el negro cielo tiembla una estrella de plata; ahora que el terrible Basojaun lanza su mirada roja por entre las ramas del bosque; en que la Leheren Surgía, de las cuevas pirenaicas, extiende sus siniestras alas por el aire, y la corneja lanza su grito agorero en las selvas; ahora el poeta oye la voz de la soledad, la voz del silencio, que se levanta como la vaga niebla del amanecer, y dice a sus vasallos, a la terrible fauna que puebla el inquieto imperio de la noche: ¡Hadas! ¡Silfos! ¡Sorguiñas! ¡Basojaunes! ¡Lamias!, que peináis vuestros cabellos de oro en los arroyos de Zugarramurdi (…) Y cuando Cupido, en combinación con Morfeo, haya dormido los espíritus de nuestras beldades…, vosotros, hidalgos, caballeros, gentileshombres, velad su sueño, defendedlas contra las hidras y los dragones que vagan en la noche y arrancad las alas de las mariposas y cubrid con ellas delicadamente sus pupilas para que no las dañen los rayos perniciosos de la luna…».
Concha Espina, «la dama de la Generación del 98», no describe, más parece que borda los paisajes con hilos finísimos de brillantes colores. Pero entreteje el alma en sus imágenes con tal maestría que sus cuadros se muestran vivos y palpitantes. En España ya no se reeditan las obras de Concha Espina, ni siquiera La esfinge maragata, quizás la obra maestra de la literatura femenina en lengua castellana. En ella describe las penalidades de las mujeres maragatas (de Astorga, León), con unos maridos itinerantes que las «visitan» una vez al año, sembrándolas nuevos retoños, para compartir el fatigoso laborar de una tierra estéril y sin hombres que la trabajen:
«Ahora, bajo este cielo fuerte y alto, en este paisaje sin contornos, llano y rudo, arisco y pobre, en esta senda parda y muda donde la tierra parece carne de mujer anciana; aquí, en la cumbre de esta meseta dura y grave, como altar de inmolaciones, tiene la vieja maragata aureola de símbolo, resplandor santo de reliquia, gracia melancólica de recuerdo; su carne, estéril y cansada, también parece tierra, tierra de Castilla, triste y venerable, torturada y heroica. Diríase que, en murmullo de remotas bizarrías, pasa con sigilo por la llanura un hálito ancestral de evocaciones, haciendo marco insigne a la figura legendaria de esta mujer».
Y si sus fértiles tierras, si el azul intenso de sus mesetas castellanas, si la capa de lluvia encantada de la verde Galicia, si el sol en los naranjos de Levante, la luz que ciega, desierto y mar de las costas de Almería… son Ella, la Virgen de los Cielos, prendida de las tierras de España, ¿quién es Él; la representación viril y heroica del espíritu español, una imagen de su fe irracional, de su espíritu de aventura, del desprecio de la muerte y del culto a la dama? ¿Dónde hallaron las almas de la Generación del 98 la imagen viva del peregrino, del eterno enamorado despreciador de fatigas, del siempre erguido y vigilante? No fue difícil. Otro hijo de la espada y las letras, don Miguel de Cervantes, les había entregado una imagen con perfiles diestramente definidos del espíritu de España. Otra Generación del 98, en la pluma de Cervantes había dibujado al Caballero de la Triste Figura, al Caballero de los Leones, a don Quijote, don Quijote de la Mancha.
Él es, sin duda, el símbolo nacional que esta Generación elige como clave de la regeneración moral, como héroe que guíe todos sus esfuerzos. Sus virtudes, su espíritu de desafío y cordialidad, el esqueleto intacto de su moral interna serán los que tracen los caminos de una nueva juventud.
