Pocos hombres han existido cuya biografía necesite menos de una justificación. Isaac Newton fue uno de los más grandes científicos de todos los tiempos. Representó la culminación de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, la transformación intelectual que creó la ciencia moderna y, como representante de esa transformación, ejerció influencia en la configuración del mundo del siglo XX –para bien y para mal–, superior a la de cualquier otra persona, considerada individualmente (Richard S. Westfall, Isaac Newton: una vida).

Valgan estas palabras del más autorizado de los actuales biógrafos de sir Isaac Newton como introducción a este breve artículo, que pretende arrojar algo de luz sobre los aspectos más desconocidos, controvertidos y polémicos de este gran hombre. No hay tiempo ni espacio (en el sentido newtoniano) para abarcar en pocas líneas las enormes contribuciones que legó a la ciencia moderna. Mas bien habría que decir que él creó sus cimientos, su metodología, su verdadero alcance, y entrevió sus limitaciones y sus fronteras. Realmente fue el «inventor» de la ciencia moderna, a la que legó decenas de capitales descubrimientos y herramientas en matemáticas, óptica, mecánica y astronomía. Cualquiera de sus contribuciones por sí solas habrían bastado para conferirle un lugar privilegiado en la historia de la ciencia.

Lo asombroso, al contemplar el conjunto de su vida y obra, es que no se limitaba solamente al campo científico. Es más, su actividad científica fue solamente una de sus facetas, y no precisamente a la que dedicó más tiempo y energía. Fue a raíz de la subasta de su legado en 1936 cuando empezó a saberse que sir Isaac Newton se había dedicado durante toda su vida a la alquimia y que esta no había sido el capricho o pasatiempo de un hombre senil, como se había pensado hasta entonces. Lo curioso es que hasta hace diez o veinte años, cuando se «confesaba» que Newton se había dedicado a la alquimia, solamente se reconocía que había escrito unas cien mil palabras sobre este tema. Hoy en día se sabe ya que escribió al menos 1,2 millones de palabras sobre ella, mucho más que la totalidad de toda su obra científica.

Esto, evidentemente, hace replantear el conjunto de su obra, que acaso fue fruto de unas investigaciones hasta hoy insospechadas y que sobrepasan el marco de la mera ciencia mecanicista. Como decía el economista John Maynard Keynes, a quien se debe el logro de poner al alcance de la investigación dicho legado: «Newton no fue el primer representante de la era de la razón. Fue mas bien el último de los magos. Consideraba el conjunto del universo como un arcano, un secreto que podía ser desvelado mediante la pura razón aplicada a determinados signos místicos que Dios había ocultado en la Naturaleza. Él pensaba que dichos signos podían ser encontrados en la construcción del cielo y en la del mundo elemental (y de ahí su dedicación a la filosofía natural y a la experimentación), pero también en determinados documentos y tradiciones legados por una fraternidad de sabios depositarios de determinados tesoros filosóficos, mantenidos en secreto, cadena que se habría continuado de manera ininterrumpida desde su revelación en Babilonia. Consideraba el universo todo como un criptograma del Todopoderoso».

Podríamos aceptar en Newton inquietudes filosóficas, artísticas o históricas. Pero que precisamente el padre de la moderna ciencia se ocupara de astrología, alquimia y profecías, es algo que no cuadra con la imagen de científico mecanicista que conocemos de él.

Newton, filósofo heterodoxo y alquimista

Los primeros biógrafos de Newton, como David Brewster (1781-1868), mencionaron ya sus ocupaciones alquímicas, y las atribuían a una especie de derrumbamiento psicológico que sufrió debido al tremendo esfuerzo desarrollado en sus investigaciones científicas. Los datos que tenemos actualmente de su vida indican que era capaz de resolver los más arduos problemas matemáticos y físicos sin apenas esfuerzo, restando incluso importancia a algunas fundamentales soluciones matemáticas que logró para la ciencia física. Fue precisamente su creciente interés por «otros» experimentos lo que le hizo desinteresarse de las matemáticas, la óptica y la filosofía natural en general. Llegó incluso a cortar toda correspondencia con los científicos más importantes y a interrumpir la redacción de sus tratados sobre física óptica porque «algunos asuntos propios ocupan casi todo mi tiempo y atención» (carta al presidente de la Royal Society). En la segunda carta a Leibniz, que fue de hecho la última que le escribió, afirma que «teniendo otras preocupaciones en la cabeza, considerar estas cosas, en este momento, representa una molesta interrupción para mí». «Sir -terminaba la carta-, tengo mucha prisa. Suyo…». No hay constancia de cuáles fueron estas ocupaciones, pero todo parece indicar que se centró en prácticas alquímicas. Cuando posteriormente ocupó el cargo de intendente en la Casa de la Moneda, describió un proceso para refinar oro y plata con plomo que había registrado en aquel tiempo. (Ya en su época se decía, medio en serio, medio en broma, que su pelo prematuramente plateado se debía a sus experimentos con sales de plata).

