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Uno de los filósofos que más influyeron en el pensamiento de Immanuel Kant fue, sin duda, Baruch de Espinosa. El área de esta influencia está constituida por el pensamiento estoico. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que Kant es, junto con Espinosa, el fundador del estoicismo moderno. Ahora bien, mientras que Espinosa nos ofrece la descripción de una idea –la cosmovisión estoica- ya elaborada, por así decir, con Kant asistimos, paso a paso, al largo y complicado proceso de su construcción y fundamentación. A nosotros nos interesa ahora este proceso y ver cómo desemboca en un resultado sorprendente, pues muy pocos intérpretes de la filosofía de Kant han conectado su idealismo transcendental con el pensamiento estoico (si acaso, con el pensamiento cristiano, aunque precisamente en su dimensión estoica1).
José Ferrater Mora subraya que el estoicismo no es sólo una escuela de pensamiento y de acción creada por Zenón de Citio aproximadamente en el siglo IV antes de Cristo, sino también una corriente subterránea que acompaña al desarrollo de buena parte del pensamiento occidental (heredera, a su vez, de los profundos pensamientos de las filosofías orientales, hinduistas y budistas2) . En este sentido, el estoicismo equivale a una versión del racionalismo ontológico y, más tarde, moral, que se desarrolla siempre, sin excepción, enfrentándose al triste materialismo que sustenta el apego a las simples cosas materiales, así como a la ilusoriedad religiosa basada en el temor a los dioses. Por eso Sócrates y Epicuro, entre otros, participan, cada uno a su manera, de esta gran corriente subterránea, de ese magma de ideas y escuelas que fue el pensamiento filosófico griego del siglo V a.C. en adelante.
La definición de un sistema de pensamiento puede ser una definición genética, atenta a su nacimiento y desarrollo, o puede ser una definición temática, que viene a fijar su atención en los pilares profundos que lo sostienen y dan sentido. Ambas perspectivas conviven sin problemas, pero parece preferible comenzar con una consideración de tipo temático para marcar el perímetro conceptual del sistema de que se trate, en este caso el sistema estoico. Son dos los motivos recurrentes del estoicismo: el desapego de aquellos bienes materiales no estrictamente necesarios3 y la liberación del miedo a la muerte y, por lo tanto, de la tiranía de los dioses. Allí, el estoicismo muestra un rostro espiritualista encargado de apuntar al hecho de que la posesión de bienes materiales desvía al hombre de su verdadero “destino” moral. Aquí, el estoicismo se muestra como una corriente racionalista que, recogiendo lejanos ecos de Jenófanes de Colofón entre otros4, considera que la fe en los dioses rezuma antropomorfismo por los cuatro costados y constituye una “medicina” que alivia el miedo a la muerte, pero una medicina que no cura verdaderamente, pues su acción, digamos, “adormecedora” no hace más que prolongar el estado de infantil postración del hombre. Se ve entonces muy claramente que la pieza de resistencia sobre la que viene a recaer todo el peso de la reflexión estoica es una concepción vinculada al papel del hombre en el mundo. Según esta concepción, no estamos aquí ni para poseer –y ser poseídos por- las cosas (con efectos concomitantes como la codicia, la crueldad, etc.) ni para sentir pánico ante la muerte buscando un dudoso refugio en unos dioses antropomórficos dejando así de desarrollar y colmar la “medida cognitiva” que define la esencia del hombre, que ha de preferir la verdad –aunque sólo sea sospechada- por el hecho de que ésta es la única que se sitúa a la altura moral del verdadero ser humano. No querer engañar (ni engañarse) sería la consigna estoica por excelencia. Por eso el estoicismo va mucho más allá de ser una escuela concreta de pensamiento y acción nacida en la Grecia del siglo IV y reproduce, con gran cantidad de variantes a lo largo de la historia, una actitud racionalista crítica basada en un largo y profundo ejercicio de introspección –no exenta de dolor e incertidumbre- encargado de descubrir cuál es el papel del hombre en el universo.
Hace bien Ferrater en dividir la escuela estoica en antigua, media y nueva. Y también acierta al señalar que, a partir del siglo II antes de Cristo, con Hecatón de Rodas, el pensamiento estoico alcanza una cierta madurez ética que, sin dejar su inicial preocupación de índole física (Zenón de Citio, Crisipo, Cleantes), presta más atención a las dimensiones moral y política del pensamiento filosófico. El estoicismo denominado “nuevo” (Séneca, Marco Aurelio, Epicteto) debe mucho a las reflexiones de Hecatón. Pero no puede decirse que se dé una ruptura entre las diversas fases del estoicismo, sino más bien un proceso de profundización y maduración. Es común a cualquier versión del estoicismo la noción de destino (necesario y objetivo). El conocido lema fata volentem ducunt, nolentem trahunt (“el destino conduce a quien lo acepta y arrastra a quien se resiste”) acompaña a toda formulación estoica, pero a medida que se desarrolla en el tiempo van pasando a primer plano aquellas preocupaciones ético-metafísicas (en torno al papel del hombre en el cosmos) que van a transcender a su tiempo y a empapar todas las manifestaciones y preocupaciones filosóficas posteriores.