Rubén Darío le canta en versos inmortales; él, sólo él podrá devolver la imaginación, la vida, la luz, las alas al alma y la firmeza en el caminar. Él, «divino Rolando del Sueño», será el que devuelva la fe y la esperanza a los «hambrientos de vida», a los de «alma a tientas y fe perdida». El poeta le canta, le invoca en un canto desgarrado, para que renueve a España, para que de nuevo conquiste para el ideal los corazones del orbe:
«Rey de los hidalgos, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón.
Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad…».
Concha Espina le dedica largos fragmentos de sus obras. Y escribe Las mujeres del Quijote, obra de exquisita belleza en la que se retratan Dulcinea, la luz de su ideal, la dama de sus altos pensamientos; Dorotea, la «reina de las abejas»; Zoraida, la «rosa de pasión», «hermosa como el sol de mayo en el rubor del amanecer»; la duquesa, «Diana cazadora de los bosques»; y la sobrina y el ama, «violetas de la paz y de la muerte». En este libro se halla uno de los textos más sublimes de la lengua castellana, y es el que describe la transformación del buen Quijano en el Caballero de la Mancha:
«La noche fue siempre el reino de las almas profundas y vigilantes, la cumbre de la más alta meditación, el blando reclinatorio de las plegarias, el espejo más puro de lo sobrenatural (…) En estas horas de soledad y de misterio se nutren las almas escogidas de singulares revelaciones, de altos pensamientos que sobrepujan lo humano y traen como un sabor a lo divino; en estas horas tienden los ángeles su escala entre el cielo y la tierra, se abre la puerta de los sueños, dice el amor sus «escuchos» y buscan los héroes el camino de la inmortalidad.
Así, Don Quijote, pálido y ansioso, de cara a las estrellas, con los ojos mojados en lágrimas, siente brotar de su pecho mil voces íntimas que le empujan fuera de sí mismo, a través de la noche, por encima de las lindes prosaicas en que yace. Una plenitud espiritual, una oscura impaciencia, un ímpetu desbordado y generoso le tiemblan, como alas finas y valientes, en las raíces del corazón. La vida entera, incomprendida, perezosa, solitaria, le duele al modo de un cruel remordimiento. ¿Cómo pudo resignarse años y años, hasta frisar en los cincuenta, y enmohecer su espíritu junto a las armas olvidadas de sus mayores, en este feo y rústico lugarón de gentes groseras, hartas de migas y de torreznos?».
También Machado predica la resurrección de España con las nuevas armas de un Quijote antiguo:
«¡Oh, tú, Azorín, escucha; España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
Y ¿ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora».
(Desde mi rincón)
También Azorín elige al Quijote como símbolo de renovación nacional. Más sencillo, decide en La ruta de Don Quijote marchar por los caminos que anduvo el ilustre caballero. Hablar con sus gentes, describir sus paisajes. Sabe que aún la sombra de este personaje debe ir, invisible a un alma perezosa, por sus montes y veredas.
Hay otra característica importante y nunca mencionada en los autores del 98. Y es lo que en la Antigüedad se conoció como «descenso a los infiernos» y que la moderna psicología identifica con el reencuentro profundo en el inconsciente, al que se accede teniendo siempre presente la muerte. Por sus escritos, adivinamos que ellos tuvieron el valor de descender hasta lo más profundo de sí mismos para arrebatar a la muerte –la inconsciencia, la ignorancia– su alma prisionera. Muchos, incluso, se vieron obligados, por sus trabajos o circunstancias, a mirar cara a cara a la muerte en su juventud, y esto forjó su alma y sus libros, sellándolos con el aliento de lo profundo. Hallaron lo fértil en el abismo; pero no un abismo psicodélico, sino profundamente humano.
Leemos en Pío Baroja (3): «Porque todos sus días son dolores, y sus ocupaciones, molestias; aun de noche su corazón no reposa» (Eclesiastés). Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul del mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.
Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya destruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas. yo la conozco, conozco esa región terrible».
