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Flavio Claudio Juliano era nieto del emperador Constancio Cloro y de su esposa Teodora. Su padre, Julio Constancio, era hermanastro de Constantino. Nació en Constantinopla en mayo del 330 d.C. Un complot militar acabó con la rama teodoriana de la familia, salvándose Juliano y su hermanastro Galo por circunstancias poco claras.
Mardonio, su pedagogo, fue quien le introdujo a fondo en la cultura helénica y le enseñó «ante todo a practicar la virtud y a considerar a los dioses como guías para todas las cosas bellas». De la lectura de las cartas que se conservan, comprobamos que, durante su estancia en Nicomedia, habitó varias veces una propiedad de su abuela materna, cercana al mar de la Propóntide, de la que recuerda su afición por los trabajos agrícolas y su gusto por la soledad, a orillas del mar, con los libros de sus poetas preferidos.
Posiblemente sus principales ocupaciones fueran el estudio y la observación de la Naturaleza y de los astros. De ahí que resulta comprensible que asegure, con relación a las diversiones propias de su época, tales como los caballos o el teatro, que «jamás asistí a ningún espectáculo antes de que el pelo de mi barba creció más que el de mi cabeza».
En noviembre del 355, con tan sólo 25 años, se ve obligado a cambiar el pallium del filósofo por la clámide del césar.
Libanio y otros historiadores antiguos señalan como motivo de la elección de Juliano el deseo de Constancio de exponerle a graves peligros en el gobierno de las Galias, para desembarazarse así de él para siempre.
Si bien esto no puede asegurarse, lo que sí parece cierto es que debía desempeñar el papel de césar «fantoche», siendo en realidad los generales escogidos por Constancio los que asumiesen realmente el protagonismo.
Situado de pronto en medio de los campamentos, tiene que improvisar su educación marcial, pues carece por completo de instrucción militar y conocimientos estratégicos. Con frecuencia se le escuchará exclamar en esta época: «¡Oh Platón, han puesto la albarda al buey; no es buena carga para mis espaldas!»
Él mismo señala que era enviado «no tanto como comandante de aquellos ejércitos, sino en calidad de subordinado de los generales; efectivamente, ellos habían recibido cartas en las que se les avisaba de que se precavieran, no tanto de los enemigos, cuanto de mí, para que yo no pudiese hacer innovaciones».
En los primeros días de diciembre de ese año, y con 360 soldados que le entrega el emperador, es enviado al país de los celtas. Estos hombres no eran más que una escolta personal del césar, y también las únicas tropas que estaban a su cargo directamente, pues las legiones que se hallaban en las Galias dependían de Marcelo y Ursicino.
Estos soldados serán más tarde reemplazados por otros escogidos personalmente por él, pues Amiano nos cuenta que su escolta tenía por enseña un dragón rojo, «cuya vejez acreditaba sus largos servicios».
Pronto se verá obligado a entrar en combate entre los oscuros bosques de la Galia, al frente de sus tropas, contra unos enemigos de gran altura y ferocidad sin par. Ferocidad y ardor contra serenidad y cálculo. En las inmediaciones de Argentoratum, la actual Estrasburgo, los romanos vencieron sufriendo algo menos de 250 bajas, frente a 6.000 cadáveres alamanes que, sin contar los que arrastraba el Rhin, yacían sobre el campo de batalla.
Juliano ordenó, entonces, enterrar a todos los muertos indistintamente, porque le repugnaba que los hombres sirvieran de pasto a las aves de rapiña.
La constante progresión hacia el bien fue la ley de la existencia de este césar tan particular. Su perseverante tendencia a la perfección ideal le haría semejante a Marco Aurelio, a quien había tomado como modelo para sus actos y costumbres, aunque su ideal de Imperio era el de Octavio Augusto.
A pesar de que el emperador había redactado personalmente una serie de instrucciones «con relación a la comodidad y alimentación del joven césar», éste las ignoró, contentándose, como el simple soldado, con el alimento habitual. Dormía sobre una piel de largos y duros pelos en lugar de utilizar cojines de seda. Dividía la noche en tres partes y dedicaba la primera al descanso y las otras dos a los negocios de gobierno y a las Musas.
Amaba la poesía y la literatura en general. Prolífico escritor, según los testimonios conservados, llega a reconocer que sus dedos y uñas «están casi siempre negros de tinta». Gran amante de la Historia, se confiesa poseído de un terrible deseo por los libros, de los que no prescindía ni en las campañas.
Las legiones le admiraban, pero en el palacio del emperador era causa de mofa. Los aduladores, plaga que infectaba el palacio del emperador, le habían aplicado el mote de «la cabra» a causa de su barba en punta a la manera de los filósofos.
