Índice
A comienzos de 1997 fuimos sorprendidos por uno de estos extraños fenómenos, el conocido Hale Bopp, uno de los cometas de mayor brillo del siglo XX, debido a que en su núcleo existía una gran cantidad de agua que hacía que la luz del Sol se reflejase. El estudio de los cometas es tan antiguo como la civilización. Ya los astrónomos chinos en el año 1100 a.C. mencionaron los cometas. Y en tablillas antiquísimas sumerias encontramos estudios de cometas. También aparecen en monedas romanas cometas acuñados, como por ejemplo, en la moneda que el emperador Augusto acuñó tras la muerte de Julio César, que se supone presagiaba este suceso nefasto para el Imperio romano.
Aristóteles creía que los cometas eran emanaciones del sistema solar. Séneca, en cambio, pensaba que eran cuerpos autónomos. Tycho Brahe, el gran observador danés de los cielos, dedujo que efectivamente eran cuerpos autónomos que no provenían de nuestra atmósfera, sino de regiones remotas del sistema solar. Isaac Newton dedujo que seguían órbitas elípticas que se desplazaban a períodos constantes durante x tiempo. Su íntimo amigo, Edmund Halley, descubrió el más famoso cometa de todos los tiempos, y dedujo que este, cada setenta y seis años, volvía a pasar sobre la Tierra, cruzando el firmamento celeste.
En los últimos veinticinco años hemos sido testigos de una gran afluencia de cometas. Recordemos el famoso Hale Bopp, o el cometa Hyakutake, con una de las colas más largas en el año 76; o el Halley, que en el 86 volvió a pasar cerca del Sol. En este caso se enviaron dos sondas, la rusa Vega II y la Europea Giotto, que pudieron sacar fotografías del núcleo del cometa. También hemos sido testigos de cometas como el Kohoutek, que impactó contra el planeta Júpiter y dejó en él una gran mancha, un impacto de tamaño superior al de la Tierra, pero que desapareció en poco tiempo debido a los grandes vientos que se desarrollan en Júpiter. O el cometa Ikeya-Seki, avistado por un japonés, que se acercó tanto al Sol que nadie creyó que podría sobrevivir. Pero de hecho lo hizo. Y es que los cometas son cuerpos un tanto extraños.
Hoy se cree que los cometas son restos de formación del sistema solar primitivo. Según se cree, cuando una nebulosa formada por gas y polvo se condensó sobre sí misma, explosionó, y a partir de ahí se formaron una serie de planetas que son los que hoy conocemos en el sistema solar. Existían entonces millones de núcleos de cometas que se fueron sedimentando sobre estos planetas y aumentaron la masa de los mismos. Hoy en día existen también millones de núcleos de cometas, pero en una región del espacio que se conoce como la Nube de Oort, situada a 400.000 millones de kilómetros del Sol, mucho más allá de la órbita del último de los planetas. Se supone que allí existen cientos de miles de núcleos de cometas, que permanecen a temperaturas de 200ºC, alejados del Sol. Son una especie de bolsa de tiempo donde en su interior se acumula toda la información de los principios y orígenes del sistema solar.
El paso de una estrella altera la gravedad del cometa y provoca que salga de la Nube de Oort y se proyecte en un viaje que tal vez ocurra durante quince mil años, hasta adentrarse en el interior del sistema solar. Durante esos quince mil años el cometa se va aproximando lentamente hacia el Sol, y poco a poco va acelerando, hasta que se encuentra con el gigante del sistema solar, Júpiter, que produce en él un desvío tal que acelera el cometa a velocidades que son las más altas que se dan en el sistema solar, de casi ciento setenta mil kilómetros por hora. Debido a la radiación solar, los hielos que hay en el interior del cometa empiezan a sublimarse, es decir, pasan del estado sólido al gaseoso, y una nube de gas, como un volcán, surge del interior del núcleo del cometa. Miles de partículas de polvo salen disparadas en una cola que puede tener mil setecientos millones de kilómetros, y abarcar la distancia de la Tierra al Sol, y que hoy divisamos con esa completura en el hermoso espacio nocturno. Poco a poco se va acercando al Sol, da un rápido latigazo en torno a él y de nuevo regresa a la noche de los tiempos hasta convertirse en un fantasma pétreo, hasta que de nuevo la llamada del Sol, al cabo del tiempo, se produce.