También Valle-Inclán, en su Lámpara maravillosa, la única obra que se atrevía a recomendar a sus hijos, demuestra haber combatido en esta terrible región. La lámpara maravillosa es todo un tratado de estética metafísica, donde más clara aparece la vinculación con el ocultismo y la teosofía. En esta obra escribe:
«Yo no admiraba tanto los hechos hazañosos como el temple de las almas, y este apasionamiento sentido me sirvió, igual que una hoguera, para purificar mi disciplina estética. Me impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté sobre el alma desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la vanidad y exalté el orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como supiera hacerlo un santo monje tentado del demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escucha se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor».
En Tirano Banderas, una visión de la vida y obras de un tirano, un auténtico «mago negro», parece, como ocurre con las obras de Dostoievsky, estar escrito en el límite que separa la vigilia del sueño, y las escenas que se muestran, escenas en las que nada se interpreta, sino tan solo se «ve», dan la razón a H.P.Blavatsky cuando afirmaba que es aquí, en la vida terrena, donde se halla el más pavoroso de todos los infiernos que haya podido aventurar la imaginación. Si en Luces de Bohemia penetra íntimamente en este «infierno», el resto de sus obras lo hacen con paso más decidido. Y su profecía se cumplió: sus escritos, «vendida su alma», se convirtieron en los más leídos de su época.
Pero él sabía, y lo afirmaba a menudo, que algo se había quebrado en su interior. El cáncer que consumió su cuerpo pareció querer testificar que él había roto el juramento a la belleza, un juramento que quiere liberar a los hombres de sus ataduras y no sumergirlos aún más en el fango.
Los grandes místicos, los héroes y capitanes de un tiempo sumergido, los alquimistas y hechiceros, hasta los sabios del mundo clásico parecían alentar en su obra. Creeríamos leer al divino Platón en estas líneas: «Este momento efímero de nuestra vida contiene todo el pasado y todo el porvenir. Somos la eternidad, pero los sentidos nos dan una falsa ilusión de nosotros mismos y de las cosas del mundo. Velos de sombra, fuentes de error, más que de conocimiento, nuestros sentidos sacan el hoy del ayer, y crean la vana ilusión de todo saber cronológico, que nos impide el goce y la visión infinita de Dios. El poeta, como el místico, ha de tener percepciones más allá del límite que marcan los sentidos, para entrever en la ficción del momento, y en el aparente rodar de las horas, la responsabilidad eterna. Acaso el don profético no sea la visión de lo venidero, sino una más perfecta visión que del momento fugaz de nuestra vida consigue el alma quebrantando sus lazos con la carne. El soplo de inspiración muestra la eternidad del momento y desvela el enigma de las vidas.
El inspirado ha de sentir las comunicaciones del mundo invisible para comprender el gesto en que todas las cosas se inmovilizan como en un éxtasis, y en el cual late el recuerdo de lo que fueron y el embrión de lo que han de ser. Busquemos la alusión misteriosa y sutil que nos estremece como un soplo, y nos deja entrever, más allá del pensamiento humano, un oculto sentido. En cada día, en cada hora, en el más ligero momento, se perpetúa una alusión eterna. Hagamos de toda nuestra vida a modo de una estrofa, donde el ritmo interior despierta las sensaciones indefinibles aniquilando el significado ideológico de las palabras».
Ahora que en todo el mundo se atraviesan momentos de soledad y angustia, el yugo que impone el materialismo a sus esclavos; ahora que se disuelven las conciencias, que olvida el hombre y que las palabras son traicioneras, es necesario que en España surja una nueva Generación del 98; más fuerte, más terrible, si cabe. Quizás no lean tantos libros, quizás no escriban como otrora, pero sin duda leerán en el dolor ajeno y leerán en la belleza de Natura. Sin duda, escribirán en los corazones y sus huellas dejarán surcos de Historia.
Notas:
(1) Nombrado por Azorín como el soporte fundamental de la misma.
(2) En La dama de Urtubi, Cuentos.
JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ
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