Si estamos atentos, podemos tener experiencias de esas que nos sumergen en complejas redes de significados y nos invitan a reflexionar, sobrevolando por encima de las realidades cotidianas, a menudo demasiado romas y poco inspiradoras para encontrar relaciones entre las cosas visibles y las que no se ven más que recurriendo a los sentidos interiores. Algunas veces nos sentimos impulsados a compartir con los demás esas vivencias, aun a pesar de que no solemos practicar demasiado el lenguaje del alma y tenemos que vencer un cierto pudor y quizá el temor a que nos tomen por gente rara.
Es, como digo, una zona donde crecen altos los pinos de la repoblación que hace más de veinte años trató de recuperar el verdor del bosque autóctono. Se llegaba al pinar tras atravesar parajes poblados por impresionantes ejemplares de encinas y de robles que en sus troncos potentes muestran con orgullo su larga vida de siglos pues estos nobles árboles crecen lentamente y si se les deja vivir pueden acumular cientos de años sin dejar de mostrarse airosos y verdes. En ocasiones, los castaños, ahora adornados por esas flores amarillas, ponen un contrapunto de hojas amplias a un bosque que milagrosamente ha sobrevivido tanto tiempo, a pesar de los afanes depredadores que han acabado con valiosos tesoros vegetales de nuestras sierras, tan bellas aun después de verse despojadas y desnudas.
El pinar había sido plantado para paliar los efectos de alguna de esas devastaciones y parecía integrado en el paisaje. Pero los robles y las encinas no se habían rendido y al pie de los pinos, estaban creciendo, audaces, pacientes, valerosos retoños de lo que alguna vez, cuando pasen los siglos volverán a ser encinares y robledos.
Había como un desafío de futuro en las plantas todavía pequeñas, una lucha por la supervivencia y alguien preguntó quién podría más, si los pinos renunciarían a su hegemonía transitoria, para dejar paso a los auténticos habitantes de las montañas. Al parecer, en algún momento, una vez los robles y las encinas han arraigado con fuerza suficiente, las raíces de los pinos van perdiendo fuerza hasta que mueren. Si esto es así, resulta conmovedora la misión sacrificada de los pinos: están para preparar el terreno y cederlo después, una vez que vuelvan los dueños de los bosques mediterráneos, y sin su intervención tal cosa no sería posible. No he conseguido saber si se ha dado algún caso de pino empecinado que se haya negado a ceder su espacio vital a los legítimos señores de las sierras, aunque habría que ver esa actitud con una cierta comprensión, pues es una bella tarea vivir cerca de árboles tan sabios, como si se perteneciese a la misma familia.
Como ya he dicho antes, la ocasión me sirvió para preguntarme también si no habrá seres humanos con misiones parecidas a las de aquellos pinos pobladores en situaciones de emergencia: los que preparan las cosas para que puedan aparecer los grandes talentos, los genios, con sus frutos esplendorosos de sabiduría y belleza.
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