Viene como anillo al dedo hablar de juguetes después de diciembre, cuando la mayor parte de los que han regalado a los niños la generosidad de los Reyes Magos y los usos y modos de la sociedad actual se han archivado y arrumbado junto con los innúmeros de otros años, porque su manejo y la novedad que suponen no resisten más allá de unos días. El hecho y el intríngulis de los mecanismos que rigen los juguetes actuales constituyen un buen tema de meditación para cuantos se interrogan  sobre las cualidades y peligros de la sociedad que nuestros aventajados tiempos están construyendo, la desaparición de la inventiva y fantasía infantiles y su embridamiento por consolas, maquinitas y chismes regidos por la tiranía del chip.

Estamos suprimiendo la poesía y el convertir un palo sobre el que se cabalgue en un caballo o en hacer del aprendizaje un juego; mi estanquera necesita de una calculadora para saber cuánto cuestan diez sellos y le resulta cómodo aunque se le olvide sumar, y los niños aprenden a matar chinitos o tortugas y otros seres irreales con la seriedad que narra Arturo Pérez Reverte en su lúcido y terrible artículo premonitorio “Conozco al asesino”.

La cuestión es saber si el problema es estrictamente de nuestro tiempo o si hay algo en la naturaleza humana que hace que situaciones semejantes se repitan sin que haya que atender a la cronología para explicarlas. Una amable lectora de un anterior artículo, me telefoneaba para pedir más detalles del episodio de la Sagrada Familia y el herrero de su pueblo, según contó el general Nogués disfrazado su nombre con el alias de “Un soldado viejo natural de Borja”; el astuto señor de la fragua cambió las herraduras de la burra y dispuso la parte curva hacia atrás para engañar a los perseguidores del Niño. Y añadía mi interlocutora: “fíjese si somos agudos los de Calcena”. No lo dudo, aunque no por la treta aludida sino por lectores de los clásicos, porque de artimaña semejante usó Caco, el ladrón que robó los toros que a su vez Hércules había “afanado” a Gerión, escondiéndolos en una cueva y haciéndolos andar hacia atrás para que el enfadado semidiós no pudiese seguir el rastro. De paso nació un refrán: “Quien roba a un ladrón cien años ha de perdón”, a sumar a los infinitos que aún manejamos y que ya servían a los latinos para afirmar la sabiduría popular.

Quiero decir con esto que “nada hay nuevo bajo el sol”, por seguir con romanos y refranes. Y que las exposiciones  que muestran juguetes y cromos, tebeos y literatura infantil, entre otras entrañables antiguallas, lo único que indican es que el mundo cambia menos de lo que parece, pero lo verifica muy deprisa en la centuria en que vivimos, que además se da buena traza para olvidar lo pasado y pensar, neciamente, que todo lo ha inventado él.

Quizá lo que debería servir de tema de meditación es el trato y la educación de los niños de nuestro tiempo, muy según el uso de los yanquis, preocupados por psicoanalistas (aunque Freud esté mas pasado de moda que el herrero de Calcena) y tratando de convertir el candor infantil en monstruoso remedo de los adultos.

Hubo un tiempo en que el juguete como objeto otorgaba un mínimo soporte para que las mentes añadiesen cuanto había de inalcanzable en lo que deseaban. Unos trapos y poco más podían ser una muñeca, estambre o lana de calcetines viejos y forro de guantes en desuso se convertían en una pelota, y todo un mundo podía nacer a impulsos de la inteligencia. Cuentan que una vez alguien descubrió la calidad de dos hombres que andaban afanados en la misma tarea; ambos picaban cansinamente con un mallete una descomunal roca para darle forma. Preguntados que hacían, el que podía ser ejemplo de la productividad laboriosa de nuestro tiempo dijo: “Voy a convertir esta roca en un sillar”;  en tanto que el segundo, con los ojos iluminados respondió: “Estoy construyendo una catedral”.

Hace bastantes años decían los niños que había dos clases de juguetes, los que se compraban para divertir a los padres, costosos y de lujo, que había que guardar para que no se estropeasen, y los que verdaderamente eran para ellos, baratos, polivalentes y capaces de soportar todos los tratos, incluso los malos, que se les infiriesen. Estoy por decir que ahora todos son de lujo y todos o casi todos producen o deformación o cansancio  y, desde luego, desorientación y deseducación. Se amenaza con el riesgo de caer en el “juguete educativo”, pero esto ha sido patrimonio de todos los tiempos.

