MIGUEL ARTOLA

La vida de Tomás Campanella muestra grandes similitudes con la de otro gran filósofo de finales del Renacimiento: Giordano Bruno. Similitudes en muchos aspectos de su vida y también, y es lo más importante, en la actitud comprometida, combativa y entusiasta con que afrontaron ambos las dificultades que su filosofía encontraba en una Italia convertida, junto con España, en bastión de la Contrarreforma, y donde la Inquisición vigilaba férreamente a los heterodoxos. Y, ciertamente, Campanella lo era: su afición por la magia y la astrología solo era comparable a sus deseos de reforma universal, a su ansia por lograr un mundo mejor y más justo, tarea a la que se dedicó con toda su voluntad e inteligencia.

Campanella nació en 1568 en un pueblecito de Calabria, Stilo, ingresando muy joven en la orden de los dominicos, donde cambió su nombre original de Giandoménico por el de Tommaso (Tomás) en honor de santo Tomás. Muy pronto, sin embargo, las doctrinas de Aristóteles y santo Tomás se le quedaron estrechas y, insatisfecho, comenzó a leer otros filósofos antiguos y orientales, así como a visitar a Giambatista della Porta, mago de Nápoles. Todo esto le valió en 1591 su primer proceso por practicar la magia y herejía y sus primeros meses en prisión. Tras cumplir la breve condena, huyó hacia el norte de Italia, donde visitó varias ciudades, entre ellas Padua, donde conoció a Galileo.

El mismo año en que Bruno fue detenido por la Inquisición en Venecia, Campanella sufrió un nuevo proceso en Padua (1592) y, poco después, en Roma (1596 y 1597). Finalmente, se le obligó a volver a su pueblo natal, Stilo, y a su monasterio original. Pero esta solución de los tribunales romanos tan solo empeoró las cosas.

De vuelta en Nápoles, el dominio español sobre aquel territorio pareció insoportable al joven monje, que se dedicó a organizar y predicar una rebelión para expulsarlos. Denunciado ante las autoridades, comenzó una larga estancia en la cárcel del castillo español de Nápoles. La condena a muerte logró esquivarla fingiéndose loco en el interrogatorio, siéndole conmutada por la cadena perpetua. El régimen de la prisión, riguroso inicialmente, fue suavizándose paulatinamente, de modo que pudo escribir allí sus obras, mantener correspondencia e incluso recibir visitas.

De hecho, la mayoría de sus escritos son de esta época: La ciudad del Sol, La monarquía de España, Apología pro Galileo, Metafísica (dieciocho libros) o su enorme Teología, de treinta libros. Y es que los veintisiete años que duró su largo encierro, hasta que el rey Felipe IV le indultó, poniéndolo en libertad, daban para mucho. No era posible, sin embargo, formar discípulos en prisión y crear una escuela. Cuando dispuso finalmente de la libertad necesaria para ello, no solamente era ya muy mayor (estuvo encarcelado entre los veintiuno y los cuarenta y ocho años), sino que su época había pasado y nuevas corrientes de pensamiento se imponían en Francia y en toda Europa.

Poco le duró la libertad tras salir de la prisión española, pues le detuvieron las autoridades eclesiásticas y le enviaron al Santo Oficio de Roma. No obstante, el papa Urbano VIII se preocupó por él y, de hecho, se podía mover libremente por el palacio de la Inquisición romana. Si bien en Nápoles había creído en la monarquía española como la única capaz de efectuar la reforma universal que propugnaba –y gracias a sus escritos en este sentido es que Felipe IV y el conde duque de Olivares se apiadaron de él y logró la libertad– durante su estancia en Roma se fue inclinando hacia la monarquía francesa.

Cuando en 1634 se produjo una rebelión antiespañola en Nápoles y simpatizantes de Campanella estaban entre sus organizadores, le pareció conveniente aceptar la sugerencia del embajador francés y huir a París, donde vivió con un amplio reconocimiento publico y la protección de Luis XIII y Richelieu hasta su muerte en 1639.

Planteamientos filosóficos

Campanella fue evolucionando desde su aristotelismo inicial a un platonismo, más bien un neoplatonismo, cada vez más marcado, con fuerte tendencia hacia la mística y los conocimientos ocultos. Para él filosofar no era sino leer el “libro de Dios” que, en definitiva, no es sino la propia creación, la Naturaleza. Este conocer no sería un mero conocer a través de los sentidos, sino más bien penetrar en la íntima esencia de las cosas, una suerte de conocimiento intuitivo que permitiría captar íntima y directamente la verdad de las cosas, romper la barrera entre lo externo y lo interno y penetrar en el proceso vital de la propia naturaleza. Se trataría de pasar del conocimiento de los sentidos, meramente formal y externo, a una sabiduría mucho más profunda y trascendente.

