MELBA

GUIOMAR

Helen Porter Mitchell, la leyenda de una voz que llamaron Melba, nació el 19 de mayo de 1861 en Richmond, Australia. Su padre, tranquilo nombre de negocios, la hallaba «difícil de dominar»; no obstante, fueron inseparables compañeros de carreras a caballo, pesca y paseos.

Tía Lizzie le da sus primeras lecciones de canto, y a los seis años, la niña se presenta en público. El Sr. Mitchell está orgulloso de su hija. Pero a medida que crece y quiere dar conciertos, se enfada más con ella, y la encierra interna en un colegio. Allí las profesoras la riñen por sus potentes silbidos, y sus compañeras se encantan con el «gracioso ruido» que sabe hacer: es el brillante trino que nunca pudo ser copiado.

Una primera popularidad la alcanza como pianista en Melbourne. Canta algunas veces y recibe lecciones del divo retirado Pietro Cecchi. En un viaje a Queensland conoce a un plantador de caña, surge el amor y en 1882 se casan, ante la alegría del padre, que la ve ya quieta como ama de casa.

Pero Nelly aguanta poco prisionera. En 1883, cuando su hijo tiene dos meses, regresa a la casa paterna y plantea su decisión de seguir su carrera artística. Cecchi la anima, y Nelly da algunos recitales para recaudar dinero para el viaje que son un fracaso. Los críticos la elogian, pera el público la ignora. Por fin, tras formar parte del coro de la iglesia, su padre accede a pagarle lecciones de canto durante un año, en Londres.

Londres es duro con Nelly; todo son desilusiones. No pueden atenderla, están ocupados, no merece la pena perder el tiempo en ella…

Aún logra convencer a su padre para que le pague el viaje a París a ver a madame Marchesi, la más grande profesora de canto. Si ella no la recibe, volverá a Australia.

Madame Marchesi, severa, accede a oírla. La riñe por las notas altas, por el si de la octava alta, por el do de pecho. Nelly está a punto de llorar. Todo ha acabado. Pero la Marchesi, al acabar, la abraza: haré de usted algo extraordinario, dice.

El trabajo es durísimo. Incluso se le prohíbe montar a caballo en sus escasos ratos libres. Horas y horas de lecciones y de regañinas.

Por fin, en 1886, la Marchesi le prepara un debut en su casa. El enorme triunfo le abre todos los escenarios de Europa, y Verdi, Puccini, Saint-Saëns, Leoncavallo, desean que interprete sus obras: reyes y zares la llaman a sus salones.

En 1902 regresa como heroína a Australia. Y canta el «Hogar, dulce hogar» de la tía Lizzie.

Por supuesto, la acusaron de vanidosa, pero sin embargo, fue la primera que cantó pequeños papeles con las sopranos del momento. Cantando, recaudó una pequeña fortuna para la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial.

Su última actuación importante fue en la Cámara del Parlamento, en Camberra, cantando el Himno Nacional en 1927.

En 1931, enferma de diabetes y de una septicemia, muere en Sydney. Allí, en su Australia, quedó su cuerpo. Incluso su sobrenombre mostró su amor a su patria: Melba, diminutivo de Melbourne.