Sócrates es, sin duda, uno de los más claros ejemplos de maestros de vida, una de las columnas del pensamiento occidental. Analfabeto, habla en la plaza pública y desarrolla los temas más profundos relacionados con el hombre. De él afirmaría el oráculo de Delfos que era el más sabio entre los hombres de su tiempo.

Para él la educación es un apostolado, una sagrada misión que no se puede prostituir con el estipendio que se reciba a cambio. ¿Cómo pagar el hallazgo del sentido de la existencia como no sea con el firme compromiso de ser fiel a este sentido? Sócrates explica que así como se prostituye la mujer (o el hombre) que vende su cuerpo, pero no quien se entrega a quien ama, se prostituye el que enseña, no por vocación de alma, sino como necesidad de subsistencia. Triste venta de una enseñanza que no es tal, pues el conocimiento se trasmite como un fuego, no como un pesado fardo.

Su método de enseñanza es el diálogo sencillo, con palabras y ejemplos que todos puedan entender. El verdadero conocimiento está unido a la Naturaleza, y esta es simple, eficaz, no aparatosa. Polemiza con los sofistas y los vence con sus propias armas. Pero con sus discípulos o en el Areópago, dialoga apaciblemente «no tanto para rebatir sus opiniones cuanto para indagar la verdad». Aprende enseñando, pues está junto a quien enseña y camina con él en pos de la verdad.

Para Sócrates, «solo hay un bien, que es la sabiduría, y solo hay un mal, que es la ignorancia». Y la sabiduría consiste en el conocimiento de uno mismo, llave que permite el conocimiento del universo. De ahí la importancia que le daba a la filosofía moral, al conocimiento de los móviles de acción de los hombres, al dominio de sí que debe surgir de este conocimiento.

«Solo sé que no sé nada» es una de sus afirmaciones más repetidas. Cuanto más se sabe más se extiende el horizonte del misterio. Sabiduría, como diría Confucio, es saber lo que se sabe y lo que se ignora y no confundirlo. Solo sé que no sé nada es también la afirmación de quien se despoja de las opiniones, de las creencias, para contemplar cara a cara la verdad.

Había nacido en el mes de abril, en el día en que los atenienses lustran la ciudad, el día que nació Artemisa. De origen humilde, siempre se distinguió por sus sencillas costumbres, su resistencia al trabajo, su valor a toda prueba y su invariable sentido del humor.

Como le acusasen de feo, responde que esto le servirá como recordatorio para no olvidar que debe embellecer su alma con la sabiduría.

Cuando su esposa Jantipa, que tenía un endiablado carácter, le arrojó en cierta ocasión un cubo de agua gritándole, respondió que así, dominando la fiereza, y acostumbrándose a tratarla, el trato con los demás sería más fácil, y la convivencia con las almas nobles y tiernas una dulce ambrosía.

Habiéndole preguntado si era mejor casarse o permanecer soltero, responde: «Hagas lo uno o lo otro, te arrepentirás».

Como buen filósofo griego, cumplía la enseñanza de «mens sana in corpore sano», y se preocupaba, afirma Diógenes, de ejercitar su cuerpo. Le gustaba especialmente practicar las viriles danzas atenienses.

Cierto mago llegado de Siria, nos cuenta Diógenes, reprobó muchas de las cosas que enseñaba (quizás por tratarse de enseñanzas de los Misterios) y afirmó que esto le originaría una muerte violenta. Efectivamente, fue acusado por los atenienses de impiedad, por introducir nuevos dioses y corromper a la juventud con sus enseñanzas. Prefirió la muerte al destierro, por no querer implorar, como era costumbre, a los jueces.

No perdió, sin embargo, el sentido del humor. Cuando le informaron de que le habían condenado a muerte, respondió: «y la Naturaleza les ha condenado a ellos…».

Su método de enseñanza fue llamado por Platón «mayéutica», es decir, arte de dar a luz, pues en cierto modo actuaba como una partera. Es como un guía que conduce a sus discípulos a través de la caverna de las falsas opiniones para salir a la luz de lo real. Su enseñanza enfrenta al discípulo consigo mismo, con sus propias limitaciones, para que pueda romperlas e ir más allá. Con hábiles preguntas lleva al joven a un grado de tensión interior tal, que este, si da el «salto», descubre o prende dentro de sí la llama de lo cierto. Porque la enseñanza es un sacerdocio, requiere de la magnética presencia del Maestro, que educe al Guía Interior que todos llevamos dentro. Aunque el fuego duerme en la madera, es necesario quien lo prenda, y este es el Maestro.

Como herramienta utiliza la palabra. Sócrates enseñaba que la trasmisión debe ser oral, y que los escritos no son sino un recordatorio, una síntesis de aquello que se ha hablado. Leyendo una obra escrita pueden surgir muchas interpretaciones y ambigüedades sobre el sentido que quiso darle el autor. Hay además en la voz y en la presencia real (no virtual) una magia que no podemos ignorar.

Sócrates soñó con su mejor discípulo, Platón, bajo la forma de un cisne blanco. Platón inmortalizó a Sócrates poniendo en su boca todo un resumen de las enseñanzas de los Misterios Iniciáticos. Muchos de sus discípulos pasaron a la Historia como políticos, filósofos, militares, poetas, pero fue Sócrates quien prendió la llama, quien les hizo conocerse a sí mismos, quien les descubrió las verdaderas vocaciones de su alma y les dio fuerza moral, voluntad y conocimiento para plasmarlas.

Siempre afable y cordial con los demás, supo encontrar en sí mismo ese enigmático «Daimon» (quizás su propio yo superior) que le revelaba las cosas verdaderas y le advertía cuando erraba o cuando se desviaba de su destino. Su mismo «Daimon» le había advertido que no podía dedicarse a otra cosa más que a la enseñanza. Todo lo demás que preocupa al común de los hombres fue sacrificado para educar a los jóvenes en el sentido del deber, la justicia y el aporte a la Humanidad. Platón le hace decir en la «Apología»:

«Debido a esta tarea no tuve posibilidad de hacer nada digno de consideración en los asuntos públicos ni en los privados, de manera que vivo en pobreza infinita por servir al dios».

El profesor Jorge Ángel Livraga en sus «Cuadernos de Filosofía Moral» escribe sobre el diálogo socrático:

«De más está destacar hasta qué punto el factor místico-religioso estaba implícito en toda la enseñanza socrática. El diálogo no tenía por objeto la simple agilidad verbal de los contendientes, sino que encerraba el profundo significado de un juego de ideas destinadas a esclarecer, a dar a luz, a extraer los dormidos conocimientos del fondo del alma humana. Este diálogo no ha de ser siempre entre dos personas, ni ha de revestir las características de una conversación; la idea de Sócrates era la de convertir a cada uno de sus discípulos en un buen «dialogador» consigo mismo. Aquí encontramos un entronque con la anteriormente citada doctrina pitagórica: la búsqueda interior es sinónimo del examen de conciencia; el hombre ha de aprender a ser mejor juez de sus errores, descubriéndolos y corrigiéndolos antes que nadie».

Valientemente vivió, valientemente murió, fruto de su conocimiento, de la conciencia de ser inmortal, que le hizo responder a sus acusadores:

«Ya es hora de que vayamos, yo a morir, vosotros a vivir. Quién es el que va a mejor suerte, a todos está oculto excepto al dios».

Constantino Fernández

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