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ESMERALDA MERINO
“¿Nunca has tenido la sensación de ser la peor versión de ti mismo?” (Tienes un e-mail), película de Nora Ephron.
Giovanni Sartori nos previene sobre algunos efectos originados por la revolución multimedia en nuestra percepción de la vida. Uno de ellos es lo que él llama nuestro tele-ver y, como consecuencia, nuestro vídeo-vivir. El homo sapiens da paso a un homo videns: “El mundo en el que vivimos se apoya sobre los frágiles hombros del vídeo-niño: un novísimo ejemplar de ser humano educado en el tele-ver –delante de un televisor– incluso antes de saber leer y escribir”.
Los humanos del siglo XXI hemos asistido a la guerra (a varias) como quien contempla un videojuego; hemos presenciado incendios, terremotos y catástrofes de toda índole en directo; hemos visto suicidios reales, asesinatos reales y robos reales. Todo, gracias a la tele. Las imágenes de muerte, dolor y destrucción se han convertido en un espectáculo. A esto le hemos añadido los reality-shows, las películas de acción, los concursos donde hay que hacer casi de todo para ganar –excepto pensar– y toda una programación cuyo único fin es mantenernos sin pestañear delante del televisor. El circo está preparado.
Nuestros abuelos observaban con la boca abierta cómo se movían unas figuritas dentro de aquella enigmática y asombrosa caja de luz que no tenía dentro más que lámparas y cables. Nosotros, sus descendientes, estamos tan acostumbrados a ver la televisión que lo ficticio forma parte de nuestra vida.
José Javier Esparza opina que la tele es magia; a veces, negra. El lenguaje visual no solo fabrica en la mente del espectador una imagen virtual y sesgada de la realidad, sino que lo peor es que esa imagen actúa por debajo de la conciencia, aferrándose a la parte subconsciente de la mente y neutralizando en gran parte las respuestas racionales.
De alguna manera, todos llevamos dentro una versión mejor y otra peor de nosotros mismos. Sacar la mejor a flote siempre requiere más esfuerzo que la peor, de eso no hay duda. Pero ¿qué elementos estimulan la versión buena y cuáles la mala?
Cuando temblamos ante las “malas” compañías de nuestros hijos, todos parecemos estar de acuerdo en que son aquellas que pueden arrastrarlos a terrenos inadecuados si no ejercen la suficiente voluntad.
Hoy, nadie se libra de un acompañante omnipresente: la televisión.
Televisión: medio socializador y distorsionador de la realidad
Hoy la televisión es acusada de fomentar la alienación colectiva, de inspirar irracionales actos de violencia, de romper la comunicación familiar, de manipular la realidad, de corromper a la infancia, de embrutecer al pueblo… Con menos cargos, Platón pidió en su República la expulsión de los poetas (José Javier Esparza).
En nuestra sociedad, la ley del número dicta lo que es socialmente correcto. El poder de la televisión reside, precisamente, en la simultaneidad e infiltración de un determinado mensaje en infinidad de cerebros. Eso se llama nivel de audiencia. Miles de millones de personas podemos ser “activadas” en un momento, una capacidad colosal que sería poco sensato no valorar en sus repercusiones.
Implacablemente, la televisión tiene un hábil efecto demoledor. Día a día modela creencias y actitudes, y constituye la principal fuente de socialización. Paralelamente, va ganando terreno un empobrecimiento de la capacidad de entender.
Los mecanismos naturales de defensa del cerebro humano actúan eficazmente en su propio nivel de conciencia. Es ahí donde el individuo participa activamente en la comprensión de la información que recibe.
Las imágenes televisadas, sin embargo, se “introducen” en el sujeto eludiendo esta participación activa. Lo grave de esta cuestión es que, mientras el lenguaje escrito es racional, el lenguaje visual es emocional, es decir, la imagen se salta todos los filtros intelectuales que puedan matizarla, meditarla o criticarla, y va directa al mundo de las sensaciones y de los sentimientos del espectador. El individuo percibe pasivamente lo que se le ofrece, pero con un mayor grado de adhesión porque se sitúa en el nivel de la inconsciencia, lo cual nos lleva a un ver sin entender.
Decir que la televisión “atonta” es bastante exacto. A nuestro cerebro le cuesta un esfuerzo suplementario ponerse al ritmo de la sucesión de imágenes en movimiento y seleccionar los mensajes. Una de las características de la televisión es que entretiene, relaja y divierte. Así se bloquea la capacidad para oponer una barrera racional al mensaje televisivo, mientras que las funciones instintivas siguen recibiendo el bombardeo de imágenes sin oposición ninguna.
