El mundo moderno nos ha acostumbrado a una forma de vida en la que el tiempo hace de nosotros sus esclavos, y nos impide parar y ver lo que nos rodea con los ojos del alma, con la visión del pensador, del filósofo que es capaz de leer en los símbolos, y de buscar la sabiduría no solo en los textos, sino también en el mundo que le rodea.
No era así durante los siglos XII y XIII, cuando una verdadera revolución de la fe iluminó las artes y las ciencias dejándolas al servicio del espíritu. Fue entonces cuando nació el siglo de las catedrales. Ese espíritu llevó al hombre de la vieja Europa a una fiebre de construir más de doscientas catedrales, en aquellos lugares donde se ubicaban las viejas y destartaladas iglesias, que ocupaban a su vez los ancestrales lugares de culto de los viejos pobladores del continente.
Fueron los constructores de las catedrales los que, encarnando los principios de la arquitectura sagrada sobre la piedra, hicieron de las catedrales un espacio privilegiado de unión entre el hombre y Dios, entre el hombre y el cosmos.
Cada catedral tiene, sin embargo, sus propias características. No hay ninguna igual a otra, todas recrean las viejas normas de construcción dictadas por el maestro constructor, pero cada una de ellas guarda su singularidad además de su ubicación, que las hace únicas.
Las catedrales no eran solamente templos, como hemos dicho, dedicados estrictamente al culto religioso; a su vez, se convierten en lugares de encuentro, de discusión, de contemplación. De ello surge el concepto de la escuela-catedral, donde se imparten conocimientos de las llamadas artes liberales, divididas en el trívium (retórica, gramática y dialéctica) y el quadrívium (aritmética, geometría, astrología y música), siendo muy pronto la dialéctica la que se convirtió en la materia maestra como arte del razonamiento. La catedral debe considerarse una recreación del mundo y de sus leyes: desde la formulación de su proyecto hasta la elección de la fecha de colocación de su primera piedra, reflejan al universo y su manifestación. Así se establece una relación trivalente entre el Hombre, el Mundo y Dios.
La catedral reproduce los tres niveles, es decir, el Cielo, la Tierra, y el Mundo Subterráneo, o sea, el espíritu, el alma y el cuerpo del templo. El hombre y el templo han sido creados con el mismo modelo, y el lazo que une al hombre y a la Divinidad es la catedral. El mundo subterráneo es la sede de las potencias ctónicas, donde las semillas fructifican gracias a las energías telúricas que reciben. Estas fuerzas están representadas por la virgen negra, venerada en lugares como la cripta de las catedrales, y relacionada con los misterios de la resurrección y de la transmutación.
La tierra es el medio donde se desarrolla la vida, la naturaleza con todos sus elementos. Es el hábitat humano durante su estancia terrestre. El cielo es la sede de la luz de las potencias solares y de la Divinidad, es aquí donde se anuda la construcción y se encarna a modo de bóveda. El nudo que ata este mundo es la piedra clave, que concentra y difunde las fuerzas hacia las columnas, de la misma manera que el cielo difunde sus energías y se une con la tierra. El templo por excelencia, la catedral, es un espacio de transmutación, puesto que es capaz de transformar lo profano en sagrado, lo que significa una operación alquímica.
La alquimia estaba considerada como la ciencia de las transformaciones, y estas podían operar tanto a nivel físico como psíquico o espiritual. Cierto número de catedrales presentan en sus representaciones los medallones con los signos de conocimiento alquímico que los constructores labraron en ciertos lugares muy significativos de las catedrales. La búsqueda alquímica sobrepasa los conocimientos sobre la materia, es la práctica a través de la cual la materia, la psique y el espíritu podrían volver a la unidad primordial, es decir, a Dios.
GUILLERMO CADAVIECO
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