Ibn Sina, conocido en Occidente con el nombre españolizado de Avicena, es uno de los personajes más extraordinarios de toda la historia de la civilización.

Gran erudito, filósofo incansable, destacado científico e investigador, teórico eminente de la medicina, poeta, músico, gran visir (primer ministro), son algunas de las cualidades que dan fe de uno de los más grandes genios de la historia.

Avicena nació en el año 370 de la Hégira (980 según el calendario cristiano). Ya desde su infancia tuvo oportunidad de mostrarse como un ser francamente excepcional. A los diez años ya había terminado los estudios escolares y podía recitar de memoria todo el Corán. A los dieciséis, sus conocimientos de medicina eran tan completos que se le encomendó cuidar de la salud del propio emir de Bujara, cuya curación abrió al joven facultativo las puertas de la célebre biblioteca del emir, conocida con el nombre de “Santuario de la Sabiduría”. Dos o tres años más tarde, estaba ya tan familiarizado con todo tipo de disciplinas intelectuales, artísticas y religiosas, que no encuentra a nadie que sea capaz de igualarle. Su memoria y su amplitud y profundidad de conocimientos son en verdad prodigiosas. Un ejemplo de esto lo tenemos en un suceso acaecido en aquel tiempo. Cuando se produce un incendio que devasta la extraordinaria biblioteca de Bujara, la gente se consuela diciendo: “El Santuario de la Sabiduría no ha perecido: se ha trasladado al cerebro del Al-Shaij A-Rais (Avicena).

Dedica todo su tiempo al estudio, día y noche, quitándoselo incluso de sus horas de sueño. No hay materia que le sea inaccesible. Sus preceptores reconocen su impotencia ante este joven muchacho. Aún es un adolescente y ya ha logrado superar a todos sus maestros.

Si se considera la relativa brevedad de la vida de Avicena (57 años), puede decirse que se trata de un caso de creación titánica. El sabio escribía o dictaba sus obras en cualquier lugar o circunstancia: de día y de noche, en prisión y durante sus viajes, incluso a caballo. Según los cálculos del erudito iraní Said Nafissi, Avicena escribió (o se le atribuyen) 456 libros en árabe y 23 en persa. En los catálogos de las bibliotecas de diversos países del mundo figuran 160 títulos que han llegado hasta nosotros. Su monumental obra Canon de la Medicina es una extraordinaria síntesis de los conocimientos médicos de su época. Se trata de una auténtica enciclopedia en la que se consignan los descubrimientos de los más eminentes médicos griegos, indios, persas y árabes. La amplitud de criterio del autor, la frescura y originalidad de su pensamiento, la absoluta claridad de su estilo, la capacidad de abordar y resolver los grandes problemas tradicionales y nuevos de la medicina, hacen del Canon una obra de inestimable valor. Si bien es cierto que ya existía toda una tradición de doctrina médica en el Islam cuando apareció el tratado de Avicena, no le es menos que esta obra enriqueció notablemente el panorama médico de su época.

El Canon consta de cinco volúmenes. El primero trata de los principios generales: define la medicina y su campo de acción; se ocupa luego de la constitución humana, la naturaleza de los órganos, la edad y el sexo, naturaleza y variedad de los humores, origen de  estos, enfermedades de los órganos, los músculos, los nervios, las arterias y las venas, etc.

El segundo volumen consta de dos partes. La primera trata de la manera de determinar la naturaleza de los remedios mediante la experimentación y los efectos. Se fijan en ella las condiciones para la investigación relativa a los medicamentos. En la segunda parte se enumeran alfabéticamente 760 fármacos.

El tercer volumen se ocupa de la etiología, síntomas, diagnóstico, prognosis y tratamiento sistemático de las enfermedades.

El cuarto volumen se refiere a las enfermedades generales. La primera parte trata de las fiebres y de su tratamiento; la segunda, de forúnculos e hinchazones, lepra, cirugía menor, heridas y su tratamiento general, lesiones, úlceras e inflamaciones glandulares; la tercera, de los venenos; y la cuarta, del “cuidado de la belleza”.

El quinto volumen es el “aqrabadhin”, palabra árabe que significa formulario. Contiene una descripción y prescripciones especiales y triacales, métodos para la preparación de píldoras, pesarios, supositorios, polvos, jarabes, etc.; prescripciones para diversas enfermedades; pesos y medidas.