Las estrategias de seducción utilizadas en la televisión (y en todos los medios) orientan a la masa televidente hacia un estilo de vida consumista, materialista e insustancial. Primero, crean una desilusión porque se carece de algo y, luego, lo resuelven vendiendo un producto, que puede ser un objeto o una idea.
La televisión comienza siendo la solícita canguro de los niños, y continúa influenciando a los adultos por medio de la “información”.
Por su propia esencia, el medio televisivo privilegia el impacto visual en detrimento del hecho en sí. La información que vale es la que se puede filmar mejor; y si no hay filmación, no hay ni siquiera noticia, por muy importante que sea. Esto es lo que hace que los programas informativos rebosen de noticias intrascendentes.
Varios elementos colaboran a la distorsión de la realidad, todos muy frecuentes en la televisión actual: la información insuficiente, que empobrece la noticia sacándola de su contexto; la no información, es decir, la eliminación de nueve de cada diez noticias existentes (para el hombre común, lo que no ve no existe); y la deformación premeditada de noticias que induce a engaño. Se puede mentir de muchas maneras, pero la fuerza de la imagen hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa.
Hoy, por ejemplo, nadie recuerda el accidente nuclear sucedido en la localidad japonesa de Tokai-Mura en 1999, aunque fue el segundo accidente más grave después de Chernobil. Hábilmente silenciado tras aparecer dos o tres días en los noticieros, la no información consiguió hacer desaparecer el hecho de que la tasa de radioactividad en la atmósfera fue 15.000 veces superior a la normal afectando a más de seiscientas personas que ni siquiera fueron alertadas del hecho en el momento de producirse.
En 1996 se creó en Estados Unidos la National Imagery and Mapping Agency (NIMA), con la misión de centralizar todas las fotografías tomadas por los satélites militares y unificar su tratamiento informático. En 1997 la NIMA lanzó un programa para “controlar a escala internacional el intercambio de imágenes comerciales”. Ofrecía las imágenes a buen precio a nacionales y extranjeros si reconvertían sus sistemas informáticos, con lo que la venta y distribución de imágenes de satélite quedaba indirectamente monopolizada por la CIA y el Pentágono a través de la NIMA. Hoy sabemos que algunas fotos distribuidas estaban trucadas para crear un determinado efecto psicológico. Cuando se quiere manipular una información en origen, la forma de que aumente la desinformación es, precisamente, aumentando la cantidad de información que se da.
Una fotografía miente si es el resultado de un fotomontaje. Y la programación de la televisión, cuando llega al espectador, es toda ella un fotomontaje.
La autoridad de la imagen convierte lo excepcional en normal; lo monstruoso, en cotidiano; el sentido de la realidad es, verdaderamente, puesto a prueba. El número de mensajes es tan elevado y el modo de recibirlos tan intenso que la información, en lugar de despertar interés activo, provoca pasividad e indiferencia. El exceso de información produce una insensibilización general.
Decía Julián Marías que en otros tiempos los hombres recibían muchas menos informaciones, y, aunque sus mentes eran más pobres, seguramente eran más limpias.
Lo que se aprende con sana reflexión queda fijado en la conciencia y permite construir un edificio de conocimientos bien cimentados (Delia Steinberg Guzmán).
Si la televisión es capaz de distorsionar, dirigir y motivar el comportamiento de los adultos y de condicionar sus opiniones, ¿cómo no va a influir en los niños, que no poseen mecanismos de defensa para juzgar, sino solo para aprender?
Precisamente, la programación comercial busca convertir al niño en un receptor pasivo y manipulable (que se transformará más fácilmente en un adulto pasivo y manipulable).
Los pequeños, privados de espacios en la ciudad para correr libremente, con frecuentes mensajes de “no pisar el césped” y “se prohíbe jugar a la pelota”, son empujados hacia los reducidos parques infantiles con “aparatos de jugar”. El sistema mercantil ha instalado, además, llamativos espacios cerrados donde se consumen “juegos” previo pago de una entrada, con lo que los niños son entrenados para su futuro papel de clientes. Desde muy jóvenes, son encaminados a su papel de espectadores de televisión.