El señalamiento de la actitud estoica por encima de las doctrinas con esa denominación es otro acierto de Ferrater. En este sentido, no habría ningún reparo en admitir que las fuertes concomitancias registradas entre los pensamientos de Sócrates y de Epicuro justificarían con creces su inclusión en la compleja corriente estoica.
Llegados a la edad moderna y haciendo abstracción del prolongado y extraño maridaje entre los planteamientos estoico y cristiano (pues la fundamentación racional del primero es difícilmente compatible con las ideas de recompensa, obediencia, miedo, esperanza, etc.), la recuperación del estoicismo por parte de pensadores como Espinosa o Kant permite plantear el problema existencial del hombre en toda su amplitud: el destino del hombre se halla íntimamente ligado a su naturaleza racional y hace que se encuentre en deuda permanente con la realización de su esencia en el mundo real. Séneca ya lo había expresado con meridiana claridad: el destino del hombre es la razón5. De ahí que dos racionalistas como Espinosa y Kant se encarguen de recuperar, con matices y acentos diferentes, el proyecto estoico como un proyecto ético de emancipación de la humanidad.
Que la filosofía kantiana se conecta sustancialmente con el pensamiento estoico constituye, en cierta forma, una sorpresa. Y es que así como en Espinosa no hay problema en interpretar su pensamiento como una versión moderna del estoicismo, la reflexión kantiana parece mucho más orientada al apuntalamiento de un planteamiento cristiano –cauteloso, eso sí-, lo que permite, por decirlo de una manera coloquial, “salvar los muebles” de una Iglesia abocada a su propia destrucción por, digamos, “inanición espiritual”. Kant sería, según casi todas las interpretaciones al uso, uno de los primeros eslabones de esta salvación del cristianismo in extremis. Sin embargo, una vez separada de toda teología (ese discurso embalsamado), la religión cristiana ha de pasar por un proceso de reespiritualización que viene a dar como resultado el reencuentro con el verdadero motor del cristianismo, el pensamiento estoico (algo que no es ya una religión). Pocos alegatos, en este sentido, tan rotundos a favor del estoicismo como el que refleja la siguiente afirmación kantiana, escrita en el contexto de una crítica filosófica a la labor de las Facultades de Teología, Derecho y Medicina. Las dos primeras, que según el planteamiento de Kant representan la desfiguración y negación del verdadero papel que deberían ejercer –faro de la espiritualidad la primera, garante de la verdadera justicia la segunda-, reciben una firme crítica por parte de la Facultad de Filosofía, cuyo destino no es otro que colaborar en el proceso de maduración y emancipación, tanto epistemológica como moral de la humanidad:
“La filosofía, que posee su interés en el fin último de la razón humana, incluye en su interior aquel sentimiento de fortaleza que, gracias a la ponderación racional del valor de la vida, permite a los ancianos sobrellevar su debilidad física” (Der Streit der Fakultäten, A 176)
De suyo se comprende que la debilidad física de los ancianos se ve necesariamente acompañada de la soledad, la enfermedad, el envejecimiento y la muerte como determinaciones esenciales de la existencia en general, al tiempo que adversidades inevitables a las que hacer frente con la exclusiva ayuda de la razón, sin ilusoriedades ni autoengaños. Estoicismo en estado puro.
Si pasamos ahora al plano del método, la filosofía de Kant ha venido siendo asociada desde el principio a la crítica. Ya el título de sus tres obras más importantes incluye la palabra “crítica”. Sin embargo, esa crítica no es un elemento adjetivo, por así decirlo, sino sustantivo. No se limita a pulir y “purificar” un objeto (en este caso la filosofía idealista de índole cristiana) dejándolo poco más o menos como estaba, sino que procede a una profunda transformación que viene a dar como resultado la recuperación y modernización del pensamiento estoico. Para comprender esto en todo su alcance hay que caer en la cuenta de lo que viene a continuación y que deberá ser justificado a lo largo de las páginas que ahora siguen. Desde un punto de vista epistemológico, donde suelen situarse las interpretaciones de la filosofía kantiana deudoras del pensamiento escolástico y de la filosofía analítica, Kant parece limitarse a demandar prudencia (subjetividad “crítica”, metafísica “crítica”, teología “crítica”). A la luz de una reflexión transcendental, en cambio, más amplia, valiente y profunda, atenta, más que a la relación sujeto-objeto, al sujeto como tal y sus tendencias al autoengaño –no siempre inocente-, Kant está exigiendo honradez. Este cambio de rumbo de la prudencia a la honradez constituye la clave de bóveda de la reflexión crítica kantiana. Entender esto es entender la estructura profunda de un pensamiento que, como dijo su autor, necesitaría mucho tiempo para ser comprendida en sus justos términos.Tiempo y valentía.
