La vida del hombre parece estar ligada a la presencia del jardín. Así, nos cuentan que Adán y Eva fueron alejados del Paraíso, que ha sido descrito como un paraje maravilloso en el que crecían, sin morir jamás, árboles cargados de frutos y de flores olorosas, y donde la sombra y la luz se alternaban para gozo de los ojos y descanso del cuerpo.
Tal vez por ello la recreación, de la mano del hombre, a la hora de plasmar en un pedazo de tierra un lugar idílico de belleza y paz, se deba a un deseo inconsciente de volver a hallar un paraíso perdido. De este modo, tanto en los jardines europeos como en los americanos, árabes, indios, chinos o japoneses, hay siempre como una especie de deseo de captar el reflejo del mundo celestial o de volver a encontrar la imagen de una plácida felicidad perdida.
Los jardines taoístas, denominados “de meditación”, solamente podían ser diseñados y conservados por los sacerdotes, y cada una de sus composiciones y de sus reducidos paisajes era un símbolo religioso. En Egipto, Ramsés III creó en honor al dios Amón 514 jardines sagrados, cruzados por frescos canales y estanques en los que crecían los lotos. En los jardines europeos se puede identificar la supervivencia de antiguos cultos que se ofrecían a las divinidades de las aguas, de los árboles y de las plantas.
Se puede decir que la creación de un jardín es un arte, ya que el hombre intenta plasmarse en sus creaciones, las cuales desea que sean perfectas, como un reflejo de eternidad y belleza.
Este jardín, paraíso imaginado, este vergel que llevamos dentro y que proyectamos a veces como un ideal, tiene su vegetación peculiar.
Las plantas y las flores
El sentimiento de tranquilidad característico que nos inunda cuando penetramos en un jardín se lo debemos a la presencia de las plantas. La frescura, el recogimiento que nos transmite el jardín se lo debemos a aquello que Paracelso consideraba la constitución de la planta. Este autor la dividía en tres partes; su cuerpo visible, el alma del vegetal (clisus), que era su fuerza vital, y el espíritu (leffas) o cuerpo astral de la planta.
Las plantas dotan al lugar en el que se encuentran de determinadas características o virtudes que portan intrínsecamente. De ahí que algunos lugares de los jardines parezcan rodeados de una aureola especial que transmiten a todo aquel que se acerca.
Juan Comenius (*) decía que la educación del hombre tiene que ser semejante al cuidado que un jardinero tiene por sus plantas, a las que hay que regar, podar y enderezar cuando se tuercen, porque de igual manera, el hombre, para crecer hacia Dios, tiene que ser regado, podado, alimentado y enderezado cuando sus inclinaciones le apartan de su finalidad.
La vegetación en todas sus formas nos ofrece dos aspectos principales: el de su ciclo anual, por el que se simboliza la muerte y resurrección, y el de su abundancia, del que deriva un significado de fertilidad y fecundidad. De ahí que los ceremoniales de la vegetación se celebraran para avivar las fuerzas cósmicas y que continuara produciéndose la regeneración anual de la vida.
Entre la exuberancia del jardín crecen determinadas hierbas cuyas características hacen que sean consideradas como mágicas, dadas las especiales influencias que pueden ejercer sobre aquellos que las prueban.
Lo más bello que se nos muestra en los jardines son las flores. Por su naturaleza, la flor es símbolo de la fugacidad de las cosas, de la primavera y de la belleza. Por su forma, la flor es imagen del “centro”, y por analogía, del alma. Por eso se la considera como el receptáculo de los influjos celestiales. Es la culminación del paciente proceso de la evolución y perfeccionamiento de la planta.
Para los egipcios, la flor era símbolo de vida renovada, de amor, de unión sagrada. Imagen reducida del mundo, donde las aguas de los estanques mantenían una correspondencia simbólica con el Nilo y también con las aguas primordiales de Nun, aquellas que habían dado origen a toda la vida. De este modo, el acto de regar configuraba todo un ritual religioso que intervino incluso en los ceremoniales de resurrección.
Los aztecas tenían un dios de las flores, Xochipilli, que estaba relacionado con el destino del alma, también representada por una flor. La iniciación religiosa era como el cultivo de un jardín: hacía brotar la flor-alma nueva. La simbología nahuatl relaciona la flor con el Sol, esa flor luminosa que extiende sus pétalos por los cielos.