Como señala Alejandra Vallejo-Nágera, esta actividad de tele-ver está acompañada por algo que resulta increíble en un niño: pasividad, silencio e inmovilidad durante horas. Y, lo más importante: mientras un niño mira la televisión no hace otra cosa. La televisión se ha “entrometido” en el juego infantil. Su aprendizaje natural, que es el conocer haciendo, se ve mermado en gran proporción, a la vez que se fortalece el fantasear en los mundos virtuales que se le ofrecen. Al contrario de lo que ocurriría con cualquier otra ocupación, la prolongada exposición ante el televisor no produce fatiga, sino hábito y dependencia. Tiene un “efecto narcótico”, y su acción embotadora, además, inhibe la respuesta positiva de apagar el televisor.
En España, casi la mitad de los niños come, merienda y cena viendo televisión; la mayoría de los de diez años tiene televisor en su habitación, y es muy alta la proporción de los niños entre cuatro y doce años que ve habitualmente la televisión en horas nocturnas. Gracias a la televisión, un niño en Estados Unidos ve una media de cien mil actos violentos antes de acabar la escuela primaria (y nos quedamos tan fríos como si nos dijeran que alrededor de un árbol de nuestro jardín hay cien mil hormigas).
Ya a fines de los años sesenta, un experimento en California demostró que los cerebros de los niños que habían sido sentados delante de la pequeña pantalla comenzaban a emitir ondas “alfa”, las mismas que los adultos emiten cuando suspenden la resistencia consciente practicando yoga, es decir, un estado de receptividad absoluta.
La forma de sembrar ideas en la mente del tele-niño es la que los padres siempre han intuido cuando uno dice: “No metas el tenedor en el enchufe” y el otro contesta: “Sí, sí, tú dale ideas…”. Dale ideas, frase coloquial de gran sabiduría. La imagen televisada “ayuda” al niño a concebir muchas cosas que no se le hubieran pasado por la cabeza a él solo.
Como advierte Fernando Savater, “lo propio de la televisión es que opera cuando los padres no están y, muchas veces, para distraer a los hijos de que los padres no están, mientras que en otras ocasiones están, pero tan mudos y arrobados ante la pantalla como los propios hijos”. Lamentablemente, los padres, la primera línea defensiva, es la primera en caer, quedando a pleno rendimiento el padre ficticio.
Estos padres desorientados dan lugar, en el peor de los casos, a hijos perdidos y, a menudo, angustiados, que no saben qué deben hacer, pues no les han proporcionado ni criterios, ni principios, ni hábitos. Son niños que lo pasan mal, pues les resulta muy difícil elegir entre una cosa y otra, discernir qué está bien y qué está mal. No tienen metas y, muy a menudo, tampoco ilusiones. Son adolescentes sin fines, pero con muchos medios. No han oído hablar del autodominio, de la exigencia y, mucho menos, de la voluntad para poner en marcha proyectos.
La atención a los menores se ha concretado más en darles bienes materiales que en dedicarles tiempo, compañía, conversación o juego en común. El penoso resultado es que el niño se ha convertido en niño-consumidor, y este, en niño-acumulador. Lo triste es que lo que acumula suelen ser cosas y sensaciones innecesarias, que desbordan por exceso sus estanterías y su cabeza.
Así, mientras el Código de Hammurabi condenaba a muerte a todo aquel que vendiera o comprara algo a un niño sin permiso del procurador hace 4000 años, en la actualidad nuestros niños están expuestos a casi medio millón de anuncios televisivos antes de cumplir los dieciocho años. Este tele-niño, moldeado por el modelo comercial, acaba siendo el consumidor perfecto, que llega al extremo decisivo de decir: “papá, cómprame algo”.
La televisión se ha convertido en la tutora de muchos menores, la que marca las pautas y los hábitos de conducta. Los valores que se intentan inculcar desde la familia o la escuela son inmediatamente pulverizados por el efecto apisonadora de los mensajes televisivos.
Ver televisión es parecido a comer: podemos reducir las porquerías que a menudo consumen los niños y, también, las que ingieren a través de los programas. Lo que ocurre es que el niño, para los programadores, es un factor decisivo de audiencia. Cuantos más niños haya delante del televisor, más ingresará una cadena en publicidad de juguetes, ropa, discos o refrescos.