Los descubrimientos de mayor trascendencia sobre los cuerpos de nuestro sistema solar los proporcionan las sondas robotizadas enviadas a bordo de naves espaciales. En 1995 la NASA dejó la sonda Galileo entre las nubes de Júpiter para estudiar el planeta y sus satélites. Entre ellos se encuentra Europa, que posee una corteza de hielo con un océano subterráneo de agua salada o hielo semifundido donde podría existir vida.
En 1997, mientras se desarrollaba la misión Galileo, se procedió al lanzamiento de la misión Cassini, que llegará a Saturno en 2004. Consta de un módulo orbital y una sonda atmosférica que no está destinada a Saturno, sino a su satélite mayor, Titán. Este se halla cubierto por depósitos de hidrocarburos y posee una atmósfera densa con nubes y lluvias de metano. Los científicos creen que la química de este satélite puede parecerse a la de la Tierra cuando surgió la vida. De ser así, Titán se convertiría en uno de los lugares más prometedores para el hallazgo de vida extraterrestre.
Hoy contamos con telescopios espaciales lanzados a más de quinientos kilómetros de altura de la superficie de la Tierra, como el telescopio espacial Juver, o el telescopio Isso de infrarrojos, capaz de detectar las zonas calientes, las productoras de materia, los sistemas solares que se están creando, las nebulosas y galaxias que se están formando continuamente. Un telescopio cuyo único objetivo para el siglo XXI va a ser detectar vida en otros sistemas solares como el nuestro, a partir de las partículas de oxígeno. Por su parte, los telescopios de ultravioletas han detectado grandes bolsas de agua en el universo. Las partículas de polvo cósmico en las nebulosas galácticas están recubiertas por partículas de hielo. Esto demuestra que el agua no es patrimonio de la Tierra, pertenece a todos los sistemas solares de todas las galaxias de nuestro universo.
Las naves espaciales Voyager I y II fueron enviadas a los planetas jovianos. Estas naves nos trajeron informaciones significativas, como por ejemplo, que los anillos del planeta Saturno tienen tan solo un kilómetro de espesor, pero que en su interior hay miles y miles de cuerpos, los satélites pastores, de un tamaño más grande que la Luna. O que Neptuno tiene uno de los mayores complejos huracanados del sistema solar; tiene una especie de mancha que ocupa varias veces la dimensión de la Tierra, y en su interior se producen huracanes de velocidades de más de dos mil quinientos kilómetros por hora. O que Plutón es un planeta un tanto extraño, que a simple vista desde la Tierra brilla tanto como si estuviera más próximo que esta al Sol. No es un planeta gaseoso, y algunos creen que quizá Plutón sea un cometa atrapado por el sistema solar y que se haya convertido en planeta. ¿Es posible que los cometas no sean simples rocas que se mueven por el sistema solar? Como emisarios que desafían la gravedad del Sol en sus mismas barbas, quizá deberíamos considerarlos algo más que simples rocas.
Los cometas influyen sobre la Tierra. Constantemente recibimos una invasión de polvo intergaláctico, cometario, que se puede detectar fácilmente en las altas superficies de la atmósfera. A más de setenta kilómetros de altura, los globos sondas, o los aviones de investigación U-2, han podido detectar gran cantidad de polvo cometario, y en este polvo se encuentran partículas orgánicas como las que podemos encontrar en la superficie de la Tierra. Pensamos que los cometas son simples rocas sin vida, pero una serie de descubrimientos sugieren que quizás sean portadores de vida. En el siglo XIX Louis Pasteur mostró que la generación espontánea era un absurdo. La generación espontánea era una teoría que apuntaba a que la creación de materia surgía a partir de la nada. Que si, por ejemplo, dejábamos un trozo de carne en el vacío, sería atacado con el tiempo por multitud de microorganismos. Pero Pasteur, en una serie de experimentos como el de las probetas de cuello de cisne, demostró que un trozo de carne dejado en el vacío no sufriría el proceso de descomposición por microorganismos, sino que simplemente eliminaría de sí la humedad, el agua. Pasteur dedujo que los microorganismos se transportaban a través del aire, de la atmósfera. ¿No sería posible entonces que la vida en la Tierra hubiese surgido por microorganismos o bacterias orgánicas que nos hubieran traído estos astros desde las regiones más alejadas del sistema solar?
