Lugares mágicos de España

JUAN ADRADA

Un lugar «mágico» muy especial en tierras españolas es el legado por nuestros antepasados romanos. Se trata del Mitreum de Mérida, en Cáceres, destinado al popular culto de Mitra. En las ilustraciones, una imagen típica de esta religión: el dios Mitra y el toro, con una ampliación de la representación del sol, tan ligado al dios y una bellísima escultura de Mitra como Cronos, correspondiente al citado enclave.

Es difícil profundizar en este tema teniendo en cuenta que España posee una riqueza cultural inabarcable.

Muchas veces, nos resulta tan cotidiano el hablar de España, de sus regiones, de las culturas que se han sucedido, tan cercano, que para nosotros pasa completamente desapercibido y no nos damos cuenta del enorme potencial que España posee en tradiciones, leyendas, misterios…

Quizás valoramos cosas mucho más lejanas por pensar que son exóticas, maravillosas, extraordinarias; y sin embargo, no apreciamos la herencia cultural de nuestra propia tierra natal.

Hablar de lugares mágicos implica hablar de magia.

Magia significa «Magna Ciencia». Una ciencia milenaria, que parte de un conocimiento exhaustivo del arte, de la filosofía, de la mística, de la política… que serían las diferentes vías por medio de las cuales el hombre puede construirse a sí mismo, realizando una labor perdurable, una transformación interior.

Eso es lo que entendemos por magia: la posibilidad que el hombre ha tenido (muchas veces a través de Colegios de Iniciación, de Escuelas de Misterios o de Escuelas de Filosofía) de conocerse a sí mismo y de acelerar su propio proceso evolutivo.

Al hablar de lugares mágicos podemos mencionar la Gran Pirámide, Stonehenge, Teotihuacán, Delfos, Benarés…, lugares de culto, lugares ceremoniales, donde el hombre ha podido acercarse a sí mismo y a Dios. Pero lo que ahora nos interesa es ese concepto más cercano y probablemente más desconocido, que es España.

La Península Ibérica fue para la Antigüedad el Finis Terrae, el final, la frontera entre lo conocido y lo totalmente desconocido. Era ese mensaje que aparecía en las columnas de Hércules: NON PLUS ULTRA, no más allá. Porque más allá solo están los misterios, los monstruos, el miedo atávico a lo desconocido, aquello que no comprendemos y que, por tanto, no podemos dominar.

Mientras que nosotros éramos esa tierra extraña, esa tierra de grifos, trasgos, hiperbóreos, acéfalos, etc., Europa era el centro de la razón, del conocimiento, de la comunicación, de la ciencia. Y nosotros, el Finis Terrae, la frontera de lo hiperbóreo, de lo mágico, de lo esotérico.

Pero también éramos el fruto prohibido y deseado. Porque aunque aquí se pudiese ubicar el Jardín de las Hespérides o el Hades Infernal o los Campos Elíseos que menciona Homero en La Odisea; aunque aquí se pudiese ubicar todo ese mundo enigmático que siempre está relacionado con lo oculto y con lo desconocido, todo eso también ha sido terriblemente anhelado.

España tuvo ese privilegio de ser el final del camino: allá donde el hombre deja de peregrinar por este mundo horizontal y comienza el camino de las estrellas, ese que se adentra más allá del mar conocido, que se adentra en el misterio.

Cuanto más nos acercamos al hombre prehistórico, más nos encontramos con esa mentalidad mágica que, aunque pueda parecer prehistórica y prerracional, es algo que hemos heredado y arrastrado.

Me gustaría volver a visitar una cueva muy especial: la cueva de Maltravieso. Está a pocos kilómetros de Cáceres y es uno de los primeros vestigios históricos que tenemos sobre lugares mágicos.

Cuevas prehistóricas las hay por toda España. Pinturas rupestres que nos hablan de cultos a la fertilidad, a la caza… Y esta de Maltravieso es muy interesante, porque es un lugar de los pocos que hay en España que tiene una impronta de manos en sus paredes.

Pertenece a la época del Auriñaciense-Perigordiense, de una antigüedad remotísima: más de 20.000 años.

En tan lejanas fechas nos encontramos con ese español prehistórico que colocaba sus manos sobre las paredes de la cueva, pintando su impronta en negativo. Se han encontrado unas diecisiete improntas y todas aparecen con el dedo meñique cercenado, lo cual es típico de un ritual de iniciación. Lo que sucedía en aquella cueva hace 20.000 años, evidentemente, se nos escapa en sus detalles, pero sí podemos deducir que el aspirante a recibir esa iniciación penetraba como no iniciado en la cueva, simbolizando esta la matriz.