La reconstrucción de la filosofía de Kant, indispensable para lograr contrarrestar las interpretaciones cristianas y liberales, ha de ser una reconstrucción interna. El propio término “reconstrucción” no carece de ambigüedad. Puede (y suele) señalar una interpretación ajena a los parámetros de la reflexión a la que se aplica (en el caso de Kant vendría a situarse fuera de su esfera crítica, como sería el caso, por ejemplo, de una interpretación marxista o psicoanalítica de su reflexión). O puede apuntar a una labor de interpretación de Kant desde sus propias exigencias críticas. Como si dijéramos, leer a Kant desde Kant pero, a la vez, contra Kant. Y eso significa leer sus textos a la luz de las exigencias metodológicas presentes en ellos. Esto supone que hemos de juzgar un texto o una serie de textos según su intención pragmática, es decir, según si muestra o esconde, acelera o ralentiza, centra o desvía el afán emancipador que ha de gobernar el desarrollo de todo pensamiento filosófico. Así, los frecuentes textos kantianos aparentemente cristianos o liberales, que vienen a jugar un papel de muro de contención encargado de evitar algunas conclusiones “peligrosas” para la religión o para el orden establecido, han de ceder su lugar al robusto estoicismo que sirve de base y fundamento a la reflexión transcendental de Kant. Tal reconstrucción interna (insistimos en que no se trata ni de encasquetar sobre la filosofía de Kant un esquema “exterior” ni de seleccionar arbitrariamente unos cuantos textos que avalen ciertas posiciones dogmáticas adoptadas de antemano); tal reconstrucción interna, decimos, viene a dar como resultado la presencia de siete textos esenciales que representan la columna vertebral que sostiene toda la reflexión kantiana, el hilo rojo conductor que la organiza y le da sentido. El resultado vendría a ser el siguiente:
La razón humana, en lo que se refiere a un cierto tipo de conocimientos, tiene un destino singular, pues se ve en la obligación de afrontar cuestiones que no puede eludir en absoluto por su propia naturaleza, pero que tampoco puede resolver por carecer de medios para ello (Kritik der reinen Vernunft, A VII)
Éstas son, como sabemos, las imponentes palabras que abren el prólogo de la primera edición de la Crítica de la Razón Pura (1781). Kant viene a establecer de primeras, directamente y sin adornos, el campo de tensión irresoluble en el que va a construir hasta el final su reflexión transcendental, una reflexión pendiente exclusivamente del sujeto: cómo observa, cómo piensa, cómo sueña, cómo cree, cómo engaña y se autoengaña y, sobre todo, cuáles son las condiciones y limitaciones estructurales que constriñen y deforman silenciosamente todas las relaciones que lo unen al objeto, el mundo, en algo asícomo el simulacro de un conocimiento que, olvidando precisamente estas condiciones y limitaciones, es preso de todo tipo de ilusiones transcendentales. La primera ilusión humana es la ilusíón de poseer la totalidad del universo en su diminuta cabeza. Ilusión inevitable que ha de ser constantemente anulada y advertida al modo en que el esclavo subido a la cuadriga del general romano victorioso le recordaba una y otra vez su condición de simple mortal. También advierte Kant al hombre de su condición subjetiva, de su fortísima e insuperable limitación cognitiva y moral y, sobre todo, de su enorme tendencia al autoengaño. Conoce fenómenos, pero está convencido de que conoce las cosas en sí. (La cosa en sí no es más que una noción límite que apela a la humildad que debería mostrar el sujeto). Por lo tanto, la constricción del conocimiento humano del universo es doble: el de tener que afrontar cuestiones para él irresolubles (por mucho que crea que ya las ha resuelto) y tener que considerar los fenómenos como si fuesen las cosas mismas. El hombre no se da cuenta de que nuestros sentidos no son los sentidos y de que nuestra razón no es la razón6.