Hay en la actualidad una teoría creacionista acerca del surgimiento de la vida en el sistema solar. Según Stanley Miller, la vida surgió en la Tierra a raíz de un caldo primitivo; una serie de elementos como el amoniaco, el metano y el agua, sometidos a grandes diferencias de potencial dieron lugar a las proteínas. Y las proteínas son la cadena básica de la vida. Pero hoy en día hay muchas dudas acerca de la composición original de la Tierra, y se cree que no estaba formada por estos elementos químicos, sino por otros como dióxido de carbono y nitrógeno, los cuales, sometidos a estas diferencias de potencial, no producen fácilmente aminoácidos.
Hoy se sabe que existen rocas sedimentarias en la Tierra de más de tres mil ochocientos millones de años de antigüedad, que tienen en su interior materia orgánica, y esa materia no es tan fácil que se consolidase después de cuatro mil quinientos millones de años, es decir que no se pudieron producir sedimentaciones de materia orgánica en rocas sedimentarias a partir de un caldo primitivo. La vida tuvo que venir de otro lugar.
En el interior del meteorito existen bacterias, arqueobacterias y virus parecidos a las que actualmente existen en la Tierra. En los años cincuenta, el meteorito de Tanzania mostró en su interior películas filamentosas similares a los hongos terrestres.
Los investigadores que hicieron estas afirmaciones fueron despedidos de la comunidad científica por expresar estas ideas a través de la experimentación. Aun así, siguen abriendo nuevos caminos de investigación sobre los cometas y el posible origen de la vida en la Tierra.
Pero lo más extraño de todo es el resultado de las sondas espaciales enviadas para el análisis del cometa Halley. Este fue analizado por la sonda Giotto; a la proximidad de quinientos kilómetros, la sonda dejó de funcionar y emitió una serie de fotos que fueron analizadas en ordenador para dar origen a una idea aproximada del núcleo. Lo que se supo es que en el interior de la cola del cometa se observaron series de partículas como el hidrógeno y el monóxido de carbono, partículas orgánicas. Al analizar la cola del Hale-Bopp, se dieron cuenta de que en su interior existían partículas que al combinarse dan lugar a los aminoácidos; es decir, hay pruebas evidentes de que en la cola de los cometas existen las partículas orgánicas necesarias para la formación de la vida. Y los cometas han impactado sobre la Tierra a lo largo de los años y siguen impactando.
Hoy se cree que cada trescientos millones de años hay un impacto de un cometa sobre la Tierra. Quizá hace sesenta y cinco millones de años, cuando desaparecieron los dinosaurios, algún cometa impactó sobre ella y produjo una nube de gas y polvo que ocultó la luz del Sol, y las partículas vegetales no pudieron realizar la fotosíntesis, con lo que desaparecieron los grandes herbívoros de la Tierra, y con ellos, los grandes carnívoros reptiles.
Estos cuerpos siguen impactando sobre la Tierra hoy en día. En 1908, se cree que un cometa impactó en el valle de Tungushka en Siberia. Al parecer estalló a 10 km de altura de la superficie; no hubo explosión, sino una onda de calor que destrozó todas las ramas de los árboles. Veinte años después se produjeron cambios y mutaciones en los insectos del lugar, y muchos renos murieron por extrañas enfermedades. Hoy en día se plantea la posibilidad de que además de portadores de vida, los cometas pueden ser también portadores de una serie de virus y bacterias, responsables de enfermedades de los animales. Porque también hay teorías que afirman que la extinción de los dinosaurios se debió a un cometa, pero no a su explosión, sino a que sembró la Tierra con una especie de virus que produjo la muerte lenta, durante miles de años, de estos dinosaurios, que es más probable, debido a que los dinosaurios convivieron con otras especies nuevas que iban apareciendo poco a poco. Es decir, no hubo una extinción instantánea, sino sucesiva.