La televisión lanza continuamente el mensaje del niño-rey, incompatible con cualquier idea de esfuerzo o autodisciplina. Resulta más fácil y rentable ofrecer a uno lo que quiere, aunque sea malo, que lo que necesita. Sin embargo, el esfuerzo y la autodisciplina son condiciones necesarias para la formación de la persona. Eliminar los valores que nos ayudan a definir qué es lo bueno, qué es lo bello y qué es lo justo provoca una carencia de defensas y una tendencia al aplastamiento ante la vida. Es la forma de desembocar en una vida inútil, que significa una forma de vivir que consiste solo en matar el tiempo. Los padres se tendrían que asustar viendo el futuro de sus niños en muchos adolescentes de hoy: desorientados, aburridos, con crisis depresivas y, en definitiva, “enfermos de vacío”.
Hay algo que atrapa en la televisión y deja los ojos pegados ahí sin ningún esfuerzo. El esfuerzo hay que hacerlo para despegarlos. El medio televisivo no causa daño por lo que hace, sino por lo que no permite hacer. El vídeo-niño no crece mucho más, y se convierte en un adulto marcado durante toda su vida por una atrofia cultural.
Los efectos negativos del exceso de televisión sobre los niños han sido ampliamente estudiados: fatiga, excitación, trastornos de alimentación y de sueño, pasividad, inactividad, actitud perezosa. La intromisión de este nuevo invitado ha contribuido a una grave distorsión en la comunicación entre los miembros de la familia, y a través de él, nos hemos acostumbrado a contemplar pasivamente cómo unas personas matan, hieren o maltratan a otras. Recordemos que un grupo de niños suecos pensaba que la causa principal de muerte en su país era un tiro en la nuca.
Cuando increpamos a nuestro hijo, que no desvía los ojos de la tele, porque “no prestas atención a lo que te digo”, como si la culpa fuera de él, deberíamos plantearnos que la culpa, en verdad, es nuestra. Le hemos condicionado lenta y sistemáticamente desde que es un bebé a seguir la actitud hipnótica de la tele; gracias a ella los niños “están entretenidos” y permiten a los padres unos momentos de descanso tras una agotadora jornada. Hemos derrumbado la primera defensa ante su desamparo. Más que reñirle lo que deberíamos hacer es pedirle perdón por una carencia que le costará mucho esfuerzo reparar. No podemos administrarle un somnífero y, luego, exigirle que no se duerma.
Una “oración infantil”, extendida por Internet, dice: “Señor, esta noche te pido algo especial: conviérteme en televisor. Quisiera ocupar su lugar, para poder vivir lo que vive el televisor en mi casa. Tener un cuarto especial para mí. Congregar a todos los miembros de mi familia a mi alrededor. Ser el centro de atención al que todos quieren escuchar, sin ser interrumpido ni cuestionado. Que me tomen en serio cuando hablo. Sentir el cuidado especial e inmediato que recibe el televisor cuando algo no funciona. Tener la compañía de mi papá cuando llega a casa aunque venga cansado del trabajo. Que mi mamá me busque cuando esté sola y aburrida, en lugar de ignorarme. Que mis hermanos se peleen para estar conmigo. Divertirles a todos aunque a veces no les diga nada. Vivir la sensación de que lo dejan todo por pasar algunos momentos a mi lado. Señor, no te pido mucho, todo esto lo vive cualquier televisor”.
¿Dejaría a su hijo pequeño ir con un extraño a jugar al parque cuatro horas al día sin más información ni explicación sobre el asunto que saber que se lo devolverán al final del día? Pues entonces, ¿a qué espera para ir a ver quién está saliendo de su televisor?
Los árboles que crecen solos son igualmente árboles, aunque no den frutos o sus frutos sean malos. Los caballos, cuando vienen al mundo, son caballos, aunque nazcan enfermos o sean inutilizables. Pero los hombres, creedme, no nacen hombres, sino que se forman como tales por la educación (Erasmo de Rotterdam).
Muchos padres se despreocupan de los dibujos animados que sus hijos observan, sin conocer el contenido de algunas series que en la actualidad están emitiéndose por las cadenas de televisión. Tampoco es raro encontrar entre los utensilios de los niños (mochilas, platos, bolis, etc.) a los personajes de estas series. Sin embargo, “dibujos animados” no quiere decir obligatoriamente “adecuado para los niños”, sobre todo teniendo en cuenta que es un negocio de adultos que mueve millones de dólares.
Los cuentos clásicos exponen conflictos y soluciones representados con la máxima claridad. Cuando el niño escucha el relato, sabe que le están contando algo que no es verdad: “érase una vez…”. Héroes y heroínas ejemplarizan los valores e ideales que ayudan al niño en su formación. Al ofrecer modelos de comportamiento sin ambigüedades, el malo, en todo momento ejerce de malo. Así, al niño no le cabe duda de lo que está bien y lo que está mal. La fase de las “excepciones”, de “sí, esta regla es válida pero hay casos excepcionales”, “su aplicación es relativa”, etc., es posterior a la adquisición primaria de reglas y valores, y es fruto de un estado más avanzado de la capacidad de razonar y elegir.