La ilusión transcendental de poder captar la totalidad del universo (aunque sólo sea desde un punto de vista especulativo) acompaña a la razón humana en todo momento, pero también le añade un sufrimiento que no la abandona ni a sol ni a sombra. De ahí la indudable raíz trágica del pensamiento de Kant, que en carta a su amigo Christian Garve del 21 de septiembre de 1798 utiliza la metáfora del “dolor tantálico” para caracterizar una actividad como la reflexión transcendental, ambiciosa y menesterosa al mismo tiempo.
A continuación tenemos ocasión de leer uno de los textos más impresionantes y premonitorios escritos por Kant:
El hombre cree comprender y saber lo que sus temores y esperanzas le empujan a aceptar o creer En realidad, los únicos fundamentos de su actitud son la comodidad y la soberbia (Kritik der reinen Vernunft, A 473)
Este texto viene a ser el resultado de una reflexión transcendental donde el hombre es considerado un ser “idealista” en el preciso sentido de que tiende a atenerse a unas observaciones y unas interpretaciones del mundo que se encuentran atrapadas en el terreno de sus prejuicios antropocéntricos. Los temores y esperanzas del hombre le conducen –le empujan, como dice Kant expresivamente- a aceptar una visión radicalmente subjetiva (Nietzsche diría “cobarde”) de un universo sospechadamente oscuro e inhóspito. El hombre, al ser espontáneamente egocéntrico, es idealista –en el sentido transcendental de la palabra- mientras no medie una crítica de la razón encargada de desilusionarle obligándole a mirarse en el espejo de su propia insignificancia.
Kant parece adoptar una perspectiva específicamente epistemológica sugiriendo que la comodidad y la soberbia van ligadas al pensamiento dogmático, abstracto, que prescinde de los datos empíricos. Al recurrir a éstos, parece que la razón humana se transforma y se torna más prudente y humilde. Pero a la luz de una más amplia reflexión transcendental el recurso a los datos no garantiza en absoluto la humildad del sujeto, pues éstos resultan perfectamente compatibles con marcos teóricos antropomórficos (pensemos, por ejemplo, en las interpretaciones teológicas del terremoto de Lisboa de 1755). En el marco del juicio reflexionante, la última palabra no la tiene la empiria, sino la honradez del sujeto.
Leamos ahora:
Puesto que nos hemos propuesto la tarea de marcar de manera suficiente y con plena certeza los límites de la razón pura en su uso transcendental (lo cual no consigue evitar la tendencia de ésta a dejarse engañar por la esperanza a pesar de los más evidentes y claros consejos en contra), resulta absolutamente indispensable arrebatar a la razón la última ancla de una esperanza ilusoria (Kritik der reinen Vernunft, A 754)
Aquí el tono adquiere una sorprendente dureza. La verdad, en el sentido transcendental del término, no es ya sólo una meta a conseguir, sino todo un desafío, la ineludible obligación moral de renunciar, por muy doloroso que pueda resultar, a aquellas ilusiones transcendentales que hacen del hombre un sujeto absoluto y medida de todas las cosas, físicas y morales. Se trata de aquella intuición nietzscheana de no engañar (y no engañarse) ni desear engañar (y engañarse). Nunca han estado tan cerca los pensamientos de Kant y Nietzsche.
La célebre tercera pregunta transcendental de qué me cabe esperar no es, tal vez, la más decisiva, pero sí la más clara y acuciante. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que a dicha pregunta la respuesta breve sería “nada”. Una respuesta desplegada respetando las exigencias críticas presentes en la reflexión kantiana vendría a sonar así: si hemos de ser honrados y consecuentes con las demandas de la crítica ejercida sobre la razón pura, no sólo no debemos esperar nada –ni premios ni castigos- ni en el mundo real ni en un mundo imaginado, sino que además hemos de ser conscientes de que una pregunta así representa el vestigio de una posición ingenua –o no tan ingenua- presente en el hombre antes de su contacto con una crítica transcendental de la razón, vestigio responsable de aquella culpable inmadurez que provoca retardos y retrocesos en la evolución teórica y práctica de la humanidad.
