JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ

¿De dónde esta inquietud por la geometría sagrada? Una secta neopitagórica, los Hermanos de la Pureza, hizo de los trabajos artesanales, el vehículo de las ideas a través de los números y las figuras geométricas. Crean una comunidad político-religiosa ismaelita asentada en torno a Basora. Su célebre «Enciclopedia» fue difundida desde muy pronto en Al-Andalus. Crean una mística del trabajo a través del orden, la perfección de la obra y las medidas ajustadas a la matemática sagrada.

Si queremos entender la arquitectura islámica, conviene que repasemos sus ideas más importantes al respecto:

  • El cosmos es una unidad de vida articulada y ordenada según el número.
  • El artesano debe imitar a la naturaleza, que siempre crea de acuerdo al número y a la medida. Debe trabajar de acuerdo a la divina proporción, presente en todos los planos de la naturaleza: «Dios es el origen de todo, el uno es el principio de los números, la línea lo es de la geometría, el Sol es centro y generador de la astronomía, la esencia lo es de la lógica y, en música, la base generatriz es el movimiento, y, a partir de él, se producen todas las demás relaciones y las melodías, que son infinitas según designio divino y diferentes en cada nación».
  • El número es el origen de todos los seres, la llave que ordena el microcosmos y el macrocosmos, lo espiritual y lo material. Como del Uno surgen todos los números, el Creador llama a la vida a todo lo que existe. Permanece en la luz de su Unidad, sin cambios, perenne en su perfección y completura.

Ibn al Sid de Badajoz, en su Libro de los cercos, concibe la serie numérica como un conjunto de círculos formado por unidades, decenas, centenas y millares. Este orden circular de los números hablaría del orden con que Dios creó el mundo.

La creación se produce por emanación y en base matemática cuatro. El cuatro es, pues, quien rige toda la naturaleza manifestada: el mundo celeste y también el sublunar. La arquitectura de la naturaleza actúa según el cuatro. De ahí los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, los cuatro humores… Ya que los números son la esencia de la naturaleza y del alma, el que trabaja con ellos accede a la física y a la metafísica. Es a través del número como el sabio llega a la filosofía. Los números no son cantidades, sino seres vivos, puros. Los hay pares e impares, enteros y fracciones. Las características de cada número en sí mismo y en relación con los demás son el fundamento del orden perfecto e infinito que impregna todo el cosmos.

  • La geometría se ocupa de las relaciones numéricas en tres dimensiones a partir de la línea, que es la unidad básica de la geometría, lo mismo que el uno es la base de los números. La línea nace del punto por reiteración. El triángulo es el origen de todas las figuras. Es como el uno en la serie numérica o Dios en la cadena de la creación. La geometría aplicada consiste en el conocimiento de las medidas y su sentido, al relacionarse entre sí, siendo captado por la vista y percibido por el tacto. La geometría pura es el conocimiento y comprensión pura de dichas relaciones, «conduce a la destreza en todas las artes plásticas». La matemática da la relación y origen de todo lo que vive, tanto en la naturaleza como en el mundo de las ideas. «No existe ente alguno matemático, natural o divino, que no posea una cualidad común con otro ente. Los conjuntos de entes tienen cualidades que no poseen sus individuos, sea en los números, las figuras, las formas, el espacio, el tiempo, los fármacos, los sabores, los colores, los olores, los sonidos, las palabras, los verbos, las letras o las mociones. Si reúnes estos elementos en relaciones compositivas, aparecerán sus cualidades y efectos. Prueba de lo que decimos son las triacas, los ungüentos y los jarabes, así como las melodías musicales y sus influjos en los cuerpos y las almas, cosa que todo el que es mínimamente sabio y filósofo conoce, según explicaremos en nuestra epístola sobre la música».

«El conocimiento de las cualidades de los números y las figuras ayuda a entender los modos de influir los seres celestiales y los sonidos musicales en las almas de los oyentes».

«Toda obra en que predomina la equivalencia es mejor; después de la esfera, la más equivalente es el cubo».

Las proporciones ideales son: «el patrón, su mitad, su tercio, su cuarto…». La proporción es «la cantidad común a dos medidas relacionadas» y puede ser numérica, geométrica y musical, conjugación de las dos primeras.

La figura humana es un modelo de armonía. El artesano puede imitar la obra perfecta del Creador si sigue los cánones de la proporción ideal, que es en último extremo geométrica, numérica, y que es la misma que ordena el cosmos y la música, tanto las que pulsan los astros como los instrumentos. Esta armonía hace que las almas anhelen el mundo superior y perfecto. Para los Hermanos de la Pureza los oficios manuales hacen encarnar en la materia las formas y las inteligencias divinas. Dentro del cuerpo existe otra esencia que es la que revela esas obras perfectas y esas artes maestras realizadas por el cuerpo. La obra del artesano pertenece al plan divino. Es de gran interés la distinción que hacen entre los cuatro tipos de obras: humanas, naturales, espirituales y divinas. Son humanas los grabados, figuras, pinturas, etc., que hacen los artesanos. Las obras de la naturaleza son las formas de los animales, todas las plantas, las sustancias minerales, etc. Las obras espirituales son los elementos: tierra, agua, aire y fuego dispuestos en estructuras concéntricas en la esfera celeste. Es también una obra espiritual la forma del mundo y el inmaculado orden que en él reina. Surgen por un acto de la voluntad divina, que extrae las formas de la materia y son así creadas de la nada.

