La luz que nosotros vemos es tan solo una pequeña porción del espectro invisible que toda la radiación electromagnética admite desde las microondas que concentran gran energía hasta las ondas de radio de gran longitud. La luz es misteriosa porque participa de una doble naturaleza: es una onda, pero también es una partícula que se conoce como fotón. Cuando se transmite, lo hace igual que las ondas del agua cuando arrojamos una piedra a un estanque, pero cuando choca con un objeto que no puede atravesar, actúa como un corpúsculo. Este es el principio de un largo desarrollo conocido como la mecánica cuántica, teoría en la que paradójicamente Einstein nunca creyó, aunque se le considera como uno de los fundadores de la misma. Las conclusiones de la mecánica cuántica se referían a indeterminismo y casualidad en el mundo de lo microscópico, y la visión personal de Einstein suponía todo lo contrario: finalismo, causalidad, leyes en la Naturaleza.
La luz existe porque se mueve, porque vibra. En el preciso momento en que deje de moverse se convierte en un cuerpo negro, pues absorbe toda la luz y no emite ninguna. El movimiento continuo de ese espectro electromagnético se traduce en energía. El universo, al estar plagado de ondas electromagnéticas, está lleno de energía.
Imaginemos que doy dos golpes consecutivos sobre una pared. Parecerá que he dado los dos golpes en el mismo lugar, pero no es así. Si pensamos que estamos sobre un planeta en movimiento alrededor del Sol, que nuestro Sol está moviéndose en la galaxia, en uno de los confines más alejados, y que nuestra galaxia se dirige hacia la constelación de Hércules, evidentemente no hemos dado dos golpes sobre el mismo lugar físico, geométrico, pues este se ha movido. Pero para un observador común, se han dado en el mismo lugar. Einstein lo que deseaba era encontrar esos invariantes, esos absolutos, esas referencias con respecto a las cuales medir todo lo demás, en este caso particular, los dos golpes.
Dichos golpes son simultáneos para mí, pues el sistema de referencia que yo utilizo soy yo mismo, pero no lo son con respecto al centro del universo, porque ese lugar físico donde impacta el golpe se ha movido en el espacio. En realidad, la referencia a seguir sería un punto del universo que permaneciese estático (¿su centro?), probablemente muy alejado de nosotros. El problema de nuestro mundo es que todo se mueve con respecto a todo, todo vibra, como la luz, ese espectro electromagnético de energía que se desplaza por todo el universo a la velocidad límite.
Al cuestionarse sobre el mundo de la luz, Einstein llegó a la conclusión de que nuestros sentidos nos engañan, pero que ese engaño forma parte de la propia Naturaleza y de su forma de manifestarse.
Y esa aparente ilusión con la que nos enfrentamos ante la realidad existe tanto en el plano de lo físico como de lo psicológico y de lo mental. Nuestros sentidos y nuestras maneras de entender la realidad están llenas de subjetivismo. Entonces, ¿a qué aferrarnos? ¿Es que no existe ninguna certeza objetiva en la Naturaleza, ninguna ley inamovible? En realidad, Einstein nunca creyó en esa aparente relatividad («todo es relativo»), y se dedicó a la búsqueda de los inamovibles físicos.
Cuando el sentido común no encuentra respuestas en la Naturaleza, hay que echar mano de las matemáticas y de la física como instrumentos.
Imaginémonos viajando en un tren, en el vagón central, leyendo tranquilamente nuestro periódico. Imaginad que proyectamos con un foco, desde el vagón central, dos haces de luz, uno hacia el vagón de cola y otro hacia el vagón del maquinista. Para el pasajero del vagón central, los dos haces de luz llegan al mismo tiempo tanto a un extremo como al otro del tren. Evidentemente, han recorrido el mismo espacio. Pero ¿qué conclusión sacaría un campesino que ve pasar el tren desde el exterior? Verá que el haz de luz que va hacia la cola llegará antes a la parte trasera, porque esta se acerca al rayo de luz. Y tardará más en llegar el que va hacia el vagón del maquinista, porque este se va alejando del rayo de luz con la velocidad propia del tren. Evidentemente, tanto el pasajero como el campesino tienen razón. Lo que es simultáneo para el pasajero no lo es para el campesino. Pero ¿es que las leyes de la Naturaleza son diferentes para los dos observadores? Todo es relativo para cada observador, pero la ley ha de ser la misma, en este caso la de la propagación de la luz con velocidad uniforme y constante.