Publicado en la recta final de su vida en la prestigiosa revista mensual Berlinische Monatsschrift, estamos ante uno de los textos más polémicos y combativos de Kant. Aquí el tema no puede ser más problemático y, a la vez, más decisivo para el desarrollo de una crítica de la razón pura en su vertiente práctica, el tema de la motivación del sujeto para ajustar su conducta, voluntariamente y sin esperar recompensa, al contenido moral del imperativo categórico. Leamos:
Ahora yo pregunto lo que todo hombre se cuestiona: ¿qué hay en mí que hace que someta los más profundos estímulos de mi instinto, así como los deseos derivados de mi naturaleza, a una ley que no me promete ninguna ventaja como recompensa ni me amenaza con ningún castigo al transgredirla? ¿No será que la venero tanto más fervientemente cuanto mayor es su rigor y menor su gratificación? Estas preguntas provocan la admiración sobre la grandeza y nobleza de la disposición íntima del hombre, así como sobre la impenetrabilidad del misterio que la cubre. Nunca se cansará el hombre de dirigir su mirada hacia todo ello y de admirar la existencia en su interior de una solidez que ninguna fuerza natural puede llegar a doblegar. Y esta admiración no es más que un sentimiento generado por puras ideas y cuya representación constituye a menudo, por encima de doctrinas morales de escuelas y púlpitos, la eterna tarea de la reflexión filosófica en torno a este misterio, reflexión que surge en lo profundo del alma y que no deja de mejorar moralmente a los hombres (Von einem neuerdings erhobenen vornehmen Ton in der Philosophie, Berlinische Monatsschrift, mayo de 1796, pp. 287-426. El texto citado aquí se halla en las páginas 418-419).
Se ha dicho en algunas ocasiones, y con razón, que la filosofía de Kant escenifica el hecho de que la atención prestada a la noción de Dios se desplaza a la noción del hombre. Pero se trata de algo más que de un desplazamiento. El paso de un modelo teocéntrico a un modelo antropocéntrico viene a traer consigo, además, una profunda transformación teórica que no sólo provoca la sustitución de una oscuridad metafísica “divina” (resuelta a base de tautologías y misterios ontológicamente inabordables encargados de exigir al hombre una ciega sumisión), por una oscuridad “humana”, donde el misterio –pues también hay misterio aquí- señala una tarea a realizar, sino que, sobre todo, plasma la gestación de una reflexión filosófica puesta a la altura del problema pragmático-transcendental por excelencia, reflexión por medio de la cual se asume el misterio de la moralidad del hombre (¿por qué debo ser moral si no hay premios ni castigos?) en unos términos que acentúan precisamente su libertad considerando que deja ya de ser una entidad sometida a una voluntad extraña, poniendo así de manifiesto su (problemática) autonomía. De un modo parecido al lema de Galileo (“es preferible un problema a un milagro”), aquí también puede afirmarse que es preferible un misterio sin resolver a un misterio falsamente resuelto por un razonamiento teológico. ¿Qué hace de mí en general, en qué me convierte –sobre todo en un plano moral- el hecho de sostener un planteamiento honesto que no sólo renuncia a toda explicación trascendente, sino que, sobre todo, desliga la idea de una conciencia moral de las ideas de esperanza en premios y temor a castigos? La esencia de la reflexión transcendental kantiana puede resumirse así: el ateísmo crítico-transcendental de Kant representa la condición de posibilidad de una reflexión moral situada a la altura de la dignidad del hombre. Kant escenifica, con su filosofía, el crecimiento epistemológico y moral de la humanidad.
He aquí el momento lógico en que hace su aparición el origen pragmático-transcendental de la libertad. Dicho origen apunta al hecho de que la noción de libertad comienza apoyándose en una decisión que atañe a la humanidad y su necesidad de emancipación. Leamos:
El concepto de mundo inteligible es un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de la esfera de los fenómenos para poder pensarse a sí misma como práctica. Tal punto de vista no sería posible si los influjos de la sensibilidad humana fueran absolutamente determinantes para el hombre. Además, resulta necesario si no quiere quitársele a éste la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por medio de la razón, es decir, como causa libremente eficiente (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, BA 119).
Una reflexión como la de Kant, deudora del pensamiento estoico, no puede sino dejar de lado, como algo superficial y carente de fundamento, la idea liberal de libertad. Aquí el estoicismo hace su aparición por medio de la notable influencia de Espinosa: si la libertad consistiese en el servil seguimiento de las inclinaciones de la voluntad, entonces el hombre que simplemente hace lo que quiere estaría sometiéndose a sus más variados instintos. Fulano hace lo que quiere = Fulano obedece a sus instintos. Parece, pues, que, puesto que la sumisión es inevitable, la única sumisión que nos hace dignos de pertenecer a la idea de humanidad es la sumisión a la razón. Comprender que el imperativo categórico es el único capaz de trazar el camino de la autonomía moral.