Muy en la línea neoplatonista, considera que todas las cosas están vivas y animadas y, de alguna forma, todas ellas poseen una cierta conciencia o sabiduría innata por la cual se reconocen y muestran su apego a su propia existencia. A su vez, todas las cosas influyen mutuamente entre sí, comunicándose y transformándose continuamente en un proceso continuo e inacabable. El mismo hecho de conocer es simultáneamente una pérdida y una adquisición. Para Campanella, ser es saber, pero al adquirir conocimientos adquirimos lo diferente a nosotros, lo que no era nuestro todavía, y así quedamos modificados. Todo conocimiento implica un cambio, una forma de transformación, que significa la “muerte” de lo que éramos para pasar a convertirnos de alguna forma en un nuevo ser, pero como el conocimiento que busca el filósofo es el de la obra de Dios, la creación, al adquirirlo nos transformamos en ella misma, impregnándonos e identificándonos con la propia Naturaleza. El conocer se convierte así en un acto místico de unión con Dios, que está presente en la Naturaleza, pues al ser creación suya es parte de Él.

Campanella concede una gran importancia a la magia, diferenciando tres tipos de ella: la divina, que Dios concede a los profetas y santos; la demoníaca, que conduce a la perdición al buscar fines egoístas; y la magia natural. Esta es el “arte práctico que emplea las propiedades activas y pasivas de las cosas para producir efectos maravillosos e insólitos”. En realidad, Campanella incluía en el término “magia” todas las ciencias y artes. Sin embargo, para él estaba muy claro que el conocimiento, incluido el mágico, debe servir para transformar y mejorar a los hombres y la sociedad, que no tiene sentido por sí mismo, y que debe cambiar al mundo hacia mejor, y así señalaba que “la acción mágica más grande del hombre consiste en dar leyes a los hombres”. En este sentido hay que entender sus escritos políticos a los monarcas más fuertes de la época, primero al rey de España y finalmente al de Francia, proponiéndoles las más variadas reformas para lograr la Monarquía Universal y, con ella, la paz y el buen orden en el mundo.

La ciudad del sol

Es la obra más significativa de Tommaso Campanella, en la que define su modelo de sociedad y Estado, totalmente influido, como no podía ser menos, por Platón (República, Las leyes, Critias, Timeo) y Plotino (Enéadas). Está muy en la línea de otras similares de la época, como la Utopía de Tomás Moro (escrita en 1516) y La nueva Atlántida de Francis Bacon.

Escrita a comienzo de su cautiverio en Nápoles, en 1602, utiliza para introducir su descripción de la ciudad ideal (el Sol aquí, indudablemente, significa lo mismo que en el mito de la caverna, o sea, la suprema sabiduría) el clásico recurso de un viajero, en este caso un almirante genovés, que ha dado la vuelta al mundo y le cuenta al Gran Maestre de los hospitalarios, la última orden de monjes guerreros, su extraordinario hallazgo de una ciudad donde la armonía y la sabiduría dominan todos los aspectos de la vida. Dicha ciudad, Taprobana, está situada significativamente sobre la línea del ecuador y justo en las antípodas de Europa. Toda la descripción de la ciudad está impregnada de un gran simbolismo, donde las claves numéricas y las formas geométricas guardan un profundo significado.

Taprobana se halla en el centro de una amplísima llanura, donde surge una colina en cuyo derredor se levanta, en siete círculos concéntricos, la ciudad. El perímetro exterior de la ciudad alcanza las siete millas. Los siete círculos concéntricos que constituyen la ciudad llevan cada uno el nombre de los siete planetas, y se accede de uno a otro a través de cuatro puertas orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. En lo alto del monte, que es el centro de la ciudad, se eleva un templo circular, sin muros, solo sustentado por gruesas columnas, en cuyo centro se encuentra un altar, y sobre él, una gran bóveda, sobre la que se eleva una segunda más pequeña. Siete lámparas de oro, que representan nuevamente los planetas, arden continuamente. Sobre la enorme cúpula y alrededor de la segunda y más pequeña, viven cuarenta y nueve sacerdotes y sabios en sus respectivas celdas.

El gobierno corresponde a un sacerdote supremo, llamado Hoh o Metafísico, que es ayudado por otros tres jefes, llamados Pon, Sin y Mor, que significan respectivamente Poder, Sabiduría y Amor. El esquema no puede ser más platónico. El Poder se encarga de todo lo relativo a la guerra y la paz; los preparativos bélicos para la defensa del Estado ideal es su cometido. A la Sabiduría corresponde el cuidado y desarrollo de las artes liberales y mecánicas, las ciencias y sus magistrados. Cada ciencia tiene su magistrado; así, por ejemplo, hay un Geómetra, un Historiador, un Médico, etc.

