GUIOMAR
Estamos en un país cualquiera de la Europa católica. La Silla de Pedro está ocupada por Silvestre II, el papa del primer milenio, que gobernó la Iglesia de 999 a 1003.
Corre el último tercio de ese 999. Llega el tan temido (y mal fechado) fin del milenio. Se acerca el año 1000. En todos los lugares de la tierra en que se ha extendido la Biblia, el sentimiento milenarista es muy fuerte. Todas las profecías más o menos explícitas dan por seguro que el mundo ha cumplido su ciclo y, entre terribles catástrofes, va a desaparecer subsumido en el Creador. Todo el mundo conoce el pavoroso Apocalipsis. Leído por sí o explicado desde el púlpito, el pueblo ha temblado de horror ante las enigmáticas palabras del evangelista Juan:
«…surgirá la bestia del mar, con siete cabezas y siete coronas…». «…una estrella que caía del cielo abrió el pozo del abismo, y subió del pozo humo, como el humo de un gran horno…». «…id y derramar las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra…».
Nadie sabe si tomarlo al pie de la letra, o tratar de ver el símbolo que oculta, o simplemente morirse de miedo. Porque todo eso va a pasar dentro de unos meses, de unos días. El cielo va a deshacerse en llamas sobre nosotros, la tierra se va a abrir y tragarnos, la Bestia llega…
El pavoroso evento tiene que sorprendernos con el equipaje espiritual bien hecho. Y los que, al decir de Cristo, lo tienen peor, son los ricos. No los ricos caritativos, benefactores, los que cuidan de que no haya hambre en sus feudos, sino los otros. Aquellos por los que Jesús ha dicho que «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos».
Y el Reino de los Cielos se ve tan cerca, ahora que los reinos del mundo van a perecer…
Pongamos remedio, se dijeron. Y quisieron ser pobres, y comenzaron a repartir sus riquezas: tierras, joyas, ropajes. Todo para sus pobres. Se quedaron con lo puesto, con lo mínimo para llegar al holocausto. Y respiraron a gusto. La trampa se le había hecho a Dios, le hemos engañado, ya no somos ricos, somos pobres y buenos, y el castigo ya no nos va a llegar. Gloria, Gloria, Aleluya.
Llegó el 31 de diciembre de 999. El mundo oraba de rodillas.
Con la última campanada, todo seguía igual. Esperemos, seguid rezando, ¡puede ser a lo largo del día!
Cuando llegó la noche del 1 de enero del 1000, la duda empezó a abrirse camino, y tras ella la certeza.
¡No pasa nada! ¡Era un error interpretativo!
Y los ricos se tiraban de los pelos y quisieron recuperar sus riquezas… Para lo cual, como había escrituras legales, tuvieron mucho que negociar. Y hubo nuevos pobres y nuevos ricos.
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