El imperativo categórico admite, como es bien conocido, tres versiones. La que se refiere más directamente al contenido (más directamente y, habría que añadir, más problemáticamente) es, más o menos, como sigue: trata a los hombres como seres dignos del máximo de los respetos. El hecho de que se trata de un imperativo categórico implica no sólo la irrechazabilidad de su contenido –por la vía fenomenológica-, sino también su absoluta incuestionabilidad. Que el hombre es un ser sagrado para el hombre se halla más allá de toda duda razonable. Si dependiera de alguna determinación conceptual, digamos, “exterior”, de alguna condición previa, estaríamos ante un imperativo hipotético, susceptible de ser rechazado. Y en este sentido, pese a las precauciones de Kant, el imperativo categórico resulta ser, en el fondo, un imperativo hipotético, que depende de si se quiere o no se quiere arrebatar al hombre la conciencia de su “yo” moral. ¿Qué sucede cuando reflexiones como la liberal o la religiosa o la irracionalista hacen depender la libertad del hombre de elementos distintos de la dignidad? “Si no quiere quitársele al hombre…” es irrechazable, desde luego, pero no desde un punto de vistas lógico o empírico, sino desde un punto de vista moral. Y esto significa que no se puede querer honradamente arrebatar al hombre la conciencia de su “yo”. Lo problemático de todo esto es que este aserto no puede evitar la aparición y la reaparición del “contra-aserto” de Wittgenstein: ¿y qué si quiero quitar al hombre la conciencia de su “yo”? Es más, si la conciencia moral del hombre es el terreno donde crece su auténtica libertad es nada menos que el propio Espinosa quien desbarata tal noción atribuyéndola, por utilizar un término kantiano, a una “ilusión transcendental”. El hombre –afirma Espinosa- cree ser libre sólo porque ignora las verdaderas causas de su conducta. Y esto vale no sólo para la anulación de la libertad liberal –libertad como obediencia a los instintos-, sino también para el hecho mismo de pensarnos como seres libres. Por eso llama Kant a Espinosa “fatalista”. La conservación kantiana de la libertad, sin embargo, no puede permanecer en el terreno propuesto por Espinosa –ahí Kant tiene todas las de perder-, sino en el delimitado por el pragmatismo transcendental: ¿qué haría de mí no pensarme como un ser libre? ¿Tengo derecho a negar la libertad –muy probablemente otra ilusión transcendental como las nociones de Dios y de alma inmortal- sabiendo que, al menos, es capaz de albergar el concepto de una actividad orientada hacia la emancipación de la humanidad? ¿Puedo permitir que una negación teórica de la libertad como la defendida por Espinosa arrebate a la vida humana todo su sentido? (Espinosa continuaría impertérrito: ¿y qué si la vida humana no tiene sentido?). La enorme influencia ejercida por Espinosa sobre Kant termina justamente aquí. La conservación teórica de la libertad apunta a una gran intención pragmática por parte de Kant, pero también señala un camino lleno de obstáculos y dificultades. Por eso el siguiente texto, referido a las muy problemáticas relaciones entre la libertad y la necesidad natural, viene a poner las cosas en un estado de tensión que amenaza con hacer que todo salte por los aires llevándose por delante la recuperación de la moral en el marco irrenunciable del pensamiento estoico asumido por Kant.
Leamos el texto que ahora sigue:
Resulta inevitable suponer que entre la libertad y la necesidad natural no existe una verdadera contradicción [lógica], pues no cabe suprimir ninguno de los dos conceptos. Ahora bien, nunca [puede] llegar a concebirse cómo es posible la libertad, ya que si el pensamiento de ésta entrara en contradicción o se opusiera a la naturaleza hasta la incompatibilidad más absoluta, habría de ser abandonado frente a la necesidad natural (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, BA, 115).
La tensión conceptual presente en este texto alcanza su máximo nivel. Se trata de presentar directamente, sin adornos, una situación en la que la decisión del sujeto, su simple auto-ponerse frente a una naturaleza oscura e inhóspita que tiene, por así decirlo, todas las de ganar, adquieren tintes casi heroicos. No podemos llegar a concebir, eso es cierto, cómo es posible la libertad, pero ésta tiene que ser posible. No podemos esperar vencer el inexorable curso de la naturaleza, pero es precisamente ahí, en la resistencia a sus designios, en el incansable empeño por dotar de espiritualidad a dicho curso, lo que viene a constituir el núcleo del primer romanticismo alemán, cuya base y fundamento ontológico reside en el pensamiento estoico. Por aquí aparece Fichte, el más kantiano de los filósofos poskantianos. Y también hacen su aparición los poetas kantianos Schiller y Hölderlin. De este último podemos leer un emocionante resumen del vibrante pathos romántico que contiene aquella tensión entre naturaleza y libertad que legaron los últimos estoicos en su melancólica reflexión humanista:
Una santa voluntad vive,
igual que una humana voluntad titubea.
