Se trata de una expresión afortunada en sí misma, si la despojamos de las connotaciones que se le suelen atribuir o el uso más o menos partidista que se haga de esa función tan humana y tan indispensable, que es recordar.
Asumir la propia historia, en lo individual y en lo colectivo, es uno de los requisitos para tener conciencia de nuestros pasos y de la dirección que queremos dar a nuestro tránsito por la vida. Con esa memoria histórica tan mencionada, hacemos justicia a quienes nos dejaron sus huellas, aprendemos de sus experiencias, las positivas para poder reproducirlas, las negativas, para tratar de aprender la lección y no volverlas a repetir…
Sabemos que quienes escriben la Historia no siempre tienen en cuenta todas las perspectivas y los matices, sino que, por el contrario, al seleccionar las fuentes de documentación y de información, suelen dejarse llevar más por sus interpretaciones subjetivas de los hechos que por la objetividad imparcial que se supone a todo investigador. Así se construyeron muchos mitos que el tiempo se encargó de derribar. El tiempo, sí, y la memoria recuperada.
Hay muchas zonas en penumbra en las visiones que nos llegan de nuestro pasado, unas deliberadamente oscurecidas y otras simplemente olvidadas o deformadas por el descuido y el desinterés. Todavía quedan muchos descubrimientos que hacer, a la luz de nuevas opciones, de nuevos ejercicios de memoria.
En parte, aprender la Filosofía de la vida requiere un ejercicio de memoria histórica, es decir, de rescatar de las sombras episodios significativos que explican muchas cosas sobre nosotros mismos y nuestro tiempo presente. Historia y Filosofía son dos tareas de búsqueda del conocimiento que se dan la mano continuamente y se enriquecen de manera recíproca, pues la memoria es la base que sustenta nuestra proyección hacia el futuro y las posibilidades creativas que podemos desarrollar.
Ya lo decía el divino Platón, que “conocer es recordar”, aunque él se refiere a otra memoria, a la memoria del alma. Pero eso es otra historia.
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