JOSÉ ESCORIHUELA

¿Qué factores deciden nuestra capacidad de aprender? ¿Qué impulsa nuestra creatividad? ¿Qué es aquello que nos induce a sentir o a soñar? El estudio del cerebro, el dilema de la consciencia humana, es quizá, junto con la teoría de unificación de fuerzas de la física y el Proyecto Genoma Humano, uno de los baluartes que conquistar para la ciencia del siglo XXI.

Shakespeare decía que el hombre está hecho de la materia de sus propios sueños. Nuestra mente está asentada en el órgano físico del cerebro, un complejo sistema de aproximadamente 1300 gr. en el hombre y 1200 en la mujer (huelga decir que el tamaño no tiene nada que ver con la inteligencia).

Lo que determina la capacidad pensante es el córtex cerebral, un sistema de aproximadamente 3 mm de espesor, donde tiene lugar el juego de las relaciones neuronales.

Nuestro cerebro consume el 20% del oxígeno y de la energía de nuestro organismo. Un órgano que apenas constituye el 2% de nuestro peso corporal tiene una energía tal que si conectásemos un electrodo a nuestro cerebro podríamos encender una bombilla de 60 vatios.

Tenemos en nuestro cerebro más de 100.000 millones de neuronas, elementos de conexión electroquímica, microscópicos, de tan solo unas centésimas de milímetro, que realizan más de 50.000 conexiones cada una de ellas con su vecina, células incapaces de reproducirse, aunque hoy ya se están realizando experimentos de reproducción de neuronas.

Este es uno de los grandes problemas de la biología moderna: ¿cómo es posible que este órgano con 10 elevado a 14 conexiones se desarrollase a partir de una sola célula fecundada? ¿Cómo, a partir de mecanismos nerviosos simples, pudo llegar a regir todo el comportamiento humano? ¿Cómo puede una neurona dar lugar a un pensamiento? ¿Dónde están los recuerdos? El gran salto evolutivo, ¿ocurrió por la capacidad del lenguaje o por el refinamiento del córtex cerebral? ¿Para qué tenemos cerebro?

Cada célula de nuestro cuerpo procede, por sucesivas divisiones, de una única célula madre. Ese óvulo fertilizado se dividió en numerosos procesos embriológicos centuplicando el conjunto de instrucciones genéticas. Dichas instrucciones constituyen nuestra biblioteca genética, que conoce todo lo que el cuerpo sabe hacer por sí mismo: reír, estornudar o comernos una manzana.

Sin embargo, hay cuestiones que exceden la complejidad de esta biblioteca genética. Seguimos necesitando un gran acumulador de datos y un generador de información. Ese es nuestro cerebro, capaz de recomponer programas a partir de fragmentos inconexos con asombrosa eficacia. El cerebro es el módulo de nuestra supervivencia física, emocional, ideológica, y la base de nuestra memoria. Curiosamente, para los griegos, la memoria era Mnemosine, que engendró a las musas, responsables de las ciencias y de las artes.

La evolución del cerebro es como la de una ciudad. Se desarrolla a partir de un pequeño centro; crece y cambia lentamente, dejando a veces de funcionar muchas partes antiguas. Este casco antiguo sería el tallo encefálico y el llamado complejo R, nuestro cerebro ancestral, sede de nuestros miedos e instintos agresivos, un centro de territorialidad heredado de las primeras formas rectilíneas que poblaron la Tierra. Porque así como en una ciudad hay canalizaciones de agua del siglo pasado, también hay redes eléctricas de este siglo. Es en el córtex donde aparecen localizadas las funciones más elevadas del ser humano: la intuición, el análisis, el lenguaje, la memoria, todo dispuesto en esos valles y montañas que son las circunvoluciones, que han evolucionado así para aumentar la superficie disponible.

En gran medida, somos responsables de nuestra labor cerebral. Hay que hacer uso de las formas viejas como lo haríamos de una antigua canalización de agua en una ciudad. No se pueden suplir, ya que están encargadas de demasiadas funciones importantes, pero es necesario dar primacía a las funciones modernas a través de una buena higiene mental.

Estas funciones que atiende el córtex cerebral son muy antiguas en la historia de la evolución humana. En los descubrimientos de la sierra de Atapuerca, en Burgos, donde convergieron más de treinta individuos de más de 300.000 años de antigüedad, se sabe que ellos ya tenían símbolos y enterraban a sus muertos, o sea, que concebían la existencia de un «más allá». Y lo que todavía es más extraordinario es que tenían desarrollado lo que se conoce como el Área de Brocka, especialidad del cerebro que permite comunicarnos verbalmente. Es muy probable que estos hombres tuviesen, pues, un lenguaje articulado, lo cual nos permite especular que hablaban, y si hablaban, pensaban, reflexionaban, ordenaban ideas y por tanto, se comunicaban.