Alto sobre el tiempo y el espacio flota,
viviente, el más alto pensamiento
y si todo en un perpetuo cambio gira
permanece en el cambio un espíritu tranquilo7
Pero entonces, dicho todo esto, cabría preguntar: ¿y si, a fin de cuentas, la libertad no fuese más que una ilusión, un delirio del sujeto que desconoce la implacable necesidad que gobierna su conducta? ¿Y si, como señala Espinosa con frecuencia, la libertad no fuera más que el disfraz de la ignorancia? Incluso en el marco de un análisis pragmático-transcendental la situación podría “salvarse” dando marcha atrás y, por mor de la fuerza moral que nos procuran, recuperar las nociones de Dios y alma inmortal. Ilusiones transcendentales, de acuerdo, pero ilusiones saludables. No obstante, en la medida en que la reflexión transcendental de Kant es coherente –no siempre lo es-, tal componenda es rechazada por la sencilla razón de que libertad e indignidad son incompatibles. Si para creerme libre, pongámoslo así, he de recurrir a dos ilusiones que me convierten en un ser sumiso y pasivo (cuando no en un ser supersticioso o fanático), entonces viene a darse una contradicción lógica –ahora sí, lógica- entre unas ilusiones y otras. Ha de decidir el juez último, la clave de bóveda de la moralidad humana y su compromiso con una verdadera libertad: la conciencia honrada. Esa libertad doblemente trágica –por autónoma y por abocada al fracaso final- es la piedra angular del romanticismo, que se desarrolla apoyándose en –y al mismo tiempo resistiendo a su poderosa influencia- el pensamiento estoico. Tal vez el fatum del hombre no sea sólo la muerte, la conciencia de la muerte, sino también la dolorosa conciencia de que la verdadera vida humana se despliega entre contradicciones y dilemas y acaba desembocando, de forma ineluctable, en un fracaso estrepitoso. Y sin embargo…
Sin embargo, Kant resume esta contradicción –sin resolverla, sólo planteándola- de una forma difícilmente superable. Pocas veces la perplejidad y el asombro han dado paso a textos tan absolutamente emocionantes como aquél con que cerramos la reconstrucción interna de la reflexión transcendental kantiana. He aquí el texto:
Dos cosas hay que llenan mi ánimo de una admiración y un respeto constantemente renovados. Fuera de mí, el cielo estrellado. Dentro de mí, la ley moral. […] El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos anula, por así decir, mi importancia como criatura animal que ha de devolver al planeta –un simple punto en el universo- la materia de que fue hecha tras haber recibido, no se sabe cómo, una fuerza vital durante un breve tiempo. El segundo espectáculo, en cambio, eleva hasta el infinito mi valor como inteligencia a través de mi ser persona, en la que la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y hasta de todo mundo sensible (Kritik der praktischen Vernunft, A 288-289).
Las tres primeras frases aparecen grabadas, como sabemos, en el túmulo levantado en honor de Kant en la Catedral de su Königsberg natal. Son tres afirmaciones escuetas, tajantes, que nos ponen en contacto directo con una intención reflexiva bien clara: poner el acento en unas determinaciones muy especiales –admiración, respeto- que, al surgir del fondo del alma del hombre, vienen a representar la esencia más genuina de lo humano, así como las dos fuentes de lo que constituye a lo largo de toda su vida una ineludible tarea moral. En ambos casos viene a hacer su aparición un pathos romántico basado necesariamente en una concepción ontológica y moral de tipo estoico. El romanticismo representa el sentimiento profundo del estoico en cuya ontología se apoya, pero a la que, al mismo tiempo, sobrepasa y supera. Admiración sin miedo, entusiasmo sin vértigo y, sobre todo, respeto sin humillación. El hombre es –y se sabe a sí mismo- un ser menesteroso, pero portador al mismo tiempo de una inmarcesible dignidad. El problema que surge inmediatamente es averiguar hasta qué punto esa dignidad puede llegar a ser reducida a algo meramente auto-atribuido como negación ilusoria de la real insignificancia del hombre. Por eso, sólo la compasión –y no el interés, la soberbia o la estupidez- puede fundamentar verdaderamente esta auto-atribución.
En el despliegue del resto del texto tenemos ocasión de observar una doble característica de decisiva importancia. Por un lado, la total ausencia de sentido (no de orden) en el universo. Éste no está controlado por una mano sabia y ni siquiera ha sido creado por ningún ser omnipotente y sabio. (Ambas determinaciones no pertenecen al juicio determinante, sino al reflexionante, allí donde, por estar en la esfera de la metafísica, nada se sabe, sólo se sospecha. La negación del sentido antropomórfico del universo viene a recaer exclusivamente en la honradez del sujeto: recuérdese supra, nota 6). No es difícil entonces captar el profundo vértigo que embarga (y probablemente embargará siempre) al hombre que sin prejuicios antropocéntricos observe la inmensidad del universo desde la sospecha –no desde el conocimiento, insistimos, pues estamos en el plano de la metafísica- de la existencia absoluta de un universo oscuro e inhóspito8.