Einstein comienza por cuestionarse el concepto más inamovible en nosotros: el tiempo.
El tiempo no es absoluto, es relativo. El tiempo es diferente para el pasajero que está en el tren y para el campesino que lo observa; cada uno tiene su tiempo. El tiempo es diferente para cada observador; es plástico, es elástico. Existe un tiempo propio para cada era geológica, para cada época histórica, para cada ser humano. Lo que ocurre es que como vivimos en un mundo macroscópico donde las velocidades no son como las de la luz, nuestros tiempos son aparentemente iguales. En un caso real como el que hemos visto anteriormente, el campesino y el viajero prácticamente no encontrarían apenas diferencias entre los rayos de luz que van en direcciones contrarias. Otra cosa ocurriría si el tren se desplazase a una velocidad prácticamente igual a la de la luz y nuestros sentidos estuviesen preparados para manejarse a tales velocidades. Si viviésemos en un universo donde nos pudiésemos mover a velocidades tan altas como las de las partículas de luz, mi tiempo sobre esta partícula y mi tiempo cuando estoy parado sí que serían diferentes.
La Teoría de la Relatividad se asienta sobre tres principios: la no existencia de sistemas de referencia privilegiados en nuestro mundo manifestado, la relatividad del tiempo y la constancia de la velocidad de la luz. Este último resulta un tanto paradójico. Imaginemos una escalera mecánica. Si permanecemos parados sobre la misma, nuestra velocidad relativa con respecto al suelo será la de la velocidad de la escalera, pero si subimos por ella a una determinada velocidad, la velocidad relativa con respecto al suelo será la suma de ambas y nos alejaremos del suelo a mayor velocidad. Pero ¿qué ocurriría si la velocidad de la escalera fuese la velocidad de la luz? Pues con la anterior lógica, si subiésemos andando por esta escalera, la velocidad resultante sería superior a la de la luz. Pero es imposible superar la velocidad de la luz; por mucho que corriésemos sobre esta escalera mecánica, el esfuerzo sería inútil. Es un límite, como decía Einstein, hasta que la naturaleza se canse de sus propios límites.
Se hicieron muchos experimentos para encontrar la verdadera velocidad de la luz, tanto yendo a favor como en contra de la velocidad de la Tierra. Son famosos los experimentos de Michelson-Morley en la ciudad de Chicago, allá por el 1900. Incluso se llegó a paralizar la ciudad para que ninguna vibración alterase estos experimentos de alta precisión y se llegó a la conclusión de que la velocidad «c» de la luz era una constante.
Respecto al tiempo, se han hecho experimentos en aviones supersónicos con relojes atómicos. Si en un avión que supera la velocidad del sonido situamos un reloj atómico, y lo sincronizamos con otro sobre la Tierra, al aterrizar el reloj del avión se ha atrasado unas millonésimas de segundo. A velocidades cercanas a las de la luz, el tiempo se dilata. Varios ejemplos sirven para explicar estas paradojas del tiempo. Consideremos dos fumadores de puro, uno en el centro de una vía circular y otro subido en un tren que circula a altísima velocidad. La conclusión a la que llega el fumador estático en el centro de la vía es que el puro del viajero debe de ser de mejor calidad, pues dura más.
Todo esto, evidentemente, no lo podemos vivenciar, porque nos movemos en un mundo macroscópico donde alcanzar esas velocidades tan altas requeriría más energía que la que el ser humano es capaz de generar, pero actualmente tenemos la oportunidad de trabajar en el mundo de las partículas atómicas, en los aceleradores de partículas. Aquí sí que se observan fenómenos relativistas extraídos de las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad. Por ejemplo, podemos ver cómo la masa de las partículas a esas altas velocidades aumenta o cómo su longitud se contrae.
En realidad, no es que a esas velocidades los objetos pesen más o cambien sus características físicas. Yo peso lo mismo sobre una báscula a esa velocidad que sobre otra que permanezca parada, porque el observador soy yo. El problema surge al comparar el mismo fenómeno, visto por dos observadores en estados diferentes. El verdadero relativismo implica la existencia de dos puntos de vista diferentes.
Volvamos a la época en que fue publicada la teoría de la relatividad restringida; fue un breve manuscrito de pocas páginas, pero que causó una verdadera conmoción entre la élite científica.
Muchos se mostraron escépticos. Pero otros, como Madame Curie, llegaron a catalogar a Einstein por vez primera como el más grande físico del siglo XX.
JOSÉ ESCORIHUELA
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