El artesano requiere para poder realizar su obra siete condiciones: materia, tiempo, espacio, instrumento, herramienta, movimiento y su propia alma. La naturaleza solo necesita cuatro: materia, espacio, tiempo y movimiento. Y el Hacedor espiritual dos: materia y movimiento. El artífice intelectual sólo una, la forma. Y el Creador no precisa absolutamente ninguna.

Es curiosa también, y emparentada a las tradiciones esotéricas y platónicas, la descripción que hacen de los movimientos del artesano, que son imagen de los del cosmos, siete, según la voluntad divina; uno circular y seis rectilíneos. De arriba abajo, como el carpintero al tallar, o de delante hacia atrás, al serrar. O al taladrar en su movimiento circular o espiralado. Estos movimientos más sus inversos son los de la naturaleza al crear cuanto existe.

Es curiosa también la clasificación que hacen de los mil y un oficios que imitan cuantos trabajos sostienen el orden universal y dicen de los distintos modos de relacionarse la materia con el espíritu. Todo en la naturaleza trabaja; así han de hacer también los hombres, según su propia naturaleza. Quienes trabajan con herramientas aman, utilizan, y por tanto llegan a conocer el agua, la tierra, la madera, los minerales, etc. Quienes no necesitan instrumento alguno, solo utilizan su alma, como poetas, literatos, oradores. Al final, el paradigma de artífice sabio es el mago, que imita, con toda la perfección que puede un hombre, la obra divina. Pero es un largo camino, reservado a los más esforzados. «Camino que sólo se puede hallar por el trabajo [servicio], el conocimiento [investigación] y el culto [devoción]”.

Otro elemento de interés son las cúpulas. En general, en el arte islámico el octógono media entre la cúpula y su base cúbica, aludiendo a los ocho ángeles que sostienen el trono divino. El cubo representa la tierra, lo que fija, lo material; la esfera de la cúpula es el cielo, lo espiritual. La arquitectura adquiere movimiento cuando incorpora enlaces entre lo móvil y lo estático. Por ejemplo, en las proporciones se trasmuta el movimiento en reposo –y a la inversa– a través de la relación de un cuadrado y su diagonal. O entre el diámetro de un círculo inscrito en un cuadrado y del círculo circunscrito a este. Es una relación que no es de números enteros, pero sí profundamente orgánica. Es difícil relacionar de un modo gradual la esfera y el cubo. Los romanos usaron las pechinas. La arquitectura islámica usa las muqarnas o estalactitas, nichos que se repiten, como si fueran las celdillas de un panal o los cristales ordenados según la irradiación de los ejes. Son, sin duda, la mejor imagen de la irradiación divina desde la esfera cielo hasta la tierra cubo. «Expresan –dice Titus Burkhardt– la coagulación del movimiento cósmico, su cristalización en el presente estado puro». Las encontramos por primera vez en Raqqa (Siria) en el siglo VIII. Hacia el siglo XII se habían extendido a todo el mundo árabe, desde España hasta Afganistán y la India. De yeso y madera en el Occidente, ligeras y diáfanas. Audaces, labradas en piedra en Asia Menor y en el Egipto de los mamelucos.

También utiliza la cúpula o la bóveda de crucería, análoga a la gótica. Pero se diferencia en que no todos los nervios de la bóveda se juntan –como en la gótica– en la clave de la bóveda, sino que se entrelazan como si fuese un trabajo de cestería, dejando libre la clave central. En la gótica, las líneas de fuerza forman una pirámide, símbolo de la jerarquía de la naturaleza, desde una Causa Primera. En la islámica, la naturaleza aparece más bien como un entrelazamiento de lo divino, de la luz hecha materia. Como muy bien afirma Titus Burkhardt, «La arquitectura, en particular, viene a ser la formulación geométrica de las verdades inherentes a la religión [o más bien, civilización] de la que se deriva». La catedral gótica, herencia de los templos egipcios, es una representación del Hombre Celeste. La mezquita aparece como un cristal que en sus geometrizaciones atrapa la luz celeste. El corazón del creyente debe unirse, ser el mismo, uno de los átomos palpitantes del cristal. Como la luz vibra, ubicua en el diamante, así se quiere que Dios viva en el corazón de sus sumisos. En las tradiciones esotéricas este método dice de lo que algunos sabios han llamado «láser espiritual».