Toda la ciudad es, en realidad, por obra de la Sabiduría, una inmensa escuela y museo, pues en los muros de los siete círculos en que se estructura la ciudad y donde se sitúan viviendas, talleres y todas las dependencias, la Sabiduría hizo pintar representaciones de todos los conocimientos, de forma que los ciudadanos fueran aprendiendo de forma absolutamente natural. En el primer círculo, por el interior, se representan las figuras matemáticas, y en el exterior, la descripción de la tierra de toda la Tierra, o sea, mapas y conocimientos geográficos. En el segundo círculo, se representan todas las piedras, preciosas y vulgares, así como todos los demás minerales y metales, incluyendo muestras de todos ellos. En el tercero, se representan los conocimientos sobre botánica, con dibujos de todos los árboles y plantas y muestras vivas. En el exterior de este tercer círculo se hallan las representaciones de los peces. En el cuarto, son las aves, reptiles e insectos los representados. En el quinto, aparecen los animales superiores, es decir, los mamíferos. En el interior del sexto círculo, se representan las artes mecánicas con sus instrumentos y el nombre de su inventor. En la parte externa aparecen los grandes legisladores de todos los pueblos, entre ellos Moisés, Licurgo, Pompilio, Pitágoras, Solón, Zalmoxis y también Osiris, Júpiter, Mercurio…

El último triunviro, el Amor, se encarga de todo lo relativo a la procreación, la educación de los hijos, la medicina y la farmacia, la agricultura, la vestimenta, etc.; en definitiva, a todo lo relativo a asegurar la vida de las personas. Señala Campanella: “Se mofan de nosotros que, preocupándonos afanosamente de la cría de perros y de caballos, descuidamos por completo la procreación humana”.

El gobierno de la ciudad está encomendado a los triunviros, que proceden en todo de acuerdo con el Metafísico. En dicha ciudad, regida por completo según los principios filosóficos (platónicos), todo es común y la autoridad de los magistrados regula su justa distribución. Ciencias, dignidades y placeres son comunes, sin que nadie pueda apropiarse de cosa alguna. El amor propio, origen del deseo de propiedad y, por tanto, de todos los males en último extremo, debe desaparecer, siendo sustituido por el exclusivo amor a la colectividad.

Hombres y mujeres se educan en todas las artes en completa igualdad, y desde los primeros años crecen perfectamente sabios y virtuosos rodeados de un ambiente de armonía. En los primeros años, unos ancianos les enseñan a leer y escribir y comienzan a ejercitarse físicamente y a conocer los diversos oficios visitando los talleres. A partir de los siete, comienzan el estudio de las matemáticas y las demás ciencias. El que aprende más artes y sabe ejercerlas mejor es considerado el más noble y distinguido. Los magistrados se eligen entre estos, o sea, entre los más capacitados y más sabios. Y la forma de hacerlo es mediante propuesta de los magistrados, que habiéndolos instruido a todos conocen perfectamente quién es el mejor. En una asamblea se proponen los nombres de los candidatos, no pudiendo nadie postularse a sí mismo, sino que es designado, y todos los asistentes pueden decir lo que sepan de él a favor o en contra.

El supremo magistrado, el Metafísico, debe ser el más sabio y perfecto de todos ellos. Ante la objeción de que nadie puede llegar a saber tanto y la idea de que un sabio no parece ser el más adecuado para gobernar, el Almirante responde al Gran Maestre: “Esto mismo les objeté yo también. Pero ellos me contestaron: tan ciertos estamos nosotros de que un sabio puede poseer capacidad para gobernar como vosotros, que anteponéis hombres ignorantes, considerándolos preparados, únicamente por descender de príncipes o por haber sido elegidos por el partido más poderoso. En cambio, nuestro Hoh, aunque inexperto en el gobierno de la república, jamás será cruel, malvado o tirano, precisamente a causa de su mucho saber”.

Continua luego Campanella describiendo en detalle todos los aspectos de la vida de la ciudad. Algunos de los más destacados serían la obligatoriedad del trabajo, distribuyéndose las funciones y servicios entre todos por igual. Pero, como todos trabajan, ninguno tiene que hacerlo más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto a los “divinos ocios”, como el estudio, las discusiones filosóficas, la lectura, los ejercicios físicos o mentales… Juegos como los dados y naipes están totalmente prohibidos. Consideran que tanto la pobreza como la riqueza extrema pervierten a las personas. Por el contrario, la comunidad de bienes hace a todos ricos y pobres a un tiempo. La clarísima influencia platónica se adivina en múltiples detalles de la descripción de la ciudad, como por ejemplo, en la prohibición de ejercer la poesía a quien introduzca la mentira en sus versos.

En cuanto a la religión, consideran que hay una religión natural, de la que derivarían o serían aspectos suyos todas las demás religiones, aunque la más ajustada a dicha ley natural sería el cristianismo (una evidente y necesaria concesión a su época), que, simplemente, añadiría a esta los sacramentos. Ven en el Sol la imagen de Dios, y le llaman rostro excelso de la Divinidad, fuente de toda luz, calor y vida, considerándolo como el instrumento del que Dios se sirve para transmitir sus dones a las cosas inferiores. Así, los sacerdotes adoran a Dios en el Sol y en las estrellas, como altares suyos y en el cielo como templo, e imploran a los ángeles buenos como intercesores que moran en las estrellas, consideradas como sus moradas. Afirman, pues, que Dios mostró sus mejores bellezas en el cielo y en el Sol, trofeo y estatua de la Divinidad.