Es un hecho cierto que el sistema de vida que tenemos en los países desarrollados nos aleja cada vez más del contacto con la Naturaleza y que las consecuencias de este alejamiento son negativas y desestructurantes. El exceso de lo artificial, sentirnos inmersos en esa profusión de objetos que son el resultado de la manipulación a todos los niveles, produce en nosotros una sensación de orfandad y de carencia de protección, pues nos falta la cálida impresión de sabernos arropados por nuestra madre, solos y frágiles. Hemos logrado comodidad, se han simplificado nuestras tareas, pero empezamos a notar que estamos pagando un precio alto, hasta el punto de que muchos nos preguntamos si mereció la pena, si no hay una manera de hacer las cosas menos agresiva y dañina.

Quizá por ello una cierta actitud de retorno a lo natural se viene acentuando desde hace años, como un movimiento en busca del equilibrio perdido, de la madre olvidada. Aquel antiguo orgullo que hacía considerar al ser humano como dominador y explotador de la naturaleza y sus recursos ha ido quedando relegado a algunos sectores de la sociedad, dando paso a una actitud mucho más humilde y respetuosa, más atenta para escuchar los latidos de un planeta viviente, que nos alberga hospitalario, y cómo llegan hasta aquí las lejanas pulsiones del ancho universo.

Bien es verdad que en ese camino de retorno se han planteado no pocas propuestas utópicas, exagerados rechazos hacia los logros de nuestro sistema cultural, en materia de ciencia y técnica, o incluso demagogos intentos de recuperar el viejo modelo del “buen salvaje”, aquel hombre que era bueno por naturaleza y se hacía malo mediante la cultura. Sin embargo, han sido más abundantes los aciertos, entre los que podemos contar la recuperación de disciplinas y aportaciones culturales que pertenecen al patrimonio de la Humanidad, aunque no hayan sido gestadas por la orgullosa y prepotente civilización occidental.

Lo que sucede es que cuando nos ponemos a analizar los posibles matices de este asunto, nos sentimos desbordados, pues en el equilibrio ecológico, en la buena relación de la humanidad con su entorno natural, intervienen no pocos intereses, económicos en su mayor parte, que nos remiten a instancias de poder inaccesibles para nosotros, gentes de a pie. Pero al mismo tiempo, surge la evidencia de que en nuestras manos, las de cada uno, en nuestra forma de comprender el mundo se puede generar un movimiento de incalculable repercusión, por lo que no podemos dejar de sentirnos llamados a la tarea común de preservar la armonía de la Naturaleza… y del ser humano.

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