Otro motivo que se solía alegar para justificar su dedicación a la alquimia era que se trataba de una de las «supersticiones» de la época, olvidando, al parecer, que otros brillantes pensadores y científicos como Gotfried W. Leibnitz, Boyle y John Locke se ocuparon también de esas «supersticiones». Al propio Robert Boyle, uno de los iniciadores de la moderna ciencia química y con quien se carteaba Newton, se le suele mencionar como uno de los detractores de la antigua alquimia, al afirmar que no había, hasta el momento, comprobación experimental de la existencia de los cuatro elementos alquímicos. Esto se ha tomado durante mucho tiempo como una negación de los principios de la alquimia, cuando, en todo caso, no hace más que plantear una evidencia: que los postulados alquímicos no debían tomarse al pie de la letra. El propio Boyle estaba convencido de la posibilidad de la transmutación de los metales y relata incluso un caso de transmutación real de oro realizado por él, mediante un extraño material que le proporcionó un «desconocido» (Historical Account of a Degradation of Gold, made by an Anti-Elixir, a Strange Chemical Narrative). El relato concluye con las siguientes aleccionadoras palabras, que deberían hacer reflexionar a cualquier verdadero científico: «De este experimento debemos concluir que, en contra de lo que hacen tantas respetables personalidades, que se precipitan poniendo estrechos límites a la Naturaleza y al arte, no debemos burlarnos de aquellos que creen en resultados extraordinarios dentro de la química».

Se sabe que con veinticinco o veintiséis años, precisamente la época dorada en que eclosionó su genio científico, se dedicó a la alquimia y no abandonó estos experimentos durante el menos treinta años. Ya con veintitrés había descubierto las matemáticas de Euclides, curiosamente al realizar determinados cálculos astrológicos, y en cuestión de un año, se convirtió de humilde estudiante en el matemático más famoso del mundo. Con veinticinco años dominaba la química de la época y empezó a usar sus conocimientos de metales y sales, de sublimación, filtración, disolución y reducción, en un esfuerzo que duraría toda su vida: descifrar el proceso de la alquimia. Su laboratorio colindaba con la capilla del Trinity College (ironías del destino) de Cambridge, no lejos de la puerta principal.

Newton había sido siempre muy habilidoso con las manos. De la misma manera que diseñó, fabricó y montó aparatos, como el primer telescopio reflector, que causó sensación en la Royal Society, fabricó también los hornos de su laboratorio alquímico. Además de los experimentos prácticos, leyó, asimiló y reseñó de modo concienzudo y exhaustivo toda la literatura alquímica que cayó en sus manos, escribiendo más de mil páginas de notas propias. Reunió una enorme colección de manuscritos sobre alquimia, la mayoría escritos por él.

Muchos son los hechos de su larga y fructífera vida que cobran sentido solo a la luz de esta perspectiva diferente, heterodoxa, de Newton. Resulta llamativa su afirmación de que había podido ver tan lejos porque había podido encaramarse a los hombros de gigantes. ¿A qué gigantes se refería? No serían, desde luego, las eminencias científicas y filosóficas de su tiempo, con las que tuvo un trato de altivo desdén desde su primera juventud (sus primeras indagaciones y estudios iban dirigidos ya a cuestionar y rebatir los postulados del gran artífice de la filosofía mecanicista, Descartes). ¿Se refería quizás a los clásicos filósofos grecorromanos? Nunca lo especificó. Lo que sí se sabe es que mantuvo apasionadamente la tesis de una sabiduría primitiva y secreta (prisca sapientia) que la Divinidad reveló a unos pocos elegidos y que a su vez la transmitieron de manera ininterrumpida a lo largo de los siglos…

