Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936
Desde entonces hasta 1884 cursó filosofía y letras en Madrid. Varios años pasaron en oposiciones infructuosas a diversas cátedras de instituto y de universidad; por último, en 1891, un tribunal, del que eran jueces Varela y Menéndez Pelayo, le nombró catedrático de griego en la Universidad de Salamanca. Allí Miguel de Unamuno se arraigó y vivió casi siempre. Fue rector muchos años, con interrupciones debidas a destituciones y contratiempos políticos; la primera vez, en 1914; en 1924, por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera, fue confinado a Fuerteventura (Canarias).
Desde allí huyó a Francia en un velero francés y permaneció en París y en Hendaya hasta 1930; fueron años de pasión política, en que cultivó el vejamen y la «poesía civil» y en que aumentó enormemente su popularidad internacional; años de dolor de España, asomado a su frontera, nostálgico y anhelante.
La República le devolvió, en 1931, su cátedra -se encargó de la de historia de la lengua española- y el rectorado, en el que permaneció, a pesar de haberse jubilado en 1934, hasta el comienzo de la Guerra Civil. Poco después, el último día del año 1936, inconforme y disidente de todos los bandos, lleno de fe en España, en la libertad y el valor de la palabra y la inteligencia, murió Unamuno, dejando, como dijo Ortega, «una era de atroz silencio» y un hueco irreemplazable en la vida española.
Unamuno era el más viejo de los hombres de la Generación del 98, el que ejerció cierto magisterio sobre los demás, por ello y por su superior formación intelectual, por la energía de su pensamiento. Fue siempre una figura polémica, apasionada y apasionante, extremosa, inquieta, de notable valentía y coraje y de áspera veracidad. Espíritu hondamente religioso, arraigado en el catolicismo, pero fuera de la ortodoxia, que vivió su religión agónicamente, pretendiendo «hacer que todos vivan inquietos y anhelantes», con una fe insegura y con frecuencia angustiada. Pero junto a su agitación espiritual, su desmesura y su histrionismo hay que recordar su vida ejemplar, su dignidad privada y pública, su serenidad en muchas situaciones, su amor de tantos años a su mujer, Concha Lizárraga, a la que llamó «mi santa costumbre», su profundo sentido de la paternidad según la carne y según el espíritu, su tenaz apego a hijos y nietos, su sobrio y medular sentido de España.
La obra de Unamuno es muy amplia y variada. Cultivó creadora e innovadoramente todos los géneros literarios. Escribió libros de ensayo: En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Del sentimiento trágico de la vida (1912) y durante su destierro La agonía del cristianismo y Cómo se hace una novela.
También escribió cientos, acaso millares de ensayos breves y artículos de periódico, desparramados en diarios y revistas de España y América, todavía incompletamente reunidos en volúmenes; novelas de tan extraña factura que a veces las llamó «nivolas», que son quizá lo más original y fecundo de su obra entera: Paz en la guerra (1897), Amor y pedagogía, Niebla, Abel Sánchez, Tres novelas ejemplares y un prólogo, La tía Tula, San Manuel Bueno, mártir (1931); cuentos y narraciones breves: El espejo de la muerte, etc.; teatro: El otro, El hermano Juan, La venda, Fedra, Soledad, Raquel encadenada y Medea; y libros de poesía, un poco tardíamente, desde Poesías (1907) hasta el Rosario de sonetos líricos, El Cristo de Velázquez -el más grande poema religioso español desde el Siglo de Oro-, el relato poético Teresa y el gran Cancionero póstumo, que comprende, casi como un diario poético, poemas escritos entre 1928 y la fecha de su muerte. En 1962 acabaron de publicarse sus Obras completas.
Extraído de Biografias y Vidas
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