Nuestro cerebro tiene funciones localizadas en determinadas áreas, pero también funcionan como un todo integrado. Por eso hay funciones, como la movilidad, que en ocasiones pueden ser reemplazadas por otras vías. Hoy en día hay terapias para minusválidos que les permiten suplir zonas motoras del córtex por otras. Esta red entretejida de las neuronas hace que, en ocasiones, pacientes afásicos puedan, sin embargo, cantar y entonar melodías sin dificultad.

Nuestros sentidos también están correlacionados, de manera que se dan casos de ciegos de nacimiento que cuando son curados de su ceguera tienen que tocar los objetos con las manos para identificarlos, ya que su cerebro su acostumbró a memorizar el mundo a través del tacto.

Cuando escuchamos la actuación de una coral, difícilmente podemos remitirnos a cada una de las voces; la belleza está en el conjunto. Así es como funciona nuestro cerebro, como un fantástico holograma que integra funciones en todas y cada una de las redes neuronales.

Tenemos a la vez una especie de filtro que sirve a una suerte de economía natural en el cerebro. Si no fuese por él, gastaríamos excesiva energía intentando descifrar todos los cientos de sensaciones visuales, olfativas y auditivas que nos traen recuerdos inconexos de apenas unos segundos y que acuden a nosotros en cualquier momento del día.

¿Cómo encaran los neurólogos el tema de la consciencia humana? Para ellos la consciencia es el conocimiento subjetivo que tenemos del mundo y de nosotros mismos. Hoy se sondea el cerebro con instrumentos cada vez más potentes, que obtienen imágenes de los procesos mentales, bien por resonancia magnética o por tomografía de emisión computerizada, analizando con soluciones de glucosa con isótopos las zonas del cerebro más activas.

Entre los neurólogos están los monistas, para quienes cuerpo y mente son los mismos, y las neuronas y sus sinapsis dan lugar a la autoconsciencia. Y también los dualistas, para quienes cuerpo y mente son dos cosas distintas, y recomiendan habituarse a romper los límites de la mente, como el atleta hace con su cuerpo físico, para así poder acceder a otros planos.

Los neurólogos afirman que el cerebro tiene sexo. Contemplamos la realidad bajo dos condicionantes: la razón y la intuición. El hemisferio derecho es el reino de la intuición, la sensibilidad, la creatividad; el izquierdo es el reino del pensamiento racional, analítico y crítico. El derecho es femenino, el izquierdo es masculino. Pero hay un diálogo entre ambos, y a través de estos contrastes, comprendemos el mundo.

El cerebro masculino es el de la visión espacial; el femenino es el de la diplomacia, el esfuerzo, la civilización, el lenguaje. Hoy se dice que el nacimiento de la cultura es un hecho femenino.

Crick, el descubridor de la doble hélice del ADN, nos dice que el conocimiento es atención y memoria. Que es imposible definir la conciencia a nivel neuronal. Y que el libre albedrío es una sensación de nuestras mentes, que creen tener existencia independientemente de nuestros cuerpos.

Otros piensan, en cambio, que nuestro sentido de conciencia emana de un proceso denominado «darwinismo neuronal», por el que grupos de neuronas compiten entre sí para una representación efectiva del mundo. Pero, quizá, ambos supongan una pobre explicación a la hora de dar sentido a procesos como la autorreflexión, o conceptos éticos que pesan tanto en el ser humano como la generosidad, la entrega o el valor.

Es curioso ver cómo pupilos del insigne don Santiago Ramón y Cajal, el descubridor de las neuronas y sus procesos de transmisión electroquímica o sinapsis (hoy llamados neurotransmisores), apuntan a que el cerebro es materia, y por tanto, no hay nada en la materia que no pueda ser explicado por las leyes de la física, pero reconocen que esa ventana al mundo que es la consciencia no la podemos analizar físicamente, ya que nos encontramos en pañales en cuanto a sus leyes. Y coinciden, mal que les pese, con el saber tradicional de la filosofía oriental, en cuanto a la necesidad de unir las leyes de la materia en las leyes de la vida.

En Oriente se cree que la energía interpenetra la materia para dar un bloque vivo, y la materia y la vida no existen independientemente. No hay líneas de separación entre vida y no vida.

Quizá debiéramos resolver primero las leyes que rigen la vida antes de buscar explicaciones físicas a los procesos vitales. Tal vez así comprenderíamos procesos como el de los enfermos en coma, que muchas veces tienen conciencia externa y siguen captando sensaciones.

