Desde que se desató la crisis económica y se desencadenaron sus temibles efectos, muchos, la mayoría y en diferentes grados, nos hemos vuelto a plantear qué es lo fundamental y qué lo superfluo en nuestras vidas. Solemos hacer este tipo de reflexiones cuando las circunstancias nos sacuden la modorra de nuestro relativamente cómodo bienestar, y quizá deberíamos hacerlas más a menudo, sin depender también para eso de los omnipotentes mercados, que parecen regir nuestros destinos.

Y han empezado a publicarse por ahí curiosos recetarios sobre cómo sentirse feliz sin necesidad de gastar; recomendaciones de emplear el ocio en leer, o en pasear, como ocupaciones de las más baratas y gratificantes que existen y por lo visto poco practicadas. Estamos siendo reciclados, para que dejemos de ser despilfarradores y caprichosos consumistas y nos vayamos convirtiendo en austeros ahorradores de energías, sin que se nos caiga la sonrisa de los labios, sin que perdamos un ápice de satisfacción y alegría de vivir. No sabemos bien si se acabará produciendo el cambio de paradigma, o de sociedad, tantas veces invocado, aunque todos admiten que las cosas no van a ser ya como antes, que se acabaron las alegrías presupuestarias.

Partiendo de la base de que nunca está de más que nos sometamos de vez en cuando a ese tipo de disciplinas, de desechar lo superfluo y quedarnos con lo esencial, sería muy recomendable primero que no lo hiciéramos solamente porque no tenemos más remedio, sino por auténtica convicción y en segundo lugar que fuese compartido por todos los miembros de nuestra sociedad, empezando por aquellos que tienen sobre sus hombros la pesada carga de las responsabilidades públicas.

Quizás como consecuencia de los debates que promueven los llamados indignados, o porque las cosas están llegando a un punto en que deberán cambiar de rumbo y de sentido, bajo la amenaza de la ruina total generalizada, el caso es que, poco a poco, empieza a aflorar un interesante debate sobre cómo se gastan nuestros representantes el dinero que es de todos, cuya administración les hemos confiado por delegación. Asoman datos inquietantes, o preocupantes, sobre con qué liberalidad se gestionaron presupuestos millonarios, buscando beneficios meramente partidistas o el bienestar de unos pocos, es decir, los gestores y sus familias, las deudas enormes que van acumulando… Al parecer, en algún momento alguien autorizó gastos ingentes, a precios desorbitados, sin que nadie destapara con seriedad y argumentos tales dispendios y sus consecuencias, tan peligrosas para la estabilidad.

Muchos anhelamos creer que las cosas pueden empezar a cambiar, sobre todo cuando se han dado ya casos, antes insólitos, de políticos anunciando que renuncian a sueldos y prebendas, o que los reducen y se conforman con un ejercicio más austero. El siguiente paso es que, siguiendo los consejos que nos dan a los demás, se acostumbren al barato ejercicio de la lectura, que tanto bien les hará y se den buenos paseos aprovechando para escuchar a la gente de la calle, que tiene tanto que decir.

 

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