¿Por qué el cercenamiento del dedo meñique? Esto no solamente se da en Maltravieso, sino también en muchas culturas: puede ser la circuncisión, puede ser el atravesar la nariz o los músculos, etc. Se trata de realizar algún tipo de agresión física, que provoque a su vez un choque de tipo emocional. Sería como una impronta grabada a fuego en la psique y en nuestra mente, que va a hacer que de ninguna forma aquello que nos ha sido transmitido en ese momento pueda olvidársenos nunca.

Sobre el origen de la civilización en la Península, nos encontramos con tradiciones que nos hablan de una civilización milenaria llamada Tartessos. Y aquí nos hallamos ante un verdadero entronque entre la historia y la leyenda. No sabemos dónde termina la leyenda y dónde empieza la historia; porque hablar de los tartesios significa hablar de una época donde la mayor parte de las cosas que sucedían no eran históricas sino míticas. Y no solo en España, sino en todos los países de la cuenca mediterránea: Jasón iba en busca del Vellocino de oro, Teseo mataba al Minotauro, Ulises emprendía su regreso a Ítaca, etc.

Es tan antigua la historia de la Península Ibérica, que los historiadores (Artemidoro, Estrabón, entre otros) mencionan que los tartesios conservaban, ya en aquella época, registro en verso de leyes y narraciones que tenían más de 6000 años de antigüedad. No tenemos la posibilidad de hacer una datación histórica, ya que incluso las ruinas de la propia capital de Tartessos jamás han aparecido. No sabemos cuál fue su ubicación geográfica.

Es este el primero de los enigmas históricos. Y no va a ser el único.

De época celta es la leyenda del rey Arturo y la búsqueda del Grial. Aunque España tenga muy poca tradición relacionada con este, parece que sí la tuvo a través del viaje que Perceval realiza al castillo de Montsalvat, donde trata de encontrar la lanza que hirió el costado de Cristo, la cual devolverá la salud al enfermo rey Amfortas.

Probablemente (nos movemos dentro del mundo de la probabilidad), también los megalitos tengan una tradición celta. Megalitos que cumplían una función de canalización de energías telúricas, cósmicas, generando en ese lugar una situación especial para entrar en contacto con lo sagrado y que recibieron culto prácticamente hasta el final del Imperio romano, pues las gentes seguían viajando a esos lugares, seguían haciendo sus ofrendas al genio tutelar de cada sitio incluso mucho después de que el cristianismo se implantase en ellos. Los padres de la Iglesia reutilizaban estos lugares, colocando algún santo o Virgen encima del pilar o del menhir, cristianizándolo.

De ese modo, las generaciones futuras ya no adoraban al pilar, sino a la Virgen que estaba sobre él o a la figura del santo que había encima de la piedra. Con el tiempo, esta se quitaba y se edificaba una ermita, un lugar de peregrinación. Algo que ha dado lugar en muchos casos a esa tradición de romerías, peregrinaciones y fiestas que se hacen en los pueblos de España.

De época celta arrancan tradiciones y cuentos populares que se narran en la actualidad: gigantes, hombres-peces, ciudades sumergidas que emergen en determinadas fechas, damas que custodian lagos encantados… Una de las más famosas es el ciclo de San Brandán, recogido por Alfonso X en sus Cantigas y que tiene multitud de variantes a lo largo de la cornisa cantábrica. En él, entre otros hechos extraordinarios, se cuenta la aventura vivida por un monje que, después de tener un sueño, se embarca a la búsqueda de una isla maravillosa donde había una ciudad con murallas de cristal…

No solo los celtas dejaron relatos mágicos. España ha sufrido invasiones de todas clases y colores; por aquí pasaron los griegos, los cartagineses, que tuvieron un foco cultural importantísimo y, por supuesto, cómo no, los romanos, que dejaron lugares muy especiales.

Uno de ellos probablemente sea Mérida, uno de mis lugares preferidos. En Mérida los romanos dejan un interesantísimo lugar de culto: el Mitreum. No se ha encontrado todavía, se sabe que existió porque hay una enorme tradición escrita.

El profesor Fernando Schwarz manifestaba no hace mucho que, en Francia, los hallazgos arqueológicos que invitaban a suponer dónde estuvo ubicado el Mitreum habían desaparecido por completo. Fueron sistemáticamente destruidos, sobre todo después de la Revolución francesa, cuando la ideología de la Ilustración y el Racionalismo buscaba arrasar con toda esa mentalidad mágica, con esa mentalidad mística.