El éxito del Canon fue inmenso. Tras la invención de la imprenta con tipos móviles, rivalizaba con La Biblia en número de ediciones, llegando a ocupar el segundo lugar. Traducido al latín por el italiano Gerardo de Cremona un siglo después de su aparición, gozó de tanta popularidad, que en los últimos treinta años del siglo XV fue editado dieciséis veces y más de veinte en el siglo XVI. Todavía se imprimía y leía en la segunda mitad del siglo XVII, y era consultado regularmente por los facultativos.

El Canon abunda en observaciones originales hechas por Avicena a lo largo de su práctica médica, tales como la distinción entre la mediastinitis y la pleuresía, la índole contagiosa de la tisis, la contaminación de enfermedades por el agua y el suelo, las enfermedades y perversiones sexuales, las enfermedades nerviosas y una minuciosa descripción de las enfermedades de la piel. Asimismo, se descubren en Avicena algunas ideas originales sobre las que quizá la ciencia no ha dicho aún su última palabra. Para el sabio persa, el corazón no es simplemente el corazón “estructural” descrito por los anatomistas, sino el corazón “funcional” que, como centro de las emociones, de la regulación térmica, del sueño y del metabolismo del agua, está situado en el prosencéfalo, parte del cerebro que en la filogenia de la especie es la primera en desarrollarse. Resulta una curiosa aseveración. Si el centro motor de las emociones en verdad es este nuevo “corazón”, quizá no andaban tan descaminados los poetas de todas las épocas al asignarle al corazón la función de órgano más o menos abstracto en el que se desenvuelve la esfera de nuestras emociones y sentimientos (nuestra actividad psíquica).

De cualquier modo, no es el Canon de la Medicina el único libro de Avicena digno de ser destacado. Entre su innumerables obras podemos enunciar igualmente el Al-Shifa, verdadero compendio filosófico de este profundo pensador que abarcó muchas de las variadas manifestaciones de la cultura.

Así, Avicena demuestra que quien verdaderamente profesa la medicina –sagrada ciencia al servicio de la Vida en su acepción más amplia- no puede ni debe limitarse a ser médico de cuerpos, sino que debe aventurarse también en la arriesgada tarea de ejercer como médico de almas. Avicena ejerció con singular acierto esta labor, hecho que nos demuestra en este gran monumento filosófico que es el Al-Shifa.

Podemos encontrar en esta magistral obra los problemas filosóficos expuestos de manera detallada y analizados con precisión. Además, Avicena añade algunas ciencias a las que considera parte integrante de la filosofía. En ella encontramos ideas de Platón, de Aristóteles, de Plotino, de Zenón y de Crisipo, pero unificadas en un todo orgánico en el que se revela precisamente la originalidad de Avicena.

Se divide el Shifa en cuatro grandes “Sumas” (yumal): Lógica, Física, Matemáticas y Metafísica. Cada “Suma” se divide en libros (funun); cada libro, en secciones (maqala); y cada sección, en capítulos (fusul). Tal es el plan general; pero dentro de esas divisiones y subdivisiones encontramos estudios y ciencias de variada índole.

El Shifa se presenta, pues, como una enciclopedia que engloba todas las ciencias racionales, precediendo con ello en seis siglos a nuestras modernas enciclopedias. El shifa representa así la suma de las ciencias racionales de su época. Lo más asombroso es que sea obra de un solo hombre, mientras que las enciclopedias modernas, desde Diderot, son generalmente obra de un equipo.

La gran idea que emerge poderosamente a través de las páginas del Al-Shifa es aquella que preside toda su obra intelectual: la emanación de lo Múltiple a partir de lo Uno y la vuelta de lo Múltiple a lo Uno.

Además de planteamientos generales sobre temas metafísicos y aun cósmicos, podemos encontrar en esta obra otro tipo de muestras de su quehacer filosófico, como su teoría de la música: Avicena define la música como una “ciencia matemática”. Siguiendo una tradición que data de la época pitagórica, Avicena afirma que la música es parte integrante de la ciencia.

En toda su obra filosófica, Avicena se esforzó por crear una síntesis entre filosofía y misticismo, entre racionalismo y espiritualismo. No hay contradicción real o aparente, según el pensamiento musulmán, entre las luces de la razón y las de la mística o religión, pues todo es fundamentalmente uno: todo es Espíritu. Es más, Avicena pensaba que sus ideas eran la prolongación natural del pensamiento religioso, que la filosofía forma parte integrante de la religión y que constituye el núcleo mismo de esta. Por otra parte, las ideas humanistas de Avicena, que encontraba en el hombre una aspiración innata a la belleza y a la armonía, están expuestas en su Tratado del Amor y en sus relatos filosóficos Hayy Ibn Yaqzan (“el vivo, hijo del despierto”), Salaman y Absal y At-tyr (“el pájaro”). Estas obras han ejercido una influencia enriquecedora en el desarrollo de la literatura de los pueblos de Oriente e incluso en la del Renacimiento europeo.

