ENIGMATICA CIRCUNFERENCIA

 

RAMÓN SANCHIS

Cuando contemplemos las cosas, siempre podremos ver algo más allá de lo aparente, de lo simplemente físico. Miremos entonces una circunferencia, con los ojos del asombro, de la mano de la numerología…

Se define una circunferencia como “el lugar geométrico de los puntos que equidistan de otro punto llamado centro”. Llamemos radio “r” a la distancia que hay desde cada uno de esos puntos al centro;  y llamemos al centro “alfa”.

Todos los puntos de una circunferencia conforman así “un lugar” bien conocido por todos, porque lo hemos representado muchas veces. Es, además un “lugar geométrico” porque sigue una ley, una razón matemática que da lugar a una forma geométrica concreta.

Sabemos también que su longitud, “L”, tiene el valor de dos veces el número pi multiplicado por el radio, es decir, L=2*pi*r. Ello significa que la longitud de esa circunferencia que tantas veces hemos dibujado es un múltiplo del radio, y a ese múltiplo le podemos llamar “k”. Por tanto, podemos expresar la longitud de la circunferencia como L= k*r, donde k vale el doble del número pi. Pero la paradoja está en que lejos de ser el valor k una constante exacta, dada la naturaleza de pi, esta adopta un valor con infinitos decimales.

Está contrastado que pi es un número cuyo valor aproximado es 3,1416… con infinitos decimales.

Si dibujamos la recta de los números reales (la que abarca a los números tanto negativos como positivos, pasando por el cero como punto intermedio), cuando queremos acercarnos al valor de pi, tendremos que dividirla en pequeños segmentos, en cortes cada vez más delgados y con cuchillos cada vez más finos que contengan siempre nuestra presa, ajustando cada vez un poco más entre qué valores se sitúa realmente pi. Es decir, es un número que está entre 3 y 4, o mejor, cabe decir entre 3,1 y 3,2. Si afinamos más, diremos que es un número que está entre 3,14 y 3,15. Si afinamos más aún, diremos entre 3,141 y 3,142. Y así podríamos seguir acotando más exactamente entre qué valores se halla.

Para llegar al número pi, debemos seguir dividiendo una y otra vez la “recta real” en “incrementos” –pues así es como se llaman en topología–, resultando ser cada vez más pequeños, más “infinitesimales”, es decir, “infinitamente pequeños”. Pero pretender hallar un número concreto es casi imposible. Las divisiones devienen interminables, cada vez son más el número de los decimales necesarios, como las arenas del desierto cuando buscamos un único grano que se nos escapa inasible.

Acotamos cada vez mejor su situación, decimos que se halla entre uno y otro valor, entre “a” y “b” y parecemos conformes como si con ello fuera suficiente, pero “a” y “b” son como dos paredes que se aproximan sin llegar a tocar a pi, ese número de infinitos decimales al que nunca apresamos exactamente.

Las infinitas divisiones nos enfrentan a la única “realidad” de la recta de los números reales: el número pi tiene “infinitos” decimales, está “suficientemente definido” pero nunca “totalmente definido”.

Pero siendo pi un número inasible, indefinido, casi etéreo, del que advertimos su presencia pero no su realidad, al multiplicarlo por el valor 2 no mejoramos su indefinición, y así obtendremos que la longitud de la circunferencia L, que es el producto de su radio “r” por un valor k = 2*pi, es también un número no concreto. Es como si no pudiéramos definir de un modo exacto cuánto mide. Como si no tuviera un largo concreto, como si no tuviera una definición exacta o no se cerrara sobre sí misma, como si estuviera abierta.

La circunferencia necesita además de un centro para ser trazada, para pasar a la existencia desde el mundo de la mente. Es un centro que, aun siendo ajeno a ella, es el alma de la misma. Un ligero punto, que no tiene realmente ni dimensión, que a veces ni se dibuja, pero que, aun ausente, tiene “presencia” en la misma.