La fuente
En todos los jardines hay fuentes cuyos cristalinos chorros de agua ayudan a que el caminante pueda reponer sus fuerzas, al mismo tiempo que sirven de representación o altar a algún dios o deva de la Naturaleza. La imagen simbólica de la fuente nos habla del “centro” y del origen de la energía. Según la tradición, en todos los jardines simbólicos la fuente representa el lugar de donde emana la inmortalidad, la fuente de la eterna juventud, la fuerza vital del hombre y de todas las sustancias.
En los jardines del mundo clásico, las fuentes estaban custodiadas por las ninfas (náyades), divinidades de las aguas dulces que eran representadas por doncellas en los rasgos más encantadores de su carácter: belleza, amabilidad, servicio. De igual modo serán recreadas estas fuentes y sus guardianas en determinadas obras como El jardín del sueño de Panfilio, donde se nos narra cómo este personaje encuentra a cinco ninfas que simbolizan los cinco sentidos, como contacto con lo material: “Hiláis, todo lo ligáis, oh bellas ninfas”. El hilo que las ninfas enrollan en sus husos es semejante al de las parcas, y simboliza el fluido vital. “Fecunda, pare, repara”. Esta invocación probablemente procedía de los misterios eleusinos y a veces se encontraba grabada en el brocal de pozos sagrados. Las jóvenes ofrecían su virginidad al agua de este manantial antes de encontrarse con sus esposos, pues era el agua la que les daba el poder vitalizante.
En la fuente de las gracias, donde estas se encuentran representadas desnudas “para mostrar así su misterio”, el agua de la vida mana de sus senos, y sostienen cuernos de abundancia que lanzan su chorro hacia lo alto. Y en el laberinto acuático del Jardín de Cristal, las barcas navegan siguiendo la corriente de las aguas como flujo irreversible que representa las distintas edades de la vida humana.
El jardín taoísta
El taoísmo desarrolló el concepto de jardín como lugar de intimidad y sosiego proyectado para reflejar el cielo sobre la tierra. El jardín se convirtió así en un símbolo del Paraíso, donde toda forma de vida era respetada y protegida desarrollándose en un lugar de naturalidad y sencillez.
La jardinería debe su desarrollo a los filósofos taoístas, que hicieron derivar su inspiración de la Naturaleza como madre de todas las cosas, elemento de renovación eterna en sus ritmos cíclicos. “El Espíritu Divino es infinito, pero no obstante, mora en las formas e infunde semejanza, y de esta manera la verdad entra en las formas y en los signos”. Así, mientras los paisajes representaban lo grandioso de la Naturaleza, el jardín revelaba sus aspectos más íntimos.
El jardín estaba situado de acuerdo al equilibrio existente en la Naturaleza por las fuerzas yin y yang. La fuerza lunar yin y la solar yang estaban representadas por los valles y las aguas (yin) y las montañas y el cielo (yang) con todas sus cualidades, tales como luz solar y sombra, altura y profundidad, calor y frío.
El jardín, como la propia Naturaleza, es siempre cambiante. Es un lugar de luz y sombra dotado de un hálito vital que está en armonía con los ritmos de las estaciones y sus contrastes climáticos. Las irregularidades de líneas evocan el movimiento y la vida. De este modo, el más mínimo espacio podía ser transfigurado confiriéndole un efecto de profundidad, dimensión misteriosa y extensión infinita; grupos de árboles, conjuntos rocosos, matorrales, senderos sinuosos, todo ayudaba a dar una idea de prolongación más allá del espacio inmediato.
El jardín, que ayudaba al hombre a mantener la armonía, tenía también una influencia y un significado ético, ya que, según Cien Lung, poseía un “efecto vivificador sobre la mente y regulaba los sentimientos”, impidiendo que el hombre quedara “absorto en los placeres sensuales perdiendo su fuerza de voluntad”. Por ello, cada uno de los distintos componentes del jardín había sido minuciosamente pensado, ya que tenían como misión establecer una comunión interior entre el observador y el alma del jardín, ayudando a comprender las fuerzas misteriosas que gobiernan el paisaje y su plasmación.