En otra ocasión estipula que «para toda promoción en el orden civil o militar, no se tendrá en cuenta otro título que el mérito personal, y las recomendaciones se considerarán deshonrosas para quien las emplee».
El testimonio de una carta del propio Juliano dice: «Los celtas, por similitud de carácter, me querían tanto que se atrevieron no sólo a tomar las armas en mi defensa sino que, además, me entregaron dinero en abundancia, y, ante mi negativa, casi me obligaron a tomarlo y se pusieron a mis órdenes dispuestos a todo». No podemos olvidar que cuando llegó Juliano a las Galias el tributo medio era de 25 monedas de oro por cabeza, y cuando abandonó el país no se pagaban más que 7 por todo impuesto.
Tras la insólita muerte de Constancio, Juliano entra pacíficamente en Constantinopla y se ve dueño del Imperio romano sin necesidad de combatir.
Por medio de edictos claros y terminantes, mandó abrir de nuevo los templos, ofrecer otra vez sacrificios en los abandonados altares y la restauración del culto a los dioses. Muchos de aquellos templos habían quedado abandonados e incluso puestos a la venta.
Restituyó la libertad de cultos, reuniendo a los obispos de las diferentes iglesias y sectas y les hizo ver que era necesario que terminaran las disputas y que cada cual profesase sin temor el culto que libremente eligiese. Es digno de destacar que durante el reinado de Juliano no hubo ni una sola agitación interior, y en el exterior ni un sólo pueblo bárbaro intentó pasar la frontera.
Ernest Renan llegó a decir que «si el cristianismo hubiese sido detenido por alguna enfermedad mortal, el mundo se hubiera mitráizado».
Sirva de muestra esta afirmación para comprender la fuerza y magnitud de este culto de origen persa. Es Plutarco en las Vidas Paralelas, en el capítulo dedicado a Pompeyo, quien nos testimonia por vez primera que los piratas que invadían el Mediterráneo «celebraban ciertos Misterios no divulgables, de los cuales todavía se conserva hoy el de Mitra, enseñado primero por aquellos».
A medida que este culto se fue extendiendo, se propagó especialmente entre las legiones, y esto es fácilmente comprensible; la religión mitráica propugnaba una pureza y una moral admirables en base a la lucha del guerrero interior. Era un culto activo. El mitraico no pide, ni ruega, ni mucho menos «pone la otra mejilla», sino que lucha y combate. Era exclusivamente viril, las mujeres estaban excluidas del mismo.
No podemos aceptar literalmente la frase de Renan, pues la religión mitráica estaba reservada a determinadas élites. El hecho mismo de ser un culto mistérico impedía su divulgación entre las masas. Tan sólo quienes tuvieran el valor de pasar las pruebas iniciáticas tendrían acceso a los Misterios.
Es preciso señalar que estas élites no lo eran por su rango social o capacidad económica, sino por sus virtudes, especialmente el valor y la capacidad de sacrificio. La Arqueología nos muestra inscripciones votivas, dedicadas al invicto mitrae por libertos y esclavos.
En lo que acierta plenamente Renan es en el sentido civilizatorio, pues la Historia de la Humanidad, desde el s. IV, habría sido indudablemente diferente.
El emperador Cómodo parece haber sido iniciado en los Misterios de Mitra, y más tarde Diocleciano, que, al elevar la religión del Sol al rango de Religión Oficial del Estado, favoreció la expansión del culto por su identificación Mitra-Helios.
Respecto a Juliano, es probable que esa rápida adaptación a la dureza de la vida militar, al peligro, y su severo régimen de vida, fuesen posiblemente resultado de su eficaz iniciación en el culto solar. Al parecer, algunos grados iniciales del Mitraísmo revestían cierto carácter militar, cosa normal en una religión viril que exaltaba la acción y la pureza.
Paradójicamente, lo que conocemos de los misterios mitráicos es lo que han transmitido los autores cristianos de la época, ya que los iniciados no tenían permitido divulgar absolutamente nada bajo la máxima pena.
Hemos tenido la oportunidad de profundizar en la disciplinada vida de Juliano y no será difícil entenderlo a la luz de su culto personal, pero para desvanecer toda clase de dudas extraigamos algunos testimonios personales:
«En efecto, soy seguidor del rey Helios y de ello guardo en privado las pruebas más seguras, y no es censurable que uno se reconozca a sí mismo servidor de este dios, y que él sólo, o con unos pocos, se entregue a su culto».
Y en Sobre los Césares, leemos: «A ti -dijo Hermes refiriéndose a mí- te he concedido conocer a tu padre Mitra. Observa sus órdenes y te proporcionarán mientras vivas una amarra y un refugio seguro, y cuando tengas que salir de este mundo con la Buena Esperanza, ese divino guía será benévolo contigo».
