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LA PROFECIA DE ANTONINOLa relación de los hechos que me dispongo a contarles ha sido posible gracias a un detallado trabajo del profesor Georg Luck, publicado en una prestigiosa editorial alemana especializada en estudios sobre textos antiguos, titulado Magia y doctrinas secretas de la Antigüedad (1990, Alfred Corner-Verlag, Stuttgart).

Lo que particularmente llamó mi atención al leer este libro por primera vez, fue un pasaje referido a la destrucción del templo de Serapis de Alejandría, el centro más grande de iniciación en los misterios de la medicina, que todavía funcionaba en el siglo IV. Aunque el origen del dios Serapis es egipcio, llegó a ser el dios de la medicina de la Grecia helenística, y su culto se popularizó con el Imperio romano, llegando a ser uno de los más respetados y frecuentados de aquellos tiempos.

Pero antes de presentarles a Antonino, el protagonista de la curiosidad histórica que me ha llevado a escribir este artículo, permítanme referirme a un filósofo llamado Eunapio, pues a él le debemos la noticia de los acontecimientos que vamos a relatar. Así nos situaremos mejor en el tiempo y en las circunstancias, ciertamente críticas, que rodearon los siglos IV y V de nuestra era.

Eunapio, uno de los últimos grandes sacerdotes de los Misterios eleusinos

Se dice que Eunapio vivió del 345 al 420 d. C., es decir, en tiempos del emperador Juliano, llamado por los historiadores “el Apóstata” por haber intentado restablecer la tolerancia y libertad de cultos y religiones propias de la civilización romana. Esta libertad secular se perdió con Constantino I, llamado el Grande, tío y predecesor de Juliano. Con él, el cristianismo había llegado a ser prácticamente la inoficiosa “religión oficial” de Roma, gracias a las prebendas y protecciones obtenidas por los obispos en aquella mitad del s. IV.

Eunapio había estudiado retórica, filosofía platónica y, al parecer, también medicina. Su profesión era la de “sofista”, es decir, que vivía de la enseñanza y discursos públicos que dictaba. Fue un gran admirador del mencionado emperador “apóstata” y, de la misma manera que él, defendía la opinión de que los dioses antiguos no habían muerto, que todavía vivían entre los hombres y protegían a sus elegidos, tal y como se dice que llevaban haciendo desde la Edad de Oro.

Estaba convencido de que los dioses seguían, como siempre lo hicieron, dirigiendo sus miradas hacia la formación e iniciación de una élite espiritual y filosófica, que sería la destinada a conducir de nuevo a los hombres, una vez pasados los oscuros momentos históricos que les tocó vivir.

Parece ser que Eunapio gozó de un reconocido prestigio, ya que llegó a ostentar un alto cargo: el de Gran Sacerdote de Eleusis. Este cargo se otorgaba, desde hacía siglos, a eminencias que a menudo eran consultadas en cuestiones de vital importancia; el hierofante de Eleusis era depositario de la sabiduría arcaica que representaban los Misterios eleusinos, originalmente iniciáticos.

Conocemos algunos de sus escritos, en los que se percibe la intención de denunciar, más o menos veladamente, el –como diríamos hoy– “fundamentalismo” propio de la nueva religión. La avidez de poder político y social por parte de líderes (obispos, pastores), santones e “iluminados” que encabezaban el movimiento, había llegado al extremo de utilizar la violencia contra los “no creyentes” y promover la persecución de cualquier otro culto o tradición.

De Eunapio ha llegado hasta nosotros un libro titulado Biografías de filósofos y sofistas. Es un texto lleno de interesantes y curiosas anécdotas, extraídas tanto de fuentes más antiguas como de sucesos prácticamente contemporáneos a él. Una de estas biografías es la que se refiere a la filósofa Sosípatra, mujer clave en la vida de Antonino. Con ella empieza la historia que nos ocupa.

Sosípatra, madre de Antonino, afamada filósofa y dotada de extraordinarias facultades

Sosípatra fue, según el mencionado Prof. Georg Luck, “una de las personalidades más interesantes dentro de los filósofos neoplatónicos” de la escuela de Alejandría. Eunapio consigna bastantes detalles de su vida. Entre otras cosas, cuenta que fue entregada en custodia a los hombres a la edad de cinco años. Eran dos personajes (sic) “misteriosos” que un día llegaron al lugar, presentándose en la casa del padre, al cual convencieron de su poder por medio de signos y prodigios. Permanecieron allí cinco años, durante los cuales estuvieron enseñando e instruyendo a Sosípatra. Pero llegó un día en que (sic Eunapio) “aquellos dos hombres dieron a conocer al padre, de manera enigmática y velada, que ellos estaban iniciados en la sabiduría de los caldeos”. El biógrafo sigue diciendo:

“Entonces el padre, con todos los sentidos todavía inmersos en estas cosas, fue dominado por el sueño. Ambos personajes se retiraron de la mesa donde había tenido lugar la conversación y, llevándose a la niña aparte, le entregaron la vestimenta en la que había sido iniciada. Junto a ello, símbolos místicos. Luego, depositaron ciertos libros en el arca de Sosípatra y le ordenaron sellarla…”.