En los tiempos de las primeras películas de dibujos animados de Disney, esta idea estaba clara. Por eso, no hay que temer que algunos personajes, como Maléfica o la madrastra de Blancanieves, produzcan miedo, porque al final cada cual tiene lo que se merece. El triunfo del bien y de la justicia no puede apreciarse si antes no hubo desolación ante la maldad y los peligros. Incluso la apariencia física de los personajes funciona como un elemento conductor de la aceptación o el rechazo de estos, y de los valores que representan. Si el malo es repulsivo, esta apariencia favorecerá el rechazo hacia el personaje.
Desde este punto de vista, como señala P. E. Delgado, “a nadie le interesa saber si la malvada bruja se comía niños porque tenía un trauma, ya que de pequeña padeció una hambruna en Ucrania y sus padres, desesperados, le hicieron comer carne humana para que no muriera”.
Lo nocivo es la ausencia de verdaderos criterios morales que justifiquen los contenidos, fenómeno muy frecuente en los dibujos animados actuales, en los que prima, por otra parte, la escasa calidad estética.
Dibujos como “Los Simpsons”, no se emiten en muchos países dentro de las bandas horarias infantiles.
En la serie “Campeones”, el individualismo y las estrategias malintencionadas prevalecen sobre el espíritu de equipo. Los gestos de odio y agresividad, las mandíbulas crispadas, las entradas peligrosas y las irreales posturas y piruetas circenses de los jugadores convierten el juego en una constante lucha de fuerzas, trampas y engaños. La admiración por el líder se convierte en fanatismo. La deportividad, el juego limpio y la sana competitividad son pulverizados en esta serie.
A los contenidos violentos hay que añadir las alusiones a temas eróticos. En “Bola de Dragón” (Dragonball), el Maestro, un viejo preparador en artes marciales llamado Genio Tortuga, es un viejo oriental lascivo, tan desequilibrado como para espiar a las muchachas cuando entran en un retrete y aderezar cada capítulo con reiteradas obsesiones sexuales, secundado por toda una suerte de perturbados.
Chicho Terremoto, protagonista infantil de la serie del mismo nombre, cobra fuerzas como jugador de baloncesto levantando las faldas de las niñas para contemplar su ropa interior.
Cualquier producto japonés de dibujos animados, con distintos matices, posee agresividad, mucha intensidad en la violencia cuando esta aparece y un sentido del ritmo fascinante.
Sí, la palabra es “fascinante”, lo cual nos lleva a un caso muy sonado en su momento, pero que parece haber caído en el olvido aplastado por los intereses comerciales.
El 16 de diciembre de 1997 se emitió en Tokio el episodio “El guerrero del computador Porigon” de la serie de dibujos animados “Pokemon”. Veinte minutos después de acabar, las calles de la capital japonesa fueron asaltadas por cientos de ambulancias que trasladaban a pacientes con síntomas de epilepsia fotosensible. La literatura médica solo había detectado diecisiete casos semejantes en los quince años anteriores. Al repetirse la noticia en los informativos, mostrando escenas del capítulo emitido, una nueva oleada de casos movilizó a los servicios de urgencia. En total, setecientas personas tuvieron que ser hospitalizadas (¡setecientas!), en su mayoría niños y adolescentes. En los días siguientes, trece mil estudiantes (¡trece mil!) faltaron a clase.
Pediatras y psiquiatras confirmaron la causa: el episodio de “Pokemon”. La trampa estaba en una técnica hipnótica, consistente en lanzar sobre el espectador un estímulo visual muy fuerte que atrape su atención. Luego, se complementa con la sucesión vertiginosa de luces de determinados colores a velocidad subliminal, es decir, no percibidas por el ojo humano, pero que sí impresionan el cerebro. A mayor velocidad, mayor emoción. Es obvio que en este episodio se les fue la mano a los responsables del movimiento aplicado a Pikachu, el protagonista, y esto fue lo que provocó el cortocircuito en tantos cerebros jóvenes. Doce años después, la serie se sigue viendo en todo el mundo, por supuesto.
La tele-democracia confía la conducción del gobierno de un país a conductores que no tienen permiso de conducir (Giovanni Sartori).
