Era una tarde ruidosa en el inmenso hipermercado, parecía que todos los habitantes de la ciudad habíamos decidido a la vez ir a buscar provisiones, como cuando los prehistóricos cazadores y recolectores salían a las estepas a recoger víveres. Las estanterías ofrecían su inverosímil variedad de marcas y productos y unos nos chocábamos con otros, a través de los carros, colmados de amasijos de carne cruda, pescados, latas, verduras, frutas y amoniaco. Si no fuera por las prisas y las ganas de salir del caos consumista, nos hubiéramos parado, a pensar si tenía sentido tanto gasto, a sentir asco de los revoltijos que se acumulaban en las cintas transportadoras de las cajas.

Él estaba sentadito en un banco escueto, no tendría más de once años. Y leía, leía con fruición, pasando con delicadeza las páginas de un libro que habría tomado seguramente de una estantería.  De repente, todo se detuvo a mi alrededor, contagiada por el concentrado recogimiento de aquel niño  que en medio del caos consumista, simplemente leía, ajeno a todo, escuchando solamente la llamada de sus ganas de saber.

Aquel niño leyendo, en medio del hipermercado, se me presentó como una metáfora de lo difícil y de lo posible al mismo tiempo. Me hizo asombrarme de que aquello me pareciera insólito, algo extraordinario. Estamos en el primer mundo, donde es tan fácil conseguir cualquier libro y sin embargo muy poca gente lee, pensé. Dicen los estudiosos que porque no se educa  en el placer de la lectura, a nuestros niños, a nuestros jóvenes,  que cuando llegan a la universidad y el profesor les pregunta por los cinco últimos libros que han leído, apenas si saben balbucear un par de títulos, cuyo contenido son incapaces de resumir. Aquel niño leyendo, él solo, desmentía tan amargas constataciones. Me acordé de un precioso libro que  me regaló un amigo entrañable: “Una historia de la lectura”, de Alberto Manguel, editado por Lumen en 2005, que me permito recomendar a algún lector que comprenda mis sentimientos. Bellamente ilustrado con imágenes donde se ve a gente leyendo de todas las épocas, nos viene a demostrar que no podríamos existir sin lectura, sin libros, pues nuestra historia se teje a base de los relatos, los pensamientos, los tratados, los sueños, los mundos inventados, que alguien alguna vez dejó escritos y alguien, como aquel niño, pudo leer.

Al final, las revoluciones que valen la pena son las que promueven que la gente sea más sabia, más culta, pensé mientras, unas cuantas estanterías atrás, el niño  seguía leyendo.

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