El jardín resultaba gratamente evocador a la luz de la luna. Las noches de luna llena y luna nueva, que eran momentos de gran poder espiritual, tenían sus propias celebraciones, especialmente la festividad de la luna de mediados de otoño. Otras fiestas diversas se celebraban también en el jardín; el equinoccio de primavera, en el duodécimo día del segundo mes del año chino, era conocido como el Cumpleaños de las Flores.
El agua en el jardín taoísta es un elemento fundamental, de modo que cuando había pabellones o galerías instalados en el jardín, solían estar unidos por puentecillos que cruzaban los hermosos estanques, o pequeños serpenteos de aguas, evocándose así el simbolismo del cruce de las aguas, de la transición o comunicación entre dos niveles o planos distintos, con el hombre como elemento mediador, ocupando una posición central entres los grandes poderes. La introducción del “puente de la Luna” supuso un elemento adicional de belleza y simbolismo; se trataba de un semicírculo que, al reflejarse en la claridad de las aguas que corrían por debajo, formaba el círculo perfecto de la luna llena.
El pabellón del jardín solía estar pintado con colores simbólicos, de modo que se imbricara dentro del paisaje del jardín, como un elemento más de la Naturaleza, tal como si hubiese crecido de la misma tierra. Así, este lugar estaba destinado tanto a la relajación como al disfrute activo, a la meditación solitaria y al estudio, e incluso a reuniones festivas en que los amigos se juntaban y bebían té y vino. Allí componían música y poesía, pintaban, se ejercitaban en la caligrafía o discutían de filosofía.
A los pabellones se les daban nombres relacionados con la Naturaleza: Pabellón del Arco Iris, Fragancia de Loto, Nube de los Secretos, Contemplación de la Luna… Elemento integrante de algunos jardines era el llamado “Salón de la Luna”, de forma semiesférica y cuyo techo abovedado, pintado para figurar el cielo nocturno, constaba de innumerables ventanas de cristales coloreados que representaban la luna y las estrellas. En el suelo solía haber agua, en la cual quedaba reflejada la luna, pero durante el día reflejaba también los rayos del sol. Esta sala podía tener distintas dimensiones, bien como lugar de grandes reuniones, o bien como estancia íntima para conversar, escuchar música y poesía. Aquí, en el jardín, donde el Cielo y la Tierra se encuentran, música y poesía se convierten en expresión natural de la armonía.
El jardín era reflejo del macrocosmos y encarnaba todas las formas de equilibrio yin y yang. Así, la montaña, como eje del mundo, representaba el poder yang, y a tal efecto eran cuidadosamente seleccionadas las rocas que debían incorporar tal significado; estas asumían diversas formas dependiendo de la posición en que eran situadas, e incluso conformaban grutas o cavernas. Parece ser que algunas emitían una nota musical cuando se las golpeaba.
La montaña era tradicionalmente colocada en el centro de un lago o estanque, para destacar lo estable y eterno frente a lo fluyente y temporal del agua.
En el jardín taoísta, como en otros jardines, el simbolismo del centro lo representa la montaña, de carácter yang, mientras el árbol personifica la estabilidad y el equilibrio entre las dos grandes fuerzas, ofreciendo al hombre que transita por este jardín una comunicación entre las fuerzas celestes yang que descienden a la Tierra y las fuerzas terrenales yin que ascienden hacia el Cielo. El hombre sería el elemento intermedio que establecería el equilibrio y la armonía entre las fuerzas yin y yang.
Si bien en general todos los árboles representan la belleza y la fuerza femenina, había algunos que por sus notables cualidades destacaban como elementos yang, por ejemplo el pino y el cedro, que manifiestan la dignidad y severidad masculinas, frente a la belleza y flexibilidad del sauce, que plasma el encanto femenino. Se establece de este modo un equilibrio y armonía entre ambos caracteres.
Los árboles que muestran a los ojos del observador la delicadeza de sus flores eran especialmente amados por su belleza y su simbolismo. El almendro, al ser el primero en florecer, tomaba el valor de “aquel que despierta”, de la vigilancia. Por el hecho de florecer en la temporada invernal, en medio del frío y las adversidades climatológicas, significaba también el coraje en la adversidad. El cerezo representaba la delicadeza y pureza de sentimientos en su vertiente yin y la nobleza en la yang. El ciruelo era símbolo del invierno y la belleza y representaba la fuerza y la longevidad, y por tanto, también al solitario ermitaño.