Nuestro cerebro se anticipa al pensamiento. Los experimentos demuestran que antes de que uno tome la decisión de doblar un dedo, por ejemplo, el cerebro ya muestra actividad nerviosa.

Siguen siendo un misterio casos como el de la visión ciega, en pacientes que han sido afectados en su córtex visual y dicen ser incapaces de ver. Cuando se les lanza una pelota, frecuentemente hacen el amago y algunos hasta llegan a cogerla.

También son curiosos los procesos que sufren algunos enfermos epilépticos, a quienes se les ha practicado una escisión entre los dos hemisferios: se les toca una mano y se les pregunta si tienen sensibilidad. Primero responden que sí, y acto seguido, responden que no. Son los fenómenos de doble conciencia.

En otra línea más imaginativa, tenemos al físico relativista Roger Penrose. Él habla de la mente como un enlace entre el micro- y el macrocosmos, y afirma que las leyes neuronales son las de la física cuántica y obedecen a la misteriosa acción a distancia. No hay localidad, sino conjunto; una neurona afecta instantáneamente a todo el resto, barre todo el espacio, no sigue una trayectoria sino todas a la vez. No hay determinismo, sino que varias cosas se pueden hacer a la vez, coexisten, pues hay una especie de inteligencia en el mundo cuántico. Las neuronas pueden estar correlacionando varias actividades mentales a la vez, y se da una simultaneidad de procesos. Es entonces cuando surge la consciencia. La neurona deja de ser un conmutador de puertas lógicas y se convierte en una red entretejida.

La sabiduría tradicional nos explica que nuestro cerebro no es el que piensa, sino que es traductor de nuestro ego. Una especie de sintonizador con lo que nosotros somos realmente. Quizá esto explique las paradojas que se producen al creer que es el cerebro el que se piensa a sí mismo.

Pero, con todo, nuestra capacidad mental superior es un regalo envenenado. Cuanta más consciencia, más dolor, más responsabilidad. Menos mal que la muerte es inevitable, o hubiésemos pasado toda nuestra vida intentando evitarla. Probablemente, no habríamos arriesgado nada ni construido nada. De ahí que seamos hipercreativos. Nuestro «hardware» es creativo, a diferencia del de un ordenador. En otras palabras, nuestro cerebro es una fábrica de ordenadores que fabrican ordenadores. Herramientas que hacen herramientas.

A los dos años, el cerebro y sus conexiones ya están hechas. Los humanos somos una especie de parto precoz. Un animal, cuando nace, camina pronto; nosotros, al año. Nuestro cerebro ha de computarse después de haber nacido. Entonces empezamos a grabar recuerdos y a aprender a hablar. Esto último es mucho más complicado de lo que parece, es codificar unos pensamientos en ruidos articulados que emitimos por la boca formando construcciones gramaticales. Sin embargo, nacemos programados para hablar. Tenemos las grandes vías o circuitos ya constituidos al nacer.

Los primeros años son esenciales, en ellos «conectamos» el cerebro, y el resto lo iremos construyendo según los cimientos. Por eso el joven cerebro es como una esponja, y por eso es necesario un entorno muy rico culturalmente para un niño.

Empezamos a morir cuando nacemos, celular y neurológicamente. Cada día mueren unas 10.000 neuronas, y esto lo agravamos más cuando consumimos tóxicos como el alcohol o el tabaco. Pero no hay que asustarse, el ovillo es muy largo. Con la edad, el cerebro no pierde capacidad, aunque quizá se vuelve un poco más lento. El alzheimer es en realidad una enfermedad atípica, y quizá sea consecuencia de un ritmo de vida no demasiado natural, el excesivo uso del tabaco, el colesterol, el estrés, la hipertensión.

Se recomienda oxigenar mucho el cerebro, los paseos en la Naturaleza, el sol, evitar los tóxicos y las pérdidas de memoria innecesarias (se recomienda el uso de agendas), sanas lecturas, buenas conversaciones, realizar ejercicios de introspección, buena música, alegría y mucho entusiasmo. Recordemos que los neurólogos afirman que hay un 36% de nuestro cerebro predispuesto para la felicidad, y solo el 3% está predispuesto para el dolor.

Nuestra mente debería ser un elemento de unión entre lo efímero y lo eterno que hay en nosotros. La mente es como una alfombra mágica que nos lleva de un sitio a otro, de un recuerdo a otro. Su educación es fundamental. Igual que hacemos con nuestro cuerpo, la limpieza de la mente es esencial.

En un mundo globalizado como el nuestro, resulta esencial aprender a pensar por nosotros mismos y a encontrar un sentido a nuestra vida, y un poco de conversación con los demás y con nosotros mismos.