La catedral gótica es una nave en piedra viva que boga en las aguas celestes hacia el ojo siempre abierto de Dios, en relación con el Sol del amanecer. Las mezquitas todas miran a un centro, la Meca, desde donde se quiere que irradie las bendiciones espirituales sobre la humanidad.

La luz adquiere, tanto en la catedral como en la mezquita, enorme importancia: en la catedral, a través de sus vidrieras. Luz hecha cristal por procedimientos alquímicos relacionados con el traspaso de irradiaciones metálicas al alma del cristal. Dibuja escenas que «no son de este mundo», sino más puro, sin volúmenes ni sombras, como en las miniaturas persas.

En la mezquita la luz juega en la geometría de sus cristales de piedra; en los mosaicos vidriados o en sus azulejos. Titus Burkhardt lo ha llamado «alquimia de la luz». Como en la alquimia, el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu. En la arquitectura musulmana la piedra se hace luz; pierde su peso, como en los frisos de las muqarnas o en los festones de las arcadas. La luz se hace cristal en sus espejos de mercurio, en el centelleo de sus tejados de azulejos verdes o en el canto de sus fuentes. Como en san Buenaventura, la luz es el símbolo más puro de Dios. Como en Ibn Hazm, lo que es el color para los cuerpos, son las cualidades para los seres, cuando despiertan de la oscuridad ante la llamada musical del Dios Luz. El dicho de Mahoma, «Dios es bello y ama la Belleza» podemos leerlo, «Dios es la luz y ama mirarse en todas las almas en que centellea». ¡Qué bien cristalizada esta idea en la arquitectura del islam! Para Ibn Hazm la percepción es un tacto del alma. Como dice Platón en el Timeo, rayos visuales surgen del ojo y a él vuelven, no solo con el color, sino con el tacto de aquello que han tocado. Para Al-Gazali, todo es luz. En el hombre viven cinco espíritus luminosos que le hacen percibir la belleza. Este es el significado íntimo del famoso aleya de la luz, que dice de las almas: sensitiva, imaginativa, racional y espíritu santo profético.

El color verde es el símbolo del islam, el de las vestiduras de los justos. Algunos filósofos lo hicieron sinónimo del negro. Uno de los nombres de Alá, Luz, al- NUR es egipcio; designa la luz primordial en la gran concavidad espacio o NUT.

La prohibición de imágenes, más o menos estricta, deriva de varios hadith –dichos atribuidos al Profeta– islámicos. De ellos, el más repetido es «Allah impondrá como castigo al que cree una imagen la obligación de insuflarle vida, pero nunca será capaz». En el Corán aparece siempre un Dios único creador y se combate a los politeístas; pero el tema de las imágenes no está claro. No todos los dichos son aceptados por todos los juristas. Golpean nuestra imaginación, por ejemplo:

«Los ángeles no entrarán en la casa que haya un perro (???) o imágenes».

«¿Quién hay más inicuo que quien reproduce mi Creación? ¡Que cree una semilla o un átomo!».

Es interesante la postura de un reputado sabio del islam, experto en estudios coránicos y gran gramático, Ali-al- Farisi, muerto en el 987. Dice que la prohibición, en sentido estricto, es solo la representación figurativa de Dios.

Aunque siempre hubo místicos tolerantes, como Ibn Arabí, que defiende a los bizantinos, «que llevaron a la perfección el arte de la pintura porque para ellos la naturaleza singular de Nuestro Señor Jesucristo es el supremo apoyo de la concentración en la Unidad divina». Esta surge de la imagen geométrica tan plena de significación de tres círculos concéntricos.

Es Ibn Arabi, el sabio y místico de Murcia, el que enseñó: «no hay amante ni amado, excepto Dios».

Si para Mahoma, «el que se conoce a sí mismo conoce a su Señor», el rey de Ibn Arabi es el Señor del amor. La felicidad de Dios, dice, lo abraza todo y «todo el Corán no es sino una historia simbólica alusiva entre el Amante y el Amado, y nada fuera de ambos comprende la realidad de su intención». Es el poeta de la belleza y del amor. Sabe mirar el misterio cuando canta:

«Todo lo que existe es por haber sido amado, solo los que han sido amados son…».

Recordemos el enfrentamiento, según cuenta la leyenda, entre Abderrahmán III y su cadí. Se quejaba este de la opulencia –lejana, decía, al espíritu del islam– de las obras de Medina Azahara. Respondía al califa que la arquitectura es el idioma que perpetúa las hazañas de los reyes, y esto es bueno para los pueblos, pues el rey es la imagen de Dios y Dios es poderoso e invencible. Al final, el hijo de Abderrahmán, Alhakem II, medió entre ambos y dijo que eran obras tan bellas que no podían ser sino amadas por Dios, pues:

«Dios es bello y ama la belleza».