La televisión se ha convertido en un negocio gigantesco. Los ingresos de los canales de televisión en España, hace ya diez años, fueron superiores, por ejemplo, al presupuesto que tenía el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Esto quiere decir que las cadenas de televisión mueven más dinero que numerosos departamentos de la Administración. Y quiere decir también que lo que estas cadenas buscan no es promover proyectos de comunicación con fines sociales, sino mercantiles. Por ello, no ofrecen al espectador algo que le pueda resultar útil, bello o bueno, sino algo que pueda consumir el mayor número posible de espectadores, aunque sea inútil, feo y malo. La televisión del siglo XXI es un gigantesco circo que solo está al servicio del negocio.
Tiene más libertad para decidir un directivo de un trust multimedia que posea cadenas de televisión y portales de Internet que un jefe de Estado de un país de tamaño mediano. ¿Quién puede contra este poder? Ni siquiera una potencia militar, porque las potencias militares se asientan sobre tecnología electrónica y créditos internacionales.
Hubo un tiempo en que el objetivo de la comunicación era hacer llegar las ideas de la cúspide (una élite intelectual selecta) a la base, con el fin de elevar su nivel. Pero, cuando el objetivo ya no es propagar ideas, sino ganar dinero, la comunicación se hace “horizontal”. La cultura se fragmenta. No se ofrece “lo que vale”, sino “lo que gusta”.
La televisión no es una herramienta neutra, sino que impone una forma de ver la realidad y de alterarla a su manera. Con un efecto arrasador, implanta formas homogéneas de vestir, de pensar, de vivir y de sentir. No hay peor tirano que el que consigue que la esclavitud sea confundida con la libertad.
Muchas personas evocan con nostalgia el mundo anterior al televisivo, en el que los niños leían libros, practicaban juegos físicos, tenían grandes sueños y hablaban u oían hablar a los mayores durante la comida de la familia reunida.
Poco a poco, el nuevo aparato, aparentemente inofensivo, fue ocupando un espacio en los hogares. Entonces se dejó de escuchar ese silencio singular que daba pie a la conversación, a la transmisión oral de experiencias entre los diversos miembros de la familia, lo que hasta entonces había constituido la fuente primaria de socialización de los miembros más jóvenes. ¿Cómo puede hoy ser importante el abuelo en una sociedad donde no se escucha?
De la educación que ahora reciban los niños dependerá el tipo de sociedad que tendremos dentro de unos años. Los docentes afirman que lo que consiguen en seis horas de clase se ve arruinado por dos horas de televisión.
El niño tiene que ver la televisión acompañado de un intérprete que le explique lo que está viendo y que amplíe los modelos que le propone la tele. No hay peor niñera que el televisor.
Una vuelta a la filosofía se impone hoy más que nunca. Solo la búsqueda filosófica, el afán de entendernos y entender el mundo que nos rodea, puede proporcionarnos respuestas suficientes para poder descubrir los camuflados enemigos que pretenden entorpecer nuestra marcha.
Bibliografía
Homo videns.Giovanni Sartori. Ed. Taurus.. Madrid, 2002.
Informe sobre la televisión. El invento del Maligno. José Javier Esparza. Criterio Libros. Madrid, 2001.
¡Que no te atrape la pantalla! Joan Anderson y Robin Wilkins. Alfaguara. Madrid, 2000.
Televisión: impacto en la infancia. Javier Urra, Miguel Clemente, Miguel ángel Vidal. Ed. Siglo XXI. Madrid, 2000.
Enganchados a las pantallas. Paulino Castells e Ignasi de Bofarull. Planeta. Barcelona, 2002.
Los niños y la televisión. Bob Hodgey y David Tripp. Colección Nueva Paideia.Editorial Planeta. Barcelona, 1986.
Mi hijo ya no juega; sólo ve la televisión. Alejandra Vallejo-Nágera. Editorial Temas de hoy. Madrid, 1987.
Televisión y juegos electrónicos ¿amigos o enemigos? José Francisco González Ramírez. Editorial Eos. Madrid, 1999.
Teleniños públicos, teleniños privados. M. Alonso, L. Matilla y M. Vázquez. Ediciones de la Torre. Madrid, 1995.
Violencia y televisión. Miguel Clemente, Miguel Ángel Vidal. Ed. Noesis. Madrid, 1996.
El cine de animación. Pedro Eugenio Delgado. Ediciones JC. Madrid, 2000.
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