JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ

«El estudio de la arquitectura simbólica es de una trascendencia extraordinaria. Su importancia se nos evidencia por poco que consideremos que la construcción en la tierra ha sido, para las antiguas civilizaciones, una imagen humanizada de la Gran Obra: el universo. Y si la obra arquitectónica es imagen del universo, el Arquitecto lo debe ser de la Deidad que ha pensado y ordenado la materia» (Jorge Á. Livraga).

«No hay mayor medio para entrar en comunicación directa con una civilización del pasado que la contemplación de una obra de arte, siempre que esta represente, dentro de esa civilización, algo así como un núcleo espiritual» (Titus Burkhardt, La civilización hispano- árabe).

«Lagos, caminos, surtidores y jardines arbolados se trataban en armoniosa combinación simbólica, y en los conjuntos arquitectónicos de la Antigüedad la belleza jamás era «por sí misma», sino que estaba imbricada en la utilidad práctica y en la funcionalidad simbólica. Una obra cualquiera debía ser materialmente útil, psicológicamente placentera y espiritualmente fecunda» (Jorge Á. Livraga).

Un gigantesco santuario: la Kaaba, en la Meca. Si entendemos por «Casa de Dios» (Baitu Llah), el lugar donde mora, este es el único. Vestido con una gran tela negra que nos hace pensar en la Piedra Cúbica de la alquimia, o en el cubo de piedra que escucha los juramentos de las tradiciones esotéricas, sus medidas 12x10x16 dan la clave de toda la arquitectura islámica, edificada sobre la base de la geometría de los números 6, 5 y 8. En el interior, la piedra meteórica, batería mágica de todo el conjunto. En el exterior, el recinto del Haram, donde se perpetúa la ceremonia preislámica de las siete vueltas, pues todas las mezquitas miran hacia este «centro del mundo», donde mora Dios –según la tradición islámica– como mora en el corazón del hombre. Las esquinas de este «cubo» colosal, alineadas con los puntos cardinales, dicen de las cuatro columnas o Guardianes que sujetan el mundo en la mística sufí.

Y, sin embargo, ya estaba aquí este santuario cuando Mahoma decidió convertirlo en el corazón palpitante de un nuevo impulso civilizatorio. Él tan sólo lo despojó de las imágenes de un pasado que no quería arrastrar. Derribó los 360 ídolos mientras pronunciaba: «Ha llegado la verdad y se desvanece lo vano». Abajo las imágenes talismánicas que el sol alumbra en el año, Dios mora en el corazón del creyente y nada debe turbar tal revelación. Protegió, sin embargo, el icono de la Virgen y del niño en las rodillas, imagen de la Madre del Mundo.

La arquitectura islámica es un arte que va adquiriendo consistencia poco a poco, en la medida –como explicaría Ibn Jaldún– en que se extiende y adquieren poderío material y político estos nuevos «guerreros de Dios». Para los que combatieron junto al Profeta, sin duda la mejor de las artes era también la más inasible: la poesía. Leila, la Noche, la mejor de las amadas. Pero era ya la hora de las huellas de piedra que no borra el viento del desierto. Era la hora de la arquitectura que hace estables las conquistas cimentando nuevas ciudades, amurallando las antiguas, elevando castillos como gigantescos barcos de piedra y recreando en ella los bosques sagrados de palmeras en el desierto para la oración.

La importancia de la arquitectura reside en que «crea» formas en la tierra, a imagen del Demiurgo. La palabra «crear» en español está relacionada con la raíz sánscrita ker, fuego. Crear es ser como el fuego. Crear es someter al fuego para destruir lo viejo y permitir el nacimiento de nuevas formas, como el barro deja de ser barro al endurecerse bajo la acción del fuego. La filosofía islámica se esforzó en desentrañar todos los posibles significados de la palabra «crear», pues siendo Alá el único creador, era necesario saber cuál era el papel reservado al hombre, cuál su protagonismo. Desde luego, el hombre es un ser privilegiado en la naturaleza, ha recibido de Dios su forma, su belleza y majestad, que reside en sus siete poderes invisibles: vida, conocimiento, voluntad, poder, oído, vista y habla, que son limitados en el hombre pero no en Dios. Adán, el Hombre, es único, pues sólo el puede nombrar a los seres de la naturaleza, a las ideas, a sus semejantes. Ni siquiera los ángeles más elevados pueden hacer esto. Y hay un vínculo entre el nombrar y el crear. No es casualidad que la palabra logos, en griego designe tanto al lenguaje como a la acción. Antes de crear es necesario la imagen mental, el número y la medida, la función; y estas son características que le dieron al nombre en la Antigüedad. Los distintos Nombres de Dios dicen la senda de todo aquello que vive. Son los arquetipos de Platón, las primeras «Imágenes», las primeras hendiduras luminosas de la Voluntad de Dios en la oscura materia.