Pero hay un segundo espectáculo que, como hemos tenido ocasión de leer, despierta la admiración y el respeto de Kant, la existencia de la ley moral en el interior del sujeto. La expresión “la ley moral dentro de mí” debería ser capaz de precavernos contra toda ambigüedad, pero al desarrollarse no consigue despejar todas las dudas. Ese “dentro de mí” ¿se refiere al hecho de que la ley moral es generada por mí, interiorizada por mí o descubierta por mí? Los tres significados, en principio posibles, resultan incompatibles entre sí. El más ambiguo –el descubrimiento de la ley moral en mi interior- es precisamente el más adecuado a las intenciones reflexivas de Kant, pero es, paradójicamente, el más vulnerable, puesto que puede limitarse a ocultar un real proceso de interiorización. En este sentido, el sujeto –mente en blanco- recibe desde su más tierna infancia todo un sistema moral por medio de la educación (que puede adoptar la imagen descrita por Levi-Strauss de una madre dándole a su hijo la papilla mezclada con mitos en forma de cuentos), la imposición y la tradición cultural hasta llegar un momento en que el sujeto no sólo consigue interiorizar los contenidos morales recibidos, sino que logra olvidar el proceso de su interiorización hasta el extremo de llegar a creer que tales contenidos son obra suya o que, al menos, los ha descubierto en su interior. Y ésta es precisamente la posición de Kant. La ley moral dentro de mí denota un misterio, el de captar en mi “alma” la existencia de una voz imperativa, casi “anónima”, que me exhorta a ejecutar sus preceptos sin las presiones de premios o castigos. Una especie de “no yo” dentro del “yo”, por decirlo con Fichte. Ahora bien, cabe preguntarse si las cosas son tal y como las ve Kant.
Es urgente distinguir aquí (algo que Kant ha repetido una y otra vez) entre el plano psicológico en el que se desarrollan los fenómenos (en este caso, fenómenos internos) y el plano metafísico-moral en el que se despliega su significación pragmático-transcendental. Cómo conoce el sujeto y qué significa el conocer del sujeto, cómo actúa y qué significa. Así, pues, si el sujeto ha recibido, de una manera necesaria, una serie de mandatos morales con la fuerza de una imposición o de una persuasión, ello no es obstáculo para reconocer que, llegado un momento, la conciencia del sujeto puede llegar a cuestionar críticamente tales contenidos según si, desde una perspectiva general, hacen aumentar o disminuir el dolor y el sufrimiento en el mundo. Sólo aquel individuo que consigue pensar puede llegar a poner entre paréntesis y anular, en todo o en parte, lo recibido del exterior activando la célebre “duda metódica” heredada de Descartes. Kant parece atribuir entonces a un misterio (Geheimnis) lo que con toda seguridad es un largo proceso de cuestionamiento y demolición crítica de aquellos contenidos heredados del entorno. Por eso, al margen de si su origen psicológico es un misterio o un proceso de olvido y demolición de una antigua imposición, el caso es que la intolerabilidad del dolor –como intuición última- representa el núcleo esencial de la conciencia del hombre. Por eso no importa tanto el origen del carácter obligatorio del imperativo categórico cuanto su fuerza emancipatoria. El origen psicológico o cultural en general de cualquier contenido mental es inevitable, pero eso no quiere decir que resulte insuperable.
¿Cómo es posible, en otro orden de cosas, que el espectáculo del universo termine cediendo su lugar a la astrología, como consigna Kant en la página 290 de su Kritik der praktischen Vernunft, así como a la superstición o al delirio el ejercicio de introspección del sujeto? Aquí la armazón crítica de la reflexión transcendental kantiana muestra una vez más su enorme importancia, pues no se trata de describir el proceso de degradación de la interpretación de ambos espectáculos o de consignar la inmadurez inicial de los sujetos que, ante algo nuevo y grandioso, tienden a reducir a lo cómodo y familiar el contenido de lo observado o lo imaginado, sino que se trata de juzgar críticamente tal género de degradación por el hecho de que nos convierte en seres infantiles y sumisos que prolongan, como afirma Kant repetidamente, una culpable minoría de edad.
Desilusión, maduración y emancipación son los tres puntos de apoyo, las tres fases a recorrer por el sujeto si es que aspira –y debe aspirar de modo incuestionable- a erigirse en un ser digno de la libertad y de la felicidad racional para las que está metafísicamente destinado. Al final de cuentas, reflexión estoica por los cuatro costados.
NOTAS
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