JULIA LORENZO
Los monumentos más importantes de la arquitectura gótica fueron destinados a fines religiosos y civiles. Su extensión geográfica corresponde a la difusión en Europa del cristianismo; el área del gótico engloba las Islas Británicas, Escandinavia, Países Bajos, Francia, los Estados del Imperio Germánico, Península Ibérica, Italia, la orilla oriental del Adriático y las colonias latinas en Grecia y Asia Menor. Los países del gótico son de una diversidad morfológica, geológica o climática muy grande, lo que implica a veces modos de construir desiguales.
La Francia septentrional de los siglos XII y XIII se cubrió de iglesias parroquiales, fundaciones de los señores feudales y ricas abadías. En otros países, solo las ciudades de cierta importancia conocen la actividad monumental. Es posible considerar que la política meridional francesa, orientada hacia la Península Ibérica durante el último tercio del siglo XII, facilitara la penetración del gótico. Inglaterra mantiene la impronta del gótico hasta su arquitectura civil en el siglo XVI.
Los principales promotores del arte gótico fueron los benedictinos (Inglaterra, Normandía, Francia). En el siglo XII, esta orden había llegado a la cima de su poderío financiero y político, y emprendió construcciones o reconstrucciones grandiosas: Saint-Nicaise de Reims; Saint-Ouen de Rouen. En Inglaterra, la abadía de Westminster y la reconstrucción de la catedral (benedictina) de Canterbury. Y también desde el principio, la nueva Orden del Císter estuvo asociada a la expansión de la arquitectura gótica. Si la primera arquitectura cisterciense fue románica (por su espíritu de pobreza), pronto llegaron estos monjes a convertirse en los principales propagadores del arte gótico. También los dominicos y franciscanos propagaron el gótico, así como las órdenes de templarios y hospitalarios.
En cuanto a la dirección financiera y técnica, fue muy variable y compleja. Ciertas empresas reales o principescas (Sainte Chapelle de París) pudieron ser erigidas muy rápidamente, en cuatro o cinco años, gracias a los recursos financieros de los príncipes. En el caso de las grandes construcciones, como las catedrales, la financiación no podía quedar asegurada con la fortuna de los obispos o canónigos; se solicitaban donaciones, se hacían colectas, se establecían impuestos sobre ferias y mercados. Pero estos recursos eran precarios. Pocas catedrales fueron erigidas de una vez, en veinte o treinta años (como Chartres); la mayor parte comenzaban con entusiasmo y facilidades financieras, pero conocían dificultades que provocaban paros en los talleres, como por ejemplo en Reims, en que un conflicto entre la ciudad y el arzobispo paró el taller durante años.
Los grandes talleres, como los de Colonia, Estrasburgo y Viena, nos han legado colecciones de planos y de diseños técnicos. Se poseen, además, cierto número de textos sobre la organización de los talleres. Son conocidos algunos maestros de obra alemanes, aunque la mayoría son anónimos, como el maestro de Saint-Denis. La mano de obra se agrupaba desde el siglo XIII en «logias» o «cofradías», las cuales tenían sus propias leyes para admitir, castigar o despedir a un albañil. Las aptitudes de un maestro de obra eran múltiples, pues no era solamente arquitecto o técnico, sino también autor de los trazados de las molduras, de la decoración ornamental, e incluso de la escultura y de la pintura.
Entre los elementos típicos de la arquitectura gótica, algunos como el arco apuntado son de origen oriental antiguo; el arte sasánida lo utilizó de forma habitual y lo transmitió al arte islámico desde el siglo VII. La historia de la bóveda sobre nervaduras entrecruzadas importa mucho más; los arquitectos romanos ya utilizaron muchas veces las nervaduras, pero no parece que este sea su origen. Se ha demostrado que las bóvedas nervadas tuvieron su origen en Mesopotamia y en las primeras construcciones islámicas de Irán, aunque estas bóvedas no son exactamente los modelos de las góticas. La función constructiva y no decorativa de estos arcos cruzados es indiscutible; en muchas ocasiones no sustentan directamente la bóveda, sino que unos muretes en su extradós sustentan cubiertas planas.
Sens, Saint Denis, Chartres y Reims
Casi todos los historiadores están de acuerdo en que Saint-Denis y la catedral de Sens son los monumentos más importantes de la creación gótica, aunque ninguno de ellos se encuentra hoy en su estado primitivo. Sens es más arcaico. Su vasta planta, sin transepto, pero con deambulatorio, reproduce las plantas románicas. Su alzado de tres pisos deriva de las triples divisiones normandas o inglesas.