Al Gazzali, el gran ideólogo del islam se refiere a Dios como el Arquitecto del Universo, ligando su actividad con los distintos modos de «crear», los distintos modos en que opera el fuego divino en la matriz de la Nada:

«Dios Altísimo: es Creador (Jalik) porque decreta, es Creador (Bari) en tanto que idea y da existencia, y es Formador (Musawwir) en tanto que dispone las formas creadas en el mejor orden (…) Él es al mismo tiempo el evaluador, el realizador y el decorador. Es al-Jaliq, al-Bari y al-Musawwir».

Diremos JALK si entendemos la creación como un acto de voluntad, que hace surgir de la nada; en concordancia con el pasaje coránico: «Y cuando decide algo le dice: ¡Sé! Y es». De curiosa similitud con el término sánscrito «jalakita», mago, encantador. Si la idea es «inventiva, creatividad», el término es IBDA, palabra que en egipcio significaría «corazón-tierra». MUSAWWIR es el nombre de Dios como creador de formas, como modelador, «porque otorga a los seres la forma más bella». Es, por lo tanto, una idea clave en la estética islámica. En la filosofía islámica, la forma (sura) es lo que viste, lo que cristaliza la esencia, lo que permite distinguir unas esencias de otras. La raíz SKL también significa «forma, aspecto», en el sentido de aquello que ata a la materia. Al-sikl es con lo que se ata una acémila.

Estos nombres divinos relativos a la creación –dice al-Gazali– se aplican también al ser humano, pero en un sentido figurado, no literal. Se debe, pues, atribuir toda creación a Dios, resonando en las oscuras cavernas del alma humana. El hombre, huérfano de Dios, hace y busca, pero no puede dar consistencia a sus creaciones. El hombre debe trabajar en concordancia con la obra de Dios. Esto es sumisión (islam). No para el tiempo, que hace huir los trabajos aparentemente más sólidos y duraderos. Para Dios. Junto a Dios. Es la enseñanza en el Corán de «permanece junto a Mí y verás pasar estas montañas como pasan las nubes». Y aun así, como diría Abderramán III, las obras arquitectónicas son una imagen de la grandeza de los reyes, que gobiernan en el nombre de Dios. Una imagen, por lo tanto de confianza de Dios en el quehacer humano.

La obra de arquitectura más importante en el islam es la mezquita, que significa «lugar de prosternación», lugar donde realizar los gestos ceremoniales de su oración canónica. Allá donde esté el creyente está el templo y allí debe ser realizada la oración. Si hay un tema recurrente en el arte islámico es el de la ubicuidad del centro divino. El mihrab –nicho de oración– o puerta falsa que señala a la Meca es el sanctasantórum sólo en el sentido de que se abre, mira al centro del mundo, pero no como habitáculo de Dios. Acoge al imán que dice las oraciones comunitarias, en pie delante de los fieles, cuyas filas se extienden lateralmente en vez de en profundidad. La mezquita no tiene centro sagrado alguno, este se halla en el corazón del creyente. La forma de nicho del mihrab es la de la hornacina que aparece en el «versículo de la luz» del Corán. Dios es la luz que mora en el corazón del hombre o del mundo, como en una lámpara de rutilante cristal, en el refugio cóncavo de la Madre del Mundo. De hecho, en el Corán esta palabra, mihrab, designa el «refugio», el lugar secreto del templo de Jerusalén donde la Virgen se retiró y fue alimentada por los ángeles. Este nicho abovedado era ya, en sí mismo, una de las formas más antiguas del santuario, del lugar en que se manifiesta Dios. En él se recita la palabra de Dios, revelada en el Corán.

Por ejemplo, en la mezquita Aljama de Córdoba, el mihrab, modelo de incontables nichos de oración en España y en el norte de África, presenta una bóveda de concha estriada sobre base octogonal. La concha es la imagen de la Virgen Madre: de Venus, la nacida de la espuma del mar, la belleza pura y sin mancha. La perla en ella, hija del rocío de primavera –según la leyenda– es símbolo del universo luminoso, donde solo lo más puro vive. Como el huevo de oro en las tradiciones brahmánicas o la joya en el loto –Om mani padme hum– de la mística tibetana.

Para Titus Burkhardt la perla en el mihrab es el oído del corazón que recibe, cual la gota de rocío, la palabra de Dios.

La entrada al nicho en esta mezquita está coronada por un arco de herradura encuadrado en un alfiz rectangular. Como los rayos de sangre y luz del sol del amanecer, el arco abre en abanico sus dovelas rojas y doradas, blancas y azules. La tensión del sol o del alma que asciende está trazada con maestría, pues el punto que genera el arco y sus dovelas se eleva, invisible a las miradas. El alfiz que enmarca los arcos dice de la estabilidad y abundancia en que se desarrolla lo espiritual. Los arcos son lo móvil, lo que se eleva, como la conciencia; el alfiz es el marco, la llamada permanente y estable. La palabra árabe que nombra al arco, RAWQ, es sinónimo de lo bello, grácil y puro, como la ola que se quiebra en el canto de la espuma.