También se dedicó Avicena con igual fervor a la física, la astronomía, las matemáticas y la mineralogía, exponiendo una serie de ideas que ejercieron una notable influencia en las ciencias naturales de su época. En su tratado “La medida de la Sabiduría”, Avicena describió algunas máquinas y mecanismos simples para levantar y transportar pesos, y también varios aparatos más complicados compuestos de poleas, cabestrantes, palancas, etc. No satisfecho con describir las máquinas conocidas en su época, propuso algunas combinaciones nuevas que no se encuentran en las obras de sus predecesores, ni siquiera en las del sabio griego Herón de Alejandría.

No cabe olvidar tampoco la contribución de Avicena al desarrollo de la geometría y de las matemáticas puras. En su comentario sobre Los Elementos, de Euclides, trató de perfeccionar el postulado de este último a fin de proporcionar una base teórica a la geometría.

Avicena escribió también sobre astronomía. De hecho, construyó en Ispahán un observatorio donde, utilizando instrumentos que él mismo inventaba, realizó observaciones continuas de los astros a lo largo de un periodo de varios años. Fruto de ellas fueron sus efemérides o tablas sobre la posición diaria de los planetas en relación con la eclíptica. Sus cálculos resultaron ser más precisos que los de los antiguos.

En cuanto a sus contribuciones a la mineralogía y a la geología, ocupa un lugar primordial su clasificación de los minerales, con su acertada división en cuatro grupos: piedras, menas, combustibles y sales. La mineralogía europea adoptó esta división a fines de la Edad Media y la mantuvo durante el Renacimiento y prácticamente hasta el siglo XIX.

En reconocimiento por su contribución a la mineralogía, se ha llamado “avicenita” a uno de los minerales tálicos descubiertos recientemente.

Finalmente, cabe mencionar las observaciones de Avicena sobre la erosión causada por el viento y el agua como uno de los factores que intervienen en la formación de valles y hondonadas. Estudiando las especies marinas fosilizadas que se conocían en su época, afirmó que las regiones donde habían sido encontradas fueron antiguamente lechos marinos. Explicó además correctamente los terremotos, atribuyéndolos a un proceso geológico que se produce en zonas muy profundas de la Tierra.

Podríamos seguir haciendo una enumeración exhaustiva de los interminables aportes de Avicena con respecto a cualquier campo de la ciencia, pero el proceso sería interminable y esta muestra será suficiente para probar su ingente capacidad investigadora.

Cuántos sabios, cuántos genios, cuántos personajes enigmáticos e ilustres duermen en las páginas de oro de la Historia, esperando la mano del modesto filósofo, del humilde investigador que se acerque a ellas con veneración y respeto. Cuántos secretos, cuántos maravillosos arcanos están escondidos aguardando al discípulo para desvelar ante él su indescriptible “parafernalia” cuidadosamente ocultada… Sólo hace falta atreverse. Rasgar el velo formado por las mentiras y encontrar una interpretación sincera y natural de la Historia, no falseada ni manipulada, no erigida en dogma en defensa de mezquinos intereses económicos o sociales.

Cuenta la leyenda que quiso Avicena vencer la muerte y alcanzar la inmortalidad. Preparó para ello cuarenta productos diferentes que su discípulo debía administrarle, en un orden preciso, en el momento mismo del paso de la vida a la muerte. El discípulo comenzó a cumplir con ardor su tarea y advirtió asombrado que, a medida que inyectaba los medicamentos prescritos en el cuerpo inerte de su maestro,  este perdía su rigidez y rejuvenecía notoriamente, el rostro recobraba sus colores, la respiración recomenzaba. Faltaba por administrarle la última ampolla, cuando el discípulo, impaciente, no pudiendo dominar su alegría la dejó caer al suelo y el líquido misterioso se derramó en la arena…

Sin embargo, Avicena alcanzó la inmortalidad en la memoria de los hombres. Sirva este recuerdo como tributo al excelso sabio musulmán que tan fervientemente contribuyó al engrandecimiento de la cultura.

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