En la etapa de colegio me explicaron que, más allá de los exactos teoremas de Tales, de Euclides y de otros grandes pensadores, existe el teorema del punto gordo. Dice así: “por un punto gordo pasan infinitas rectas”, y cuando los dibujos no cuadraban perfectamente en la verde y encerada pizarra, esta máxima geométrica tapaba ciertos fallos de precisión.

Los puntos que nosotros dibujamos son a veces gruesos, cargados de tiza, y por ello tienen hasta dimensión, pero estos no son verdaderos puntos. Aquellos que trazamos con la mente antes de dibujar son más finos, precisos, son “ideas abstractas” con las que trabaja nuestra mente. Pero los puntos que son más reales no son los de tiza, los de nuestro mundo manifestado, sino los del mundo de las ideas, los más etéreos, los que solo podemos atrapar poniéndonos de pie, apoyados fuertemente en los talones de la mente para alargar las manos de la intuición profunda.

En esto, como en tantas otras cosas, a fuerza de rebajar la esencia de las cosas a la burda realidad de lo cotidianamente necesario, hemos acabado dando más valor a lo que vemos que a las realidades del pensamiento. Geómetra es quien se extasía ante la belleza de las proporciones, de las armonías de figuras y líneas. Pero filósofo, que tal vez sea un geómetra del mundo de la intuición, es aquel que sigue asombrándose de la maravilla del mundo, y capta detrás de las formas y proporciones, los divinos números, es decir, las ideas que dan esencia a las cosas.

A pesar de lo dicho, sin embargo las circunferencias se dibujan, sea cierto o no que tienen fin o estén abiertas; sean o no infinitas tienen para nosotros una realidad cotidiana, aunque no dejen de tener para el buscador de enigmas un aroma etéreo, un porqué escondido.

Buscando analogías

Los antiguos clásicos, en sus tratados de numerología (¿sería esta una forma antigua de la moderna y apasionante topología?), decían que de los números, el punto, las líneas, las formas geométricas, tan solo captamos la sombra de una realidad más profunda y metafísica, difícil de apresar.

Así, el punto era la representación del número uno, y de la concepción de la unidad de la vida y de los seres. Este símbolo tan pequeño significaba en sí mismo la totalidad de las cosas, la Unidad en sentido metafísico, la idea de Dios, lo Uno.

Y los números no siempre expresan bien la realidad física, como acabamos de ver, porque no son nudos trenzados en una cuerda, sino que toda la cuerda misma es un número. Entre el 3,14 y el 3,15 no hay vacío, sino infinitos números que conforman la cuerda real. Los números que utilizamos permiten definir y utilizar el número pi, pero aún nos crean dificultades para atrapar su esencia.

Para esta concepción antigua, la circunferencia no es una figura cerrada sino abierta, no es estática sino dinámica, no es un instante congelado del tiempo, sino que está en vibración, al igual que todas las cosas. En cambio, en la concepción actual, a los objetos inanimados no les concedemos ningún tipo de vida, aunque admitimos que están conformados por átomos en incansable movimiento, que se organizan en estructuras y sistemas mayores, que podemos afirmar que no son muy casuales.

Por todo ello, para la numerología profunda, no la de los falsos adivinadores, los verdaderos números no eran valores estáticos, congelados, instantes fijos en el tiempo –como los entiende nuestra matemática–, sino que los entendían como la sombra de una realidad mayor, continua, como la serpiente del Tiempo, como un collar conformado por perlas engarzadas, como una Idea que engloba a muchas pequeñas ideas.

Tratemos de expresarlo por una vía indirecta:

Recuerdo una novela que relataba en cada una de sus hojas la vida de una persona, como si se asomara por una ventana ante su vida y observara sus preocupaciones y tareas, sus sueños. Al final de dicha novela, la suma de instantes personales permitía apreciar la realidad de una ciudad, su espíritu, su aroma, su realidad profunda y colectiva. Es como si cada ser fuera un centro en sí mismo, y entre todos dibujaran una circunferencia que es la Vida, dinámica, difícilmente atrapada solo en formas, austera y mísera, grandiosa y flébil, heroica y llana a la vez: una Realidad Intangible formada de pequeñas realidades tangibles.