En esta misma mezquita, sobre el vértice del arco de entrada al mihrab, el versículo coránico: «En el nombre de Dios, clemente y misericordioso. Él es el Dios; no hay más dios que Él: el Rey, el Santo, la Paz, el Fiel, el Protector, el Glorioso, el Victorioso, el Excelso. Él está por encima de cuanto ellos le asocian».

Otro elemento de la mezquita es el Minbar, «púlpito», escabel de tres gradas que el profeta usaba en su mezquita de Medina para hablar a los fieles reunidos. Como en el primitivo budismo, en que la presencia del Buda es la de un trono vacío, los peldaños superiores del minbar permanecen vacíos y adornados como si fuera un trono, para evocar la función preeminente del Profeta, de significado análogo a la escalera de los mundos del ceremonial egipcio, que el faraón debía recorrer en el saludo del sol del amanecer.

Existe un modelo de mezquita a quienes todos los demás evocan en el transcurso de los siglos. Es aquella en que oraba el Profeta y sus Compañeros, la primitiva mezquita de Medina: con troncos de palmera por columnas y patio cuadrado –de unos cien codos de lado– al que se abrían las habitaciones sencillas de él y su familia. Techumbre horizontal, patio en el interior del área litúrgica, circundado por galerías o pórticos, suelo –al principio de tierra– abierto por alfombras o esteras, repetirían durante siglos el lugar de oración del Profeta.

El estilo triunfal de los Omeyas, como en la mezquita Aljama de Córdoba, no perdió la sencillez y sobriedad del primer islam. Conjuga, como la naturaleza, belleza y movimiento con estabilidad y poder.

Otros elementos de la arquitectura islámica son los arabescos, con formas vegetales, los entrelazados y la propia caligrafía, que evoca, con la palabra viva, las imágenes que prohíbe fijar la religión. Son geometrizaciones como las de un cosmos bien ordenado. Es lo cristalino en la arquitectura, que da gracilidad y movimiento a la piedra. Espejos mágicos construidos sobre la base del ritmo y de la figura geométrica, donde se mira el ojo creador de Dios. Como palpita la luz en los cristales, palpita lo divino en estas geometrizaciones que evocan los copos de nieve, los diamantes, las olas del mar, el titilar de las estrellas y tantas imágenes de la naturaleza serena y fuerte. No pocas techumbres y cúpulas han dibujado en sus geometrizaciones los ojos luminosos de la noche. Y es que, como dice el Corán, «hemos engalanado el cielo más bajo con luminares, de los que hemos hecho proyectiles contra los demonios». Hienden las sombras con sus dardos de luz. Hienden la materia oscura, haciéndola fértil con sus rayos. Como afirma la tradición esotérica, sus ojos en la noche vigilan y crean.

Lo estético es ya metafísico ante esta geometría, pues la geometría, el orden y la perfección se convierten en el pensamiento islámico en escudo que protege del caos, el mal o Satanás.

Los arabescos con formas vegetales parecen derivar de la vid con sus pámpanos entretejidos y sarmientos curvados. No dibujan tanto las plantas estilizadas como las líneas de fuerza que los sostienen y dan vida. Es ritmo puro, pues la ley del ritmo es la ley de la vida. Y es el mundo vegetal quien mejor transparenta este ritmo vital. La relación magia y ritmo es una herencia universal. Pensemos, si no, en el ritmo de los pámpanos en las cerámicas íberas, en el abrir y cerrar de sus lotos, tan presentes en su mundo funerario; en los nudos y entrelazados vikingos; o las misteriosas geometrizaciones del arte inca, ya en el traje, ya en el barro; o en las cenefas en las vasijas cerámicas de la Grecia arcaica. Todos repiten un mismo conocimiento: podemos invocar fuerzas celestes a través del ritmo. Se debe mirar estos entrelazados haciendo que la vista siga la corriente de fuerzas que se entretejen y compensan. Titus Burkhardt las compara con el arabesco mental y verbal de la poesía típica árabe. Con su exhuberancia. Ved, dice, qué ritmo y melodía expresa el alma del crecimiento de una planta o el desenvolvimiento de una ola. A veces se unen escritura y arabesco para que quede clara la analogía del Árbol de la Vida y el Libro del Mundo. La naturaleza es como un libro abierto para el alma pura, nos recuerdan estos arabescos. La vida es como un árbol que se abre para respirar de mil y un modos la grandeza de Dios, su Señor.

Los entrelazados parecen derivar de los mosaicos romanos, todavía en uso en la Siria de los Omeyas. Si el arabesco es ritmo, el entrelazado es geometría de cristal. Sus figuras derivan de una o varias figuras regulares inscritas en el círculo, desarrollados según los principios del polígono estrellado. Los diseños de naturaleza análoga se penetran y entrelazan y forman una red continua de líneas que irradian de uno o varios centros. El entrelazado es el movimiento de una sola cinta que traza estas imágenes geométricas. Se prefieren las derivadas del cinco, el seis y el ocho. El círculo permanece implícito y se siente más que se ve.