Los dos personajes partieron y, pasado el tiempo, Sosípatra se confió a su padre diciendo:

“Ahora, finalmente, entiendo lo que me han dicho. Porque ellos, llorando al darme aquellas cosas, me encomendaron: ‘Cuida de esto, niñita; porque nosotros tenemos que viajar al océano del Oeste, pero volveremos’”.

Son frases sueltas que parecen contener mensajes para “entendidos”; el cronista deja hablar, sin dar muchas más explicaciones. Es como si diera “pistas” para aquellos que saben más, que pueden leer un lenguaje y unos hechos de significados más profundos o, si se quiere, “secretos”.

Pero volvamos a Sosípatra. Entre los sabios de su tiempo gozó de gran fama. Su casa fue frecuentada como centro de ciencia y estudio; era punto de encuentro de sabios, eruditos y hasta personalidades de la vida pública. Demostraba tener inusitados conocimientos, un gran saber que “no venía de ninguna lectura conocida” (sic op.cit). Era también famosa por sus capacidades sobrenaturales.

Cualquiera que lea sobre la vida y las facultades de Sosípatra, puede deducir que tuvo que ser una mujer realmente extraordinaria, además de estar, si no iniciada en los Misterios, por lo menos en contacto con ellos. Eunapio ilustra sus facultades de vidente con la siguiente anécdota, a modo de ejemplo: “una vez, estaban reunidos todos los amigos en casa de Sosípatra. Filometor no estaba presente porque se encontraba de viaje fuera de la ciudad. El tema que les ocupaba era el problema del alma. Ya se habían discutido varias teorías al respecto cuando Sosípatra empezó a hablar.

Ofreció tales pruebas sobre ello que rápidamente acabó con toda otra argumentación sopesada hasta el momento. Entonces empezó a disertar sobre el descenso y caída del alma; sobre cuál de sus partes está sometida a castigo y qué parte de ella es inmortal. Pero, en medio de sus palabras, dichas en estado de éxtasis y entusiasmo, enmudeció como si su voz hubiera sido cortada y, tras un corto silencio, exclamó ante todos los reunidos:

“¿Qué es esto? Estoy viendo a nuestro pariente Filometor, que está de camino en su carro. Veo un trozo de la vía en mal estado. ¡El vehículo ha volcado y sus piernas están en peligro! Pero sus siervos le han sacado de allí y ya no está tan mal; solo se ha dañado el codo y las manos; tampoco esas heridas son peligrosas. Le llevan sobre una camilla; está gimiendo”.

Esto fue lo que dijo Sosípatra, y todo coincidía con lo que había sucedido en la realidad. Los asistentes reconocieron que Sosípatra era omnipresente; que daba igual qué sucediera: ella lo veía y estaba presente de la misma manera que, como dicen los filósofos, «sucede con los dioses”.

Se casó con Eustatio, también sabio y filósofo, pero al lado de los talentos de Sosípatra fue lógico que –como dice el cronista– “quedara en segundo plano”.

Antonino, médico y teúrgo, heredó las facultades de su madre

De esta unión nacieron tres hijos. Antonino, el menor de los tres, fue el único que, al parecer, heredó las facultades de su madre. Fue médico y llegó a ser muy buscado maestro y teúrgo. Pero es la fecha de su muerte, acaecida en el año 309, la que cobra especial interés: exactamente un año después, fue destruido el templo de Serapis, en Alejandría, el último gran Serapión en funcionamiento. Antonino predijo la destrucción de este templo –del que era sacerdote– a manos de fanáticos monjes.

El biógrafo nos lo cuenta así:

“Cuando murió (Sosípatra) dejó tres hijos. No es necesario mencionar los nombres de dos de ellos, pero el tercero, Antonino, era digno de sus padres. Se asentó en la desembocadura del Nilo, se dedicó completamente a los ritos religiosos, a la manera en que eran practicados allí, y concentró todos sus esfuerzos en hacer realidad las visiones de su madre. Todos los jóvenes de mente sana y conocimiento filosófico estudiaban con él; y el templo estaba lleno de candidatos al sacerdocio. Aunque todavía parecía seguir siendo humano, vivía entre los hombres y convivía con ellos, profetizó a sus discípulos que, después de su muerte, el santuario dejaría de existir; que el gran templo sagrado de Serapis se convertiría en algo tenebroso e informe; que se transformaría en otra cosa y que una oscuridad siniestra, de rara fealdad, llegaría a dominar sobre las cosas más bellas del mundo. Estos presagios se llegaron a confirmar con el tiempo y los sucesos le confirieron la autoridad de un oráculo…”.