Del mismo modo, filósofos como Pitágoras y posteriormente G. Bruno, concebían a Dios como una circunferencia cuyo centro está en todas partes. Siendo el universo la imagen o reflejo de Dios, es uno y múltiple, tiene por tanto un centro e infinitos centros a la vez. Cada átomo, cada planeta, cada estrella, cada ser es a la vez centro de sí y de todo el universo.

Así el hombre contempla la vida desde su óptica, pero debe aprender a descubrir los infinitos centros que le rodean. Es atraído y es imán, es a la vez centro y circunferencia, siente deseo y necesidad de algo y por ello se mueve, siempre en pos de aquello que le define, de su “lugar”, que según Bruno “es un cierto espacio”, “es la esencia de los seres”.

La circunferencia es, por tanto, como lugar geométrico, una cierta cualificación del espacio, y tiene por tanto una esencia que habrá que descubrir.

Para la mayoría de los pueblos antiguos, que no primitivos, la imagen más acabada del universo era la circunferencia, a la cual representaban como una serpiente mordiéndose la cola, como emblema de eternidad. Y el emblema más profundo de Dios era el propio centro de la misma, pues siendo necesario para su existencia es adimensional, es esencia y no forma, es causa de la misma sin ser efecto, la engendra sin ser ella misma. A su vez, la circunferencia, como la creación, siendo una idea apresada en la materia, aun siendo algo concreto alberga en sí el misterio de lo indefinido, de lo infinito, de la vibración.

Decía Giordano Bruno que el mundo de los sentidos al que él llamaba “el reino del siempre llegando a ser” es el dominio de la multiplicidad, de lo variado, de las formas, y en cambio, el mundo del Ser es el mundo de lo no múltiple, lo Uno.

Siguiendo su razonamiento, si el mundo de lo mental es infinito, por lo tanto lo Uno (el Todo, Dios) es infinito, pero no como extensión, sino como causa. Y de una esencia y causa infinita resulta un efecto infinito, que es el universo manifestado, reflejo o imagen de algo más profundo. Dado que el Todo es mental, se proyectan en el mundo manifestado las imágenes de lo infinito, dando lugar a infinitas formas, figuras geométricas y objetos, pero según Giordano todo “lugar” nace siempre del número en el espacio.

El universo, según Bruno, debe ser infinito, porque si no lo fuera, lo que hay más allá de él ¿de qué materia o realidad estaría constituido? La nada, según esta concepción, de existir, no está fuera sino que es parte del universo, pues este es plural, múltiple, y engloba en sí todas las dualidades contrarias.

Por ello los objetos y seres materiales que habitan en el universo participan a la vez de lo concreto y de lo infinito, de lo apresable y de la esencia, son realidad e ilusión, son materia y forma. Detrás de la materia se esconden las ideas, y a su vez, las ideas que no tienen aplicación en lo material se convierten en un sueño y se evaporan.

Visto así, por ejemplo, un cenicero tiene por materia el vidrio, aunque tiene sentido en tanto que tiene una forma. Pero ¿dónde está el misterio de su forma? Cuando se cae al suelo y se rompe en pedazos, por perder su forma deja de ser útil. Ello indica que la forma es una “idea”, es la concepción que tuvo quien lo fabricó, como diría Platón, y que cuando desaparece convierte a la materia en amorfa, sin forma, sin esencia.

Finalmente, cabe decir que, detrás de la circunferencia, hay una esencia, una idea, un misterio que hizo que los pueblos antiguos, aunque lo conocían como idea, no usaran el número cero, por ser esquema de la circunferencia, emblema de eternidad, del universo, de Dios, de lo Uno.