Hay otras teorías acerca de los cometas como portadores de enfermedades a la Tierra. Se han hecho estudios en latitudes similares del globo que presentan frecuencias idénticas de enfermedad. Ciudades que permanecen en el mismo paralelo sufren enfermedades parecidas. Es como si la cola del cometa dejase una serie de residuos sobre la Tierra que se situasen en esas latitudes.
Queda mucho por saber de este apasionante recorrido por los espacios intergalácticos donde existen los más insólitos espacios y las más fecundas certezas, así como de los interrogantes que el intelecto humano lleva siglos trazando sobre la arena de nuestras dudas milenarias.
Aunque aparentemente son solo una mezcla de polvo, agua y gases helados, estos extraños bólidos que nos visitan de vez en cuando están rodeados de una aureola enigmática, fundamentalmente relacionada con su origen y su finalidad en el conjunto de los cuerpos celestes, sobre todo, porque se cree que esta mezcla, que parece inofensiva, contiene materia residual de la formación del sistema solar, un caldo de cultivo de hace cinco mil millones de años.
Cuando se formó nuestra estrella, el Sol y todo el sistema, los cuerpos más lejanos se mantuvieron en regiones frías, lo que les permitió retener cantidades de agua y hielo, cosa que no era posible en los planetas cercanos al Sol. En el borde mismo del sistema quedó atrapada una inmensa nube esférica (Nube de Oort, nombre del astrónomo danés Hendrick Oort), que contiene pequeños cuerpos helados que allí aparentemente «vegetan» cumpliendo misteriosas funciones para el sistema. Cuando el campo gravitatorio de alguna estrella exterior afecta a estos cuerpos, se transforman en veloces bólidos, lanzándose hacia el interior del sistema solar. Son los cometas.
Al avistar un cometa, observamos un núcleo y una característica estela. Esto se debe a que cuando entra en el sistema solar y se acerca al Sol, la bola helada incrementa su temperatura y los componentes de su núcleo expulsan partículas que contienen gas, polvo, agua, dióxido de carbono y otras materias de su estructura. Su velocidad y el viento solar –que recorre el espacio a 400 km/seg– hacen que las partículas desprendidas formen hermosas estelas. Estas colas de los cometas siempre apuntarán en dirección contraria al Sol.
En algunos cometas se pueden apreciar no una, sino dos colas (el Hale-Bopp, que nos visitó en 1997, fue una hermosa muestra). De la cabellera gaseosa que se desprende del núcleo hay una corriente de partículas en polvo que se curvan en forma de abanico, formando un rastro cuya extensión puede alcanzar entre diez y miles de millones de kilómetros. Pero otra corriente sigue también el rastro del núcleo: son partículas ionizadas, que se curvan menos que las anteriores. Aunque no siempre se aprecian ambas colas, la diferencia se puede observar en el color: la cola de polvo es más amarilla, y la de moléculas ionizadas, más azul.
Todos los cuerpos planetarios del sistema solar se mueven alrededor del Sol en órbitas elípticas, en sentido antihorario, ocupando casi el mismo plano, el de la eclíptica (con la excepción de Plutón, el planeta más externo del sistema, a cuatro mil millones de kilómetros de la Tierra, y cuya órbita tiene una inclinación de 17 grados). Los cometas, en cambio, se acercan al Sol desde cualquier dirección y con cualquier ángulo. Sus órbitas son muy alargadas y excéntricas. Los cometas de período corto (como el Halley), forman elipses y se mueven entre los planetas, completando una vuelta en menos de 200 años, con lo que les vemos de manera periódica. Los cometas de período largo forman parábolas más o menos abiertas y su aparición es imprevisible.