Uno de los atributos de Serapis era el de ser “dios de la medida”, puesto que la salud y la razón dependen de la proporción, es decir, de la medida y “mesura”. Por este motivo, las imágenes clásicas de este dios le representan con un recipiente en forma de clepsidra sobre la cabeza, como símbolo de unidad de medida. No sorprende, entonces, que Serapis fuera hijo de Apolo, dios de la luz, la proporción, la armonía y la música.

Serapis y los Misterios de la medicina

Los Misterios del dios Serapis y los servicios que prestaban no estaban dedicados solamente a la medicina. Era este un dios muy querido y solicitado; su culto se hallaba extendido y enraizado por todo el oriente y el occidente del Imperio.

Tanto sus complejos hospitalarios como sus centros de enseñanza e iniciación estaban abiertos a gente de toda condición social, sin diferencia de raza, sexo o creencia religiosa. Se acudía al dios para ser curado, encontrar consuelo y reponer fuerzas para la vida. Se le buscaba como dador de luz e inspiración para el entendimiento. Era un dios misericordioso que, además de médico y sanador, salvaba a las almas de tribulaciones y sufrimientos con protectora comprensión, atendiendo a necesidades y ruegos.

Significaba esperanza. Por todo esto, y por los “milagros”, es decir, curaciones por poderes divinos que se atribuían a los médicos de Serapis, era objeto de adoración sincera y sentida. Se admiraba su humanidad, unida a una imagen que emanaba majestad, sabiduría y serenidad, como demuestran las representaciones del dios que han llegado hasta nuestros días.

Antonino alcanza el “parentesco con los dioses”

El texto de Eunapio continúa diciendo:

“Antonino (…) estaba impresionado por la desembocadura del Nilo a su paso por la ciudad de Canopo, y allí se sentía bien. Por eso vivía completamente dedicado a los dioses que se adoraban en aquel lugar.

Pronto alcanzó el deseado parentesco con los dioses; despreciaba el cuerpo, se liberó de sus placeres y aspiraba a la sabiduría que queda vedada al común de los hombres. No abrigaba ningún deseo de practicar teúrgia ni ninguna otra cosa que requiriera el uso de fuerzas sobrenaturales, quizás porque temía la política del emperador, que ponía en ridículo estas prácticas. Mas todos admiraban su doctrina y su fuerte e irreductible carácter; y todos los estudiantes buscaban su enseñanza y solían verlo en la playa de Alejandría”.

Y aclara:

“Y es que, debido al santuario de Serapis, Alejandría conformaba un mundo religioso en sí mismo. La cifra de personas que llegaban allí, provenientes de todos los puntos del mundo, era tan elevada como el número de habitantes de la ciudad misma. Una vez visitado el dios y habiéndole rendido culto, la gente continuaba viaje para ver a Antonino. Los unos lo hacían por tierra –eran a los que verdaderamente les urgía–, mientras que los otros se dirigían al lugar en barca, alcanzando así más cómodamente el destino de su viaje de estudios. Cuando, nada más llegar, conversaban con él, los unos le presentaban un problema científico, recibiendo prontamente alimento a través de ideas del pensamiento platónico; otros, que solo querían preguntarle sobre temas teológicos (léase “teúrgicos”), recibían “la respuesta de una estatua”, es decir: no pronunciaba palabra; permanecía sentado en el sitio, con la mirada fija en el cielo, sin decir nada ni ceder en su actitud. Nadie pudo testimoniar jamás que hubiera entablado conversación a la ligera sobre estas cosas”.

La predicción de Antonino

El biógrafo menciona “un signo”, refiriéndose al suceso predicho por Antonino, a saber: “que los templos se convertirán en sepulturas…”. Ciertamente, no era la primera vez que se hacía este vaticinio. Ya desde muchos siglos, existían profecías egipcias muy arcaicas, en las que se describen, con sorprendente transparencia, los signos que precederían al comienzo de una futura edad oscura en la que se olvidaría a los dioses y se adoraría a la muerte, enterrando a los muertos en los templos.