En mis excavaciones de Fuentes de Ebro encontré un “tesoro” o al menos eso hacía presagiar el que estuviera guardado con llave en una cajita de madera, que resulto ser un conjunto de tabas, cosa que maravilló a la buena mujer que nos hacía la comida, quien nos dio una lección de cómo jugaba ella con astrágalos semejantes y no quería creer que las jovencitas de Pompeya representadas en una lastra pintada en tal actividad tenían el mismo reglamento.

En el foro de Roma y en infinitos lugares hay grabados en la piedras tableros de juegos semejantes a las damas, el asalto o la oca, que la humanidad ha redescubierto en todos los tiempos y que servían de recreo a soldados desocupados y niños. Lo propio, salvadas las distancias, ocurría con el ajedrez, y la arqueología nos muestra infinitos tableros para misteriosos juegos cuyos reglamentos desconocemos, en forma de serpiente en Egipto, donde con ayuda de los inevitables dados había que llegar a la cabeza y podríamos multiplicar los ejemplos.

Pero seguro que los moralistas despotricaron lo suyo cuando unos padres de escasos haberes regalaron a su hija una muñeca articulada de marfil, en Tarragona, en los primeros siglos del Imperio y de la Era. Que su economía debió resentirse  lo indica que  la tumba donde la muñeca se halló  era de tipo modesto y poco costosa. Porque la muñeca, en un alarde de ternura, fue enterrada con el cuerpo de la jovencita a cuyos juegos sirvió.

Vaya el lector atando cabos y aplicando moralejas a lo que la nube de juguetes acompañados de libros voluminosos con ininteligibles instrucciones de uso está sirviendo a los designios, a nuestro juicio perversos, de la sociedad de consumo que padecemos. Los vistosos anuncios nos obnubilan con muñecas que no ejecutarán las órdenes de sus dueñas,  sino que les impondrán las actividades programadas por el fabricante aunque sean mear, gargajear o echarse peditos. Y me pregunto qué hará una niña con ella después de soportar el décimo pis, gargajillo o pedorreta.

Una vez en Egipto compré una muñeca que una de las astrosas y graciosas niñas fellah vendía por pocos cuartos; la conservo con mimo porque no puede ser más simple ni más hermosa por la fantasía personal que refleja. Tenía varias a la venta y todas iguales, lo que quiere decir que la niña había fijado sus fantasías a una mecanización. Sólo una era distinta, aunque no sabía decir si más apetecible salvo por ser diferente. Aquella no me la quiso vender a ningún precio (aunque no le ofrecí tesoros, claro) porque era la que había hecho para jugar ella y la trataba como a su hija… Aprendí de juguetes de niños más en aquel momento de lo que podría aprender en los voluminosos catálogos de mecanismos de nuestros tiempo.

Los niños aragoneses han jugado siempre remedando las actividades de los mayores, con lo que de paso aprendían a ser adultos o bien desahogaban sus ímpetus con saltos, corridas, empujones y cosas análogas. Es el ¿quieres reñir? de Tauste. Pelotones y peponas con caballos y carros se añadían a los vegetales y cosas que servían para hacer ruido o adoptar formas fantásticas, lo que podía lograrse mediante cordeles o desentrañando adivinanzas y engaños como el de ¿qué pesa mas, un kilo de paja o un kilo de plomo?, ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?, o el pedir al embobado niño por parte del mayor (mucho más tonto aunque no lo supiera) que respondiese “y yo también”. Yo iba por un caminico: Y yo también, Y me encontré un sombrerico: Y yo también, Y me cagué en él: Y yo también, Y todos los pajaricos picaban en él: Y yo también. Y advirtamos que en una basa de la acrópolis de Atenas del Museo Nacional de esta ciudad hay un mozo haciendo virguerías con un pelotón que no las mejoraría Di Stefano, o que “pepona” no viene de Pepa como muchos creen sino de “pupus”, niño y denominación de todos ellos antes de que tuvieran nombre propio entre los latinos. Y los “crepitáculos” de la antigüedad eran como los sonajeros son.

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