El Halley, nombre del astrónomo inglés Edmund Halley (1656-1742), es quizás el más famoso de los cometas. Se han constatado treinta apariciones en los últimos 2000 años (nos visita cada 76 años, por lo que pertenece a los de ciclo corto). La primera vez que se registra es en el año 240 a.C. y su historia ha estado ligada a especiales acontecimientos y supersticiosas amenazas para la humanidad. La última vez que nos ha visitado fue en 1986 y la próxima será en 2061.
Otro de los cometas más celebrado (por su cercanía en el tiempo y el esplendor de su avistamiento) fue el Hale-Bopp, nombre de sus descubridores, los astrónomos norteamericanos Alan Hale y Thomas Bopp. Con un núcleo aproximado de 40 km de diámetro (más del doble que el del Halley), nos visitó a principios de 1997 y, al ser de largo período, no lo veremos más hasta dentro de 2400 años.
Cuando vemos un rastro de luz cruzando el cielo nocturno en una noche sin luna, probablemente estemos viendo un meteoro o «estrella fugaz». La denominada «lluvia de meteoros» es un fenómeno que sucede cuando el rastro de polvo dejado por un cometa atraviesa la Tierra. Estos residuos entran en la atmósfera a decenas de kilómetros por segundo, y la fricción de las moléculas con el aire las hace brillar en el cielo. Por otro lado, nuestro planeta recibe una constante lluvia de todo tipo de objetos interplanetarios, mezclas de material rocoso, hierro, níquel, etc. Algunos meteoritos están relacionados con los asteroides o planetas menores. Hay ciertas fechas del año en que la Tierra pasa cerca de una corriente de partículas cometarias y el número de meteoros se incrementa notablemente, y si en esas fechas las noches se prestan a la observación porque sean oscuras, el espectáculo está servido.
Los cráteres que se pueden observan en casi todos los planetas y satélites del sistema solar son, en su mayoría, el resultado de tremendas colisiones con cometas, asteroides y meteoros. En 1994, el telescopio espacial Hubble captó los fragmentos del cometa Shoemaker-Levy, que colisionó con Júpiter y que liberó una energía equivalente a millones de megatones. Mimas, uno de los numerosos satélites de Saturno, tiene un enorme cráter que ocupa su tercera parte y cuyas paredes miden entre 5 y 10 km de altura; esta es una muestra de cómo puede ser destruido un cuerpo estelar por impacto, ya que si la colisión hubiera sido un poco más fuerte, el satélite habría desaparecido. La razón de que podamos observar estas gigantescas heridas y no las veamos en nuestro planeta es porque la atmósfera y la erosión propias de la Tierra las han limado.
La carta mensual del cielo nocturno del mes de diciembre aparece como una guía para identificar las estrellas principales y las constelaciones que todos podemos observar a simple vista desde un lugar adecuado donde no molesten las luces de las ciudades ni la luz de la Luna.
El cielo está dividido en dos mitades: en la superior aparece el firmamento que se ve cuando se mira al norte, la inferior, cuando se mira hacia el sur. Para la observación, colocarse sosteniendo la carta correspondiente (del norte o del sur), orientada de modo que el horizonte caiga hacia abajo. Los astros situados por encima de la cabeza se sitúan en el extremo superior de la carta.
JOSÉ ESCORIHUELA
El caduceo es un símbolo cuya antigüedad resulta casi imposible decidir, ya que lo encontramos…
Confucio nace en una época muy turbulenta de la historia de China, entre el 522…
Del mismo modo que el faro, al iluminarse, es un poderoso auxilio para el barco…
La influencia del agua en la vida de nuestro planeta es profunda y determinante. La…
Filosofía en España Nos sería difícil mencionar filósofos españoles de la historia. Algunos podríamos recordar…
El elenco de costumbres funerarias españolas es infinito. Ritos populares cuyas raíces nos llevan a…
Ver comentarios