Para entender la consternación del biógrafo, hemos de considerar que, para el hombre de la Antigüedad clásica, era inconcebible hacer enterramientos en los templos. Estos edificios o zonas sagradas eran para la vida, la curación, la santificación o el culto; no se concebía “contaminarlos” con huesos y tumbas, una costumbre puramente cristiana que se sigue manteniendo hasta el día de hoy. Como ya Plinio el Joven, en tiempos de Trajano, cuenta en varias cartas a sus amigos, en muchos círculos romanos se calificaba a esta religión de “secta que adora a un muerto” (el crucificado), que se dedica a “comer el cuerpo y beber la sangre de sus ídolos” (la comunión) y “a rendir culto a sus cadáveres” (las tumbas dentro de las iglesias, catacumbas y, más tarde, catedrales)…

Pero dejemos de nuevo que lo describa el ahora ya indignado filósofo:

“Pronto, y a través de un signo, se pudo comprobar que (Antonino) era portador de un elemento divino. Porque, en efecto, fue inmediatamente después de abandonar Antonino la comunidad de los hombres (tras su muerte), cuando los cultos alejandrinos, y no solo los cultos en sí, sino también los edificios, fueron destruidos; en especial, el santuario de Serapis. A aquellos sagrados lugares (…) fueron conducidos una serie de pretendidos monjes. Acumularon allí huesos y cráneos de delincuentes (…) a los que consideraban dioses (…) y llamaban “testigos”, viendo en ellos, por así decirlo, “servidores” y “enviados” de los dioses, los cuales habían de recibir los ruegos y oraciones de los hombres. (…) Pero todo ello no hacía más que aumentar la fama de Antonino como vidente, ya que había profetizado que los templos se convertirían en sepulturas…”.

El fin de Serapis

Como sabemos a través e otras fuentes históricas, esta “serie de pretendidos monjes” eran coptos, la comunidad cristiana monástica más extendida de Egipto. Fueron ellos los que, por ejemplo, atando fuertes sogas a las enormes columnas del templo de Alejandría, hicieron tirar de ellas a un rebaño de bueyes hasta que lograron su derrumbamiento y destrucción completa. Pero no se contentaron con edificios y obras de arte. También quemaron o destruyeron toda clase de texto antiguo, papiro, rollo, relieve o noticia de ciencias, religión o filosofía que cayera en sus manos y fuera anterior al “Nuevo Evangelio” que predicaban. Según dicen las tradiciones –vivas por lo menos hasta el siglo pasado– solo se salvaron de “la purga” objetos y libros escondidos previamente por logias secretas y sacerdotes que, avisados por vaticinios anteriores y análogos al que nos ocupa, habían tenido la precaución de esconderlos “hasta que la Humanidad vuelva a estar preparada”… Pero esta sería otra historia. En el lugar de los antiguos recintos sagrados, y utilizando sus restos, se edificaron iglesias. En ellas se introdujeron reliquias de santos, (sic: “huesos y cráneos de delincuentes… a los que consideraban dioses”); reliquias de mártires (a los que “llamaban testigos (…) servidores y enviados de los dioses”). Estos personajes representaban algo desconocido para la sensibilidad del ciudadano tradicional romano, ya que se les llamaba “intercesores” ante Dios (“los cuales habían de recibir las oraciones y los ruegos de los hombres…”).

Se hacía necesario hacer desaparecer el mundo antiguo, y con él al viejo dios Serapis, del que se decía que curaba por amor y compasión. Había que erradicar su culto. Y es que entre los epítetos que Serapis había llevado desde hacía siglos, se encontraba el de “Sanador” y “Salvador”, por lo que la población veía en la nueva doctrina una suplantación, una copia innecesaria de lo que ya tenía. No es de extrañar, por tanto, que el romano se sintiera, por lo menos, sorprendido.

Basten por el momento y ahora que estamos ente las puertas del año 2000, estas noticias del siglo IV para seguir aprendiendo de la Historia. Su olvido supone estar expuesto a las consecuencias del fanatismo, actos violentos y destructores; a la intolerancia, el sectarismo y –por ello– a la pérdida de derechos humanos y una educación humanista y humanitaria. Con ello viene la pérdida de saber y conocimientos ancestrales; el olvido de lo que se llama sentido cívico, que tiene mucho –o todo– de sentido común. Con la entrada de extremismos no solo se pierden libertades, sino que se olvidan deberes y obligaciones que son condiciones previas a la práctica de la tolerancia y el respeto por la diversidad, pues diverso es el camino, pero común es el objetivo de lo que se da en llamar evolución de los seres humanos.

Cordura, salud y entendimiento son garantía de inspiración para reconocer objetivos comunes, aquellos que nos unen como hombres. Es de hombres desarrollar facultades latentes. Y es de dioses como Serapis, al que se le llamaba “dios de la medida”, conceder y enseñar el don de la cordura, la salud y el entendimiento. Será entonces el encuentro con esa nuestra naturaleza interior, latente y en potencia, la que nos permita avanzar hacia un destino verdaderamente humano y universal.

 

PAZ DE BENITO