Saint-Denis es más complejo y también más innovador. La obra es menuda, refinada, de una sutilidad excepcional. El grado de iluminación es sorprendente, mucho más que otras construcciones de este siglo. Así lo explica un texto escrito por el mismo Suger, el cual se maravilla de la luz continua de las ventanas, que ilumina todo el edificio con el asombroso resplandor de las vidrieras «elevando el espíritu desde lo material a lo inmaterial».
En cuanto a Chartres, la catedral románica de Nôtre-Dame del siglo XI ardió en 1194. Chartres era un centro de peregrinación muy importante, por lo que se recurrió a la generosidad de los fieles y las obras se realizaron con gran rapidez. Hoy parece confirmarse que la nave fue construida antes de 1210; en ella intervinieron varios arquitectos y su concepción fue revolucionaria en la evolución del arte gótico. La planta de Chartres es grandiosa. Comprende un doble deambulatorio con capillas. En el alzado interior y en la estructura general es donde se prueba su extraordinaria genialidad. Tiene un alzado de tres pisos con la catedral de Sens.
La catedral de Reims también es un edificio excepcional por su importancia histórica; fue la iglesia de las consagraciones de los reyes de Francia. Su planta es imitación de la de Chartres, así como el espacio interior. La historia de su construcción es muy complicada.
La luz como símbolo
La bóveda de crucería, al transmitir las presiones a ciertos puntos de los que las recoge el arbotante, en sustitución del contrafuerte o las tribunas sobre las naves laterales, permitió la apertura de grandes vanos en el paramento comprendido entre los pilares. Así se eliminó el muro al perder su razón constructiva y se sustituyó por un paramento de vidrio de color. Por este sistema, el interior gótico permanece completamente aislado y desconectado lumínicamente del exterior.
Los arbotantes, piezas fundamentales para el juego de fuerzas del edificio, se hallan situados al exterior, sin que desde dentro se permita imaginar los artificios que hacen posible que la estructura se mantenga en pie. Las catedrales de Reims, Amiens, León o la Sainte Chapelle de París ponen de manifiesto este hecho. La articulación de las vidrieras como un auténtico muro traslúcido creó un espacio determinado por una luz coloreada y cambiante. La luz gótica, a través de los colores de las vidrieras, confiere a los objetos una dimensión irreal, no natural. La idea de esta atmósfera fue el desarrollo de un simbolismo que relacionaba la luz con lo divino, tal y como lo experimentó el propio abad Suger.
La función preferente que asume la vidriera en la arquitectura gótica clásica se proyecta en dos sentidos: 1) Como medio para la configuración simbólica del espacio. 2) Como «soporte» de contenidos iconográficos en relación con los programas figurativos de la catedral.
Simson dice: «La luz no natural del arte gótico se presenta como portadora de un mundo de imágenes, cuya potencia actúa con fuerza extraordinaria sobre el alma del hombre. La luz del interior gótico encarna la idea del símbolo de la Lux Espiritualis. El valor de la luz como símbolo de la Divinidad se prolonga durante la Edad Media hasta el punto de convertirse durante los siglos XII y XIII en el centro de toda reflexión sobre lo bello». Las vidrieras fueron comparadas frecuentemente con las imágenes de brillo y fulgor de las piedras preciosas. El monje Teófilo, a quien se deben las primeras y más completas noticias de los procedimientos técnicos para la realización de las vidrieras (1), habla del «inestimable brillo del vidrio».
El abad Suger ponía de manifiesto el valor otorgado a las vidrieras, a través de las cuales podía trasladar su mente de lo material a lo inmaterial, de lo corpóreo a lo espiritual. El mismo abad dice que se embelesaba ante la belleza de la casa de Dios; las gemas multicolores le conducían a meditar sobre la diversidad de las virtudes sagradas. Esta luz no hay que considerarla como procedente de fuera, sino que dimana del interior, como si la catedral estuviese hecha de piedras preciosas dotadas de brillo propio.
A finales del siglo XIII apareció un elemento nuevo en la pintura. Fue el color «amarillo de plata», que cambió por completo la fisonomía de las vidrieras y las posibilidades técnicas de los talleres. El amarillo de plata es una sal de plata que aplicada sobre el vidrio proporciona un color amarillo oro intenso. Con él se podían alterar los colores de base de los vidrios mismos, por ejemplo: un azul en verde, un rojo en naranja. Y aplicado sobre vidrio blanco, producía colores amarillos de extraordinaria intensidad. Debemos recordar que con frecuencia el oro se entendía como símbolo del sol y de la luz.
(1) Además del monje Teófilo, nos han quedado otros testimonios sobre la composición y pintura de las vidrieras: el de Cennino Cennini, el de Guillermo Marcillat (a través de Vasari), un manuscrito de Francisco Herranz y un estudio de técnica y estética de las vidrieras de Viollet-le-Duc.
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