No es este el momento de desarrollar las implicaciones de sus trabajos alquímicos sobre sus descubrimientos científicos. Pero visto el panorama descrito no es de extrañar que un concepto hoy en día tan común como «fuerza» fuera tan virulentamente combatido por los máximos exponentes de la ciencia positivista, quienes consideraron la teoría de la gravitación universal como un «cuento de hadas» (Leibniz) o algo «repulsivo» (Bernouilli); es en el mejor de los casos como algo más propio del hermetismo renacentista que de la ciencia del siglo XVII. El solo hecho de que pudiera haber «algo» obrando a distancia entre los cuerpos era visto como una vuelta a supersticiones medievales. Solo la comprobación experimental y el éxito práctico de su teoría obviaron esas dificultades e implicaciones filosóficas. Pero el fundamento mismo de su teoría gravitatoria descansa sobre principios no mecánicos sino propios de la alquimia y el hermetismo: la simpatía entre los seres naturales, el principio secreto de afinidad. Esto lo menciona claramente el mismo Newton en unos pasajes muy ilustrativos: «¿No poseen las pequeñas partículas de los cuerpos ciertos poderes, virtudes o fuerzas con las que actúan a distancia unos sobre otros para producir una gran parte de los fenómenos de la Naturaleza? Es bien sabido que los cuerpos actúan unos sobre otros, como por medio de la atracción de la gravedad, el magnetismo y la electricidad; y estos ejemplos muestran el talante y el curso de la Naturaleza y hacen que no sea improbable que existan más poderes atractivos que estos, pues la Naturaleza es muy consonante y conforme consigo misma». Esta es una nueva formulación de los tradicionales principios herméticos, tal como fueron ya explicados en el primer Renacimiento.

Por mencionar solo una de sus conclusiones: afirmó la posibilidad de la transmutación no solo de unos elementos en otros, sino incluso de la luz en materia, cosa que científicamente solo pudo ser constatado en el siglo XX por otro genio, Albert Einstein (principio de equivalencia de energía y materia).

Más allá de todo, nos queda su ejemplo como auténtico filósofo, incansable buscador de la verdad, a la vez que plenamente consciente de las limitaciones humanas (creía que la Naturaleza, en último término, era impenetrable a la razón humana y que la ciencia sola no podía aportar un conocimiento cierto acerca de su esencia). Replicando a la acusación de que creía en cualidades ocultas, afirmó que sólo había formulado «leyes generales de la Naturaleza, según las cuales se forman las cosas, y su verdad se nos aparece por los fenómenos, aunque sus causas no hayan sido aún descubiertas».

Extraño ejemplo es este que nos ofrece Newton, aunando las virtudes del verdadero científico –honestidad, humildad, racionalidad y capacidad deductiva y experimentadora– con las del mago alquimista –voluntad, perseverancia, concentración y capacidad inductiva, todo ello imbuido de una profunda religiosidad–. En los albores del siglo XXI, estos siguen siendo los pilares para llegar a descubrir la verdad a la que puede aspirar el filósofo científico. Como dijo el propio Newton a un amigo desconocido poco antes de morir: «No sé qué podré parecerle yo al mundo, pero tengo para mí que no he sido más que un muchacho que juega a la orilla del mar, que se distrae de cuando en cuando al encontrar un guijarro más liso o una concha más bella que las habituales, mientras el gran océano de la verdad se extendía ante mí aún por descubrir».

Alquimia, una ciencia sospechada

A modo de pequeña aclaración, no está de más recordar que por alquimia no debemos entender solo la ciencia de la transmutación de los metales, sino una más profunda ciencia global que trata de poner en concordancia y armonía el macrocosmos (universo) y el microcosmos (hombre). Podríamos emparentarla, de alguna manera, con la moderna ecología filosófica, pero basada en principios de correspondencia hoy apenas conocidos. La transmutación de los elementos con la piedra filosofal no sería sino un reflejo, una proyección de la propia transmutación interna del hombre. Dado lo amplio de sus presupuestos filosóficos y su capacidad de adaptación a cualquier tiempo y lugar, esta antigua disciplina filosófica no solo no declinó en los albores de la era de la razón, sino que se desarrolló y fue motivo de intensas investigaciones por parte de los más avanzados pensadores en los siglos XVI y XVII. Solo en Inglaterra cabe mencionar a hombres como John Dee, Henry More y Elias Ashmole, este último a su vez cofundador de la ilustre Royal Society y autor de una monumental obra alquímica (Theatrum Chemicum Brittanicum).

Pero, a pesar de la notoriedad de los hombres dedicados a su estudio, dichas ocupaciones fueron siempre consideradas heterodoxas, rayando en lo condenable y peligroso, en Inglaterra y en toda Europa. Además suponía asumir posturas filosóficas en franca oposición a los dogmas y a la intolerancia vigente. Es conocida la postura de Newton contraria al dogma de la Santísima Trinidad, y le costó mucho mantener una necesaria discreción en estos temas. El acta, curiosamente llamada «de tolerancia», de 1688, excluía explícitamente de su protección a los que se manifestaban en contra de dicho dogma. Un acta del año siguiente los excluía de todo cargo público… Esto hizo inevitable una actitud de extraordinaria discreción, sigilo y cuidado, y más en el caso de Newton, que llegó a ocupar los más altos cargos públicos. No obstante, no podían pasar del todo desapercibidas sus actividades alquímicas.