El Mitreum es el lugar sagrado donde se desarrollaba el culto a Mitra. Mitra no era un dios romano, lo cual habla de ese espíritu abierto y tolerante que siempre tuvieron los romanos con las creencias de todos los pueblos. Mitra era un dios solar, y lo traigo a colación porque muchos elementos de su culto son realmente sorprendentes, como el hecho de que fuese un dios solar, de que naciese un 25 de diciembre: según la tradición surgía de una piedra en esa fecha, en la que se celebraba en Roma la festividad del «Sol Invicto». Mitra realiza muchas hazañas, entre ellas matar un toro, lo que simboliza la fuerza espiritual del alma destruyendo la parte animal. En torno al culto de Mitra hay cosas muy interesantes, como por ejemplo, que sus adeptos se reunían en torno a una mesa, partían el pan, repartían el vino (símbolo de la carne y la sangre del toro inmolado). Y evidentemente, nos recuerda la liturgia cristiana, la cual toma prestados elementos del culto de Mitra para incorporarlos a su propio culto.

El cristianismo adapta muchísimos lugares de culto y tarda tiempo en arraigar en la Península Ibérica, produciéndose muchas herejías.

Hay bastantes personajes interesantes y cada uno funda su propia Iglesia. De entre los que pasaron por aquí destaca nada menos que el Maestro de Plotino, Amonio Saccas, aunque sin hacer un papel muy relevante. Quien sí tuvo relevancia fue un tal Marcos de Menfis, discípulo de Basílides, quien escandalizó a los padres de la Iglesia tratando de instaurar en España el culto a los antiguos dioses egipcios.

De todas formas, el hereje español por excelencia siempre será Prisciliano. Este es un personaje extraordinario. Fue obispo y tenía una visión especial del cristianismo; era gallego (ni que decir tiene la tradición que existe en Galicia sobre ocultismo). El padre de Prisciliano era heredero de la cultura de los druidas celtas y Prisciliano se educa en todas esas creencias y tradiciones, lo que le hace tener una visión un poco especial de la religión. De hecho, practicaba un cristianismo que no tenía nada que ver con el oficial de la Iglesia. Aun así, llega a ser obispo de Ávila. Pero tiene enemigos por todas partes, es perseguido y en el Concilio de Zaragoza quieren acusarle de hereje. Sin embargo, es un hombre inteligentísimo y no logran condenarle ni a él ni a sus seguidores. Muere asesinado en Treveri, a manos del tirano Máximo. Cuenta la tradición que sus seguidores trasladaron su cadáver en un féretro, recorriendo el Camino de Santiago, y lo sepultaron en algún lugar secreto de Galicia. Las malas lenguas hablan de que la tumba oculta de Prisciliano no es otra sino la que siglos más tarde encontrarían los caballeros de la cristiandad, identificándola con la del Apóstol Santiago, lo cual tiene una cierta verosimilitud. Pensemos que en un momento en que España está totalmente invadida por los árabes, que tenían ocupados dos tercios de la Península, hacía falta despertar el interés de los caballeros de la cristiandad dentro de Europa para luchar contra el invasor.

Podríamos pasar horas hablando de España, de lugares maravillosos, de los constructores de catedrales, de los enigmas cátaros y templarios, de la conquista del Nuevo Mundo, de Carlos V, de Don Juan de Austria…

Si tenemos que hablar del español, no puedo terminar sin hacer referencia a un lugar de la Mancha, donde, como diría Rubén Darío, cabalgaba nuestro señor D. Quijote, el Caballero de la Triste Figura. No hay estampa más española que esta estampa cervantina. Sobre la figura del Quijote también se han escrito muchas cosas; el romanticismo lo recuperó, no como ese hombre loco que murió cuerdo, sino como el hombre cuerdo que murió loco. Se le ha comparado con el español, diciendo que este es como una síntesis del idealismo del Quijote y del pragmatismo de Sancho Panza. Sin embargo, Sancho tiene un aspecto mundano (es el Sancho barrigudo, pragmático, egoísta); y también es, como dice Pedro Laín Entralgo, el Sancho «quijotizado». Es decir, él no entiende a su señor, pero lo sigue. No entiende los sueños locos de este aventurero; cuando Sancho mira a los gigantes, ve molinos de viento; cuando le hablan de la maravillosa dama Dulcinea, ve a esa moza pueblerina que se llama Aldonza; y, pese a todo, sigue a su señor y no repara en socorrerle ni en hacer de mensajero de los desinteresados amores de Don Quijote. Ese es el Sancho quijotizado.

Es ese Sancho quijotizado el que debe despertar en nosotros. Si hacemos mucho esfuerzo por despertarlo, probablemente el destino nos quiera obsequiar con un Don Quijote. Un Don Quijote que le dé sentido a nuestras vidas con solo decirnos: “¡A las aventuras, Sancho, a las aventuras!”.

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