Hoy, agotadas creatividad, imaginación y honradez, se hace patente la alexitimia, o sea, la incapacidad para exponer, para comunicar. El poder ejerce la “acomunicación”: habla y no dice nada…
El síndrome de adicción al poder existe, como una ludopatía, como una necesidad primaria. El poder político es el más histriónico de los poderes. Necesita la teatralidad y el aplauso; si fallan estas condiciones se recurre al poder de siempre, al de verdad, al económico, para que respalde a aquel durante el mayor tiempo posible.
Para acompañar al político en el poder, viene bien un personaje, cada vez más numeroso y variopinto: el burócrata. Se trata de un individuo henchido, pletórico de grandes nadas, obsesionado por la confección de documentos imposibles alienando su vida por mor de la gestión reglamentaria (instrumentos los llaman). El síndrome de adicción al poder se completa con un narcisismo evidente. La apariencia de sociabilidad, interés por el otro, renuncia de lo propio, no es sino intento de compensar su inseguridad. Viven asentados en una hipertrofia del Yo sin fronteras posibles, por eso necesitan del permanente halago y admiración.
El político en el poder es un ser cuya mismidad le aterra. Se sabe finito, pero se siente infinito. Esto sucede, sobre todo, en la época inicial del acceso al poder, cuando hay una verdadera intoxicación, un estado casi hipomaníaco de exaltación, locuacidad colindante con la verborrea. Es en este tiempo cuando las relaciones interpersonales próximas se ven sometidas a cambios importantes, si bien sutiles e inapreciables por el propio sujeto. Los habituales comentarios y opiniones de los allegados se ven arrinconados, preteridos por otros procedentes de advenedizos que, aún siendo ajenos al círculo afectivo del protagonista, parecen sintonizar emocionalmente bien con sus decisiones. Por eso, seres insustanciales, carentes de solidez y experiencia en la gestión pública, son elevados a cargos de responsabilidad, generando en los postergados sentimientos de animadversión y rechazo. No es tan raro que el detentador del poder adopte decisiones de gobierno realmente inducidas por pulsiones personales, convicciones, prejuicios, aunque aparenten proceder de la más fría y pragmática racionalidad. Si a este cuadro añadimos el carácter patrimonial con que frecuentemente gestionan la “res pública”, no es de extrañar la imagen negativa que tienen muchos sectores de la Administración.
De forma natural, aunque no espontánea, se van configurando en torno al jefe varios círculos defensivos cuyos componentes presentan características diferenciadas. Así, los del perímetro más amplio, cargos de medio pelo, presumen de haber estrechado la mano, incluso haber intercambiado saludos con el jefe. Entre ellos se hallan algunos críticos que están al tanto de decisiones futuras y, aún más, del porqué de algunas de ellas. Han adoptado los manierismos propios del estatus, sus hábitos de vida cambian, su aspecto personal es modificado (el peinado en ellas y la barba en ellos son patognomónicos). Hay quienes presentan una tendencia compulsiva a los cambios, siguen obsesivamente la moda, los nuevos espectáculos y, sobre todo, la actividad física distinta y distinguida (tenis, hípica, esquí).
Un segundo perímetro, interno al anterior, acoge a los allegados que han conseguido mejores cotas de participación en la tarta. Son los que nos sorprenden por sus repentinas vinculaciones al consumo de bienes que producen gozos sensuales. Ya no se trata de comer bien, sino en los más famosos sitios de restauración y descanso; en tertulias de los que se erigen árbitros, con insospechados conocimientos de arte, tecnología, medicina, etc.
En este círculo interior funciona con precisión cronométrica y absoluta jerarquización la ley del amiguismo. Los miembros sufren de ansiedad, están obsesionados por aparentar eficacia y perfección en su trabajo. Cuajan ideas sobrevaloradas de desconfianza, vigilando constantemente la marcha de los iguales en busca de algún signo que permita anticipar su posición en el catálogo de puestos de trabajo vigente.
El culmen de la patología está en el perímetro central, espacio reducido en el que el ambiente está continuamente impregnado por el aura del dios político. Aquí los pertenecientes viven en una inseguridad constante. Para proteger integralmente el sistema deciden cambiar la denominación de “jefe” por la de “líder”, de ese modo ascienden un escaño en la escala de valores sociales. Es el tiempo en que sobreviven y se patentizan pasiones larvadas, hay una exaltación de la sexualidad al tiempo que se hace de la hipocresía una eficaz arma de combate dialéctico. El narcisismo invade la intimidad hasta el punto de vivirse como intercambiable por el líder. Es el tiempo en que la expresión formal, la comunicación, a fuer de interpretar las “necesidades de la sociedad”, se complica y aborta. Es como si, agotadas las reservas de energía, se iniciara un camino hacia la sublimación, lo deletéreo, que nos permitiera permanecer intemporalmente en lo infinito. Es la alexitimia del poder.
ÁNGEL PONCE DE LEÓN
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