Otro testimonio lo hallamos en su discurso a Helios rey: «Si después de esto declaro que veneramos a Mitra y que en honor de Helios celebramos juegos cuatrienales, me juzgarán demasiado moderno».
La noche que precedió al 26 de Junio, Juliano se hallaba en su tienda sumergido en la lectura de algún texto filosófico. Según la leyenda, vio entonces nuevamente al Genio del Imperio, de forma escuálida, alejándose tristemente, ocultando la cabeza y su cuerno de la abundancia. Poco después vio una luz cruzar el cielo, posiblemente una estrella fugaz. Tras consultar los libros sibilinos, le indicaron no entrar en batalla. Se resistía a hacer caso de los presagios, por lo que los augures le rogaron que al menos retrasase la marcha unas horas.
Ordena levantar las tiendas al amanecer y proseguir. Pronto empezaron a acercarse los persas, atacando según su estilo. Juliano, tal vez a causa del excesivo calor, se hallaba sin su coraza, y al darse la alarma saltó sobre el caballo, olvidándola.
En el fragor del combate, una lanza de caballería, arrojada no se sabe de dónde, le atravesó el costado derecho y se le clavó en el hígado. Las primeras curas aliviaron el dolor e inmediatamente el espíritu batallador del herido volvió a manifestarse; pero la excitación produjo otra hemorragia y provocó un colapso.
Preguntó por el lugar de la batalla, a lo que le respondieron: «Frigia». Entonces recordó cierto sueño que tuvo en Antioquía, en el que un joven le decía que moriría en un lugar llamado así.
Comprendiendo la realidad de su estado, se dirigió a los entristecidos compañeros que le rodeaban con estas palabras que recoge Amiano:
«La filosofía me ha enseñado a reconocer la superioridad del alma sobre el cuerpo y, cambiando mi condición por otra mejor, antes debo regocijarme que entristecerme. Morir joven es favor que algunas veces conceden los dioses en recompensa de elevadas virtudes. Tampoco olvido la misión que me fue confiada, misión de lucha y de enérgica perseverancia, en la que jamás flaqueará mi valor; porque sé por experiencia que el mal solamente abruma al débil. El fuerte sabe triunfar. He arrostrado los peligros más evidentes, y hollado el temor, como aquél para quien el peligro es una costumbre».
Todos los presentes lloraban. Juliano les dijo que no debía llorarse al que marcha al cielo a tomar su puesto entre los astros.
Mantuvo grave conversación con los filósofos Máximo y Prisco sobre el alma. Pero la herida se abrió nuevamente, dificultándole la respiración. Pidió agua fresca, y tras beberla, como ocurriera con Alejandro, expiró sin agonía cerca de la medianoche, a los 31 años de edad.
Hemos seguido el relato de Amiano Marcelino quien, al parecer, se encontraba en la campaña persa, y que probablemente fuera testigo de sus últimas horas, pues pertenecía a la guardia personal del emperador.
Ese mismo autor refiere un rumor incierto según el cual Juliano fue herido por una lanza romana.
Otro historiador, Libanio, deja entender claramente su convicción de que el matador fue un soldado romano. Aduce que no podía pertenecer al bando enemigo, pues el rey persa había ofrecido amplias recompensas a quien se presentara como autor de la muerte, y nadie lo hizo.
Los persas, a su manera, rindieron homenaje a la memoria de quien había hecho pasar tan tremendos peligros a sus tropas. En un templo esculpieron un león que lanzaba fuego y rayos por la boca, y para que todos comprendieran su significado, escribieron a su lado, «Juliano».
Sin embargo, una de las formas de representar a Mitra era precisamente la de un hombre con cabeza de león, y el cuarto grado iniciático del mitraísmo se denomina León.
Por su parte, Helena P. Blavatsky asegura que Juliano, el último sacerdote del Sol, murió, al igual que otros iniciados, por tratar de favorecer a la Humanidad desvelando el misterio del Triple Logos Solar y del sistema heliocéntrico, que formaban parte de lo trasmitido durante la Iniciación. A raíz de esto quedó abandonado a su destino kármico, perdiendo la protección de que había sido objeto hasta entonces.
Se dice que en su última noche tuvo una visión: vio el Águila Imperial de Roma (emblema de Zeus-Júpiter) que volaba hacia Oriente y se refugiaba por casi dos milenios en las montañas más altas del mundo. Luego volvía a Occidente con un símbolo sagrado entre las patas y el Imperio le aclamaba.
Discursos de Juliano. Ed. Gredos.
Cartas de Juliano. Ed. Gredos.
Juliano el Apóstata. P. Ricioti.
Res Gestae. A. Marcelino.
Doctrina Secreta. Helena Blavatsky.
Urbs Roma. J. Guillén.
Los místicos del Sol. J M. Angebert.
La crisis del Imperio Romano. R. Remondon
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