El ciruelo, el pino y el bambú eran denominados “los tres amigos del invierno”. El almendro y el ciruelo simbolizaban la renovación de la vida que surge con la primavera y la armonización entre lo viejo y lo nuevo. Pero el ciruelo debía tener tronco y ramas de forma nudosa, llamadas dragones durmientes, que tomaban la característica yang para equilibrar el carácter yin de su delicada floración.
En el jardín taoísta el melocotonero ocupaba una posición especial por ser el Árbol de los Genios o Inmortales. Es el árbol de la vida situado en el centro del Paraíso. También representa la inmortalidad. Aquel que comiese del fruto de este árbol que crece en el Paraíso la adquiriría de forma inmediata. Los huesos de este fruto son apótropos, es decir, guardan en sí las características que luego desarrollará el árbol, y por ello eran tallados de forma primorosa con motivos simbólicos o se portaban colgados como amuletos y talismanes.
El melocotonero era considerado como símbolo de la primavera, la juventud, el matrimonio, la riqueza y la longevidad.
Entre las flores de estos jardines ocupaban lugar destacado el loto, la peonía y el crisantemo. A la peonía se la consideraba una flor puramente yang. Las flores, mediante la forma de su copa, representan de forma natural el aspecto receptivo, yin, en la Naturaleza, pero la peonía es una flor regia que, dado su color rojo y masculino, representa también la nobleza, la gloria y las riquezas. El crisantemo, por el contrario, es llamado la “flor del silencioso retiro”, símbolo del funcionario retirado –que también era un gran estudioso–, del filósofo y del poeta. Esta flor fue tan cultivada en el retiro solitario que se convirtió en símbolo de esta forma de vida, llena de paz y quietud. Por sobrevivir al frío, se le asocia a la idea de longevidad, pero es al mismo tiempo la sencillez, el sosiego, la jovialidad y la alegría.
El loto, equivalente en Occidente a la azucena y a veces a la rosa, es “la flor que era en el Principio, la gloriosa azucena de las Grandes Aguas… en la que aparece y desaparece la existencia”. Es a la vez yin y yang y contiene en sí misma el equilibrio de estas dos fuerzas; es solar porque florece al sol y lunar porque asciende desde las profundidades de las aguas del caos precósmico. Como combinación de aire y agua simboliza el espíritu y la materia. Sus raíces asentadas en las tinieblas del fango representan la incorruptibilidad; su tallo, el cordón umbilical de la vida, es también un eje del mundo que se eleva a través de sus aguas turbias; sus hojas y flores se abren desplegándose al aire y al sol.
El loto es también el andrógino, la “flor dorada del taoísmo”, la cristalización y experiencia de la luz, el Tao.
Así como en el nivel espiritual el loto representa en sí la totalidad del nacimiento, crecimiento, desarrollo y potencialidad, en el plano de lo mundano representa al gentilhombre estudioso que entra en contacto con el lodo y las aguas turbias, mas no queda contaminado por ello.
En China siempre se creyó que las plantas y las flores tienen “preferencias” y “aversiones”, compatibilidades e incompatibilidades con el resto de la vegetación, y que responden al aprecio y cuidados que se les dispensan de una forma que va más allá de lo estrictamente material. Se pensaba también que pasaban por estados de alegría y felicidad y por momentos de sueño. Que están cansadas y tristes cuando la niebla las envuelve y alegres y jubilosas cuando sienten la caricia de los rayos del sol.
Los jardines que actualmente envuelven nuestras ciudades no fueron construidos con el espíritu que imbuía a los antiguos jardineros, como lugares simbólicos y de iniciación. Sus árboles, plantas y flores no fueron introducidos en la tierra con el amor y dedicación de una madre o de un mago, y sus frutos no son de oro, como los de los antiguos mitos.
Pero está en nuestras manos la posibilidad de hacerlo. Solo hace falta que miremos en nuestro interior. Somos una buena tierra para plantar las flores más bellas, y que ellas dejen a su paso perfume y armonía, amor y espiritualidad. Tal vez entonces seamos capaces de transmitir la misma serenidad, belleza y armonía que nos transmite la mística del jardín.
(*) Nombre latinizado del filósofo y pedagogo eslavo Juan Amós Komesky.
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