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El maestro indiscutible en toda la Antigüedad clásica grecorromana sería, por tanto, Apeles, el único pintor por quien Alejandro Magno permitiría ser retratado. Los motivos elegidos por Apeles para sus cuadros serían repetidos hasta la saciedad; pues como la Ilíada y la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio o las poesías de Safo, se convirtieron en modelo acabado de perfección de su arte.
Los testimonios griegos y romanos dicen de este pintor que la vida palpitaba en las imágenes fijas en sus lienzos, maderas o paredes. Hasta tal punto, que parecían salirse de la cárcel de lo ancho y lo alto, burlándose de las limitaciones que la Naturaleza impone al común de los pintores.
Apeles cultivó, preferentemente, los asuntos mitológicos y el retrato. Sobresalientes, excelsos e inimitables fueron, por ejemplo, el retrato que en Éfeso hizo de Alejandro Magno, con el gesto de Júpiter Tonante; y del que el mismo rey de reyes diría que había dos Alejandros, el hijo de Filipo y el representado por Apeles. El gesto, la fuerza, la vida tanto palpitaban en otro retrato ecuestre de El Grande, que los caballos reales, al verle, relinchaban. Otros famosos retratos de Alejandro lo representaron en un carro triunfal, otro acompañado de la victoria y otro en que aparecía al lado de los dioses Cástor y Pólux; todos ellos trasladados al Foro de Augusto para que pudieran ser contemplados por todos los ciudadanos de Roma. Cuenta Plinio que el emperador Claudio cometió la, digamos, impertinencia de sustituir en el cuadro del Carro Triunfal el rostro de Alejandro por el de Augusto.
La obra maestra de Apeles es, sin duda, según el testimonio unánime de griegos y romanos, la VENUS ANADIOMENA, es decir, Venus nacida de la espuma del mar y de ella surgiendo, luminosa y bellísima, y que sería cantada por Propercio en los versos in Veneris tabula summan sibi poscit Apeles (En la tabla de Venus, Apeles gana la cúspide).
Otras obras importantes conocidas de Apeles, estas de temas mitológicos, serían:
Y, sin embargo, aunque la pintura romana sea, según afirman ellos mismos, el legado de Apeles, también es cierto que encuentra antecedentes en la pintura que decora las tumbas etruscas, generalmente pintadas al fresco. Estas pinturas, se sabe, como las egipcias, tienen un valor mágico evocativo, y se han conservado casi intactas gracias a permanecer sepultadas durante milenios. Pensemos, si no, en los jardines ideales que representan paraísos donde el alma del difunto, generalmente príncipes y sacerdotes o miembros de la más alta nobleza, todavía puede celebrar banquetes ideales con las personas amadas o contempla danzas, oye músicas inaudibles ya para nuestros oídos mortales, practica ejercicios gimnásticos, ama, etc. También es posible, en concordancia con el pensamiento sacerdotal e iniciático de todas las antiguas civilizaciones, que se quiera no solo evocar escenas del inframundo, sino velar profundísimas enseñanzas sobre la naturaleza del hombre y el universo. Un complemento en imágenes de tumbas de lo que el difunto habría aprendido en los esforzados ritos de Iniciación.
Los colores que usan sus pintores no son los de esta tierra, y así nos encontramos los frescos fantasmagóricos de la tumba de la Campana en Veyes, que se supone que es la tumba etrusca que guarda las pinturas más antiguas del arte funerario etrusco, en el siglo VIII a. C. En ella, por ejemplo, un enano, ¿o se trata de la imagen del alma del difunto?, es llevado por un caballo de cabeza marrón y rosado cuerpo, la mitad, porque la otra mitad está manchada de amarillo. Es evidente que se trata de imágenes del astral, colores de más allá de las puertas de la muerte… Hay motivos etruscos que nos recuerdan a las imágenes vivas de las cerámicas íberas, e incluso de las tartésicas, en lo que los expertos llaman su afán orientalizante.
José Pijoán, escritor de una de las más monumentales historias del arte que hayan sido editadas, escribe sobre estos frescos etruscos, comentando una de las tumbas de Tarquinia: “Los ramajes del fondo de la pintura parecen indicar que estamos en un jardín ideal, un empíreo donde se vive como en la tierra, pero más fuertemente, más activamente (…) Encontramos, incluso, representaciones de las divinidades infernales sentadas en sendos tronos, y figuras beatíficas de las almas ya admitidas en los estrados de la corte de Plutón. Estos frescos, relacionados con las esperanzas despertadas por las iniciaciones en los misterios (…)”.
Son inefables los frescos de la tumba de Francois, en Vulci, que representan escenas épicas e históricas del periodo etrusco de Roma. En estos frescos aparece ya una de las características propias del arte y del alma romanas, que es la «pietas». Hay un sentimiento de piedad latina en las caras de los mancebos troyanos que van a ser ajusticiados (por Aquiles, para aplacar los manes de Patroclo, relatando una escena de la Iliada). Es algo completamente ajeno a la mentalidad griega. Los cautivos de Vulci saben que son víctimas del destino, saben que es inútil resistirse a la fatalidad que rige a los mismos dioses. Hay, además otro factor itálico, que es la intensa individualización de los personajes. Cada figura tiene una fisionomía propia inconfundible… Podríamos decir que así como los griegos exaltaron el genus o la especie, los artistas itálicos hallaron al individuo. Pietas es según Cicerón, el cumplimiento estricto de las leyes con respecto a los Dioses, y aquí se manifiesta en el reconocimiento que existe una Voluntad que todo lo rige y a la que obedecen los mismos Dioses, Voluntad que haya eco en el corazón humano y que le hace esforzarse por llegar a ser, por no dejar que el ánimo ceda ante un destino adverso, según las enseñanzas de los filósofos estoicos romanos.
Si bien lo etrusco y lo romano se funde en ocasiones de modo que es difícil separar qué es lo propio de cada uno, Plinio el Viejo en su Historia Natural nos informa que las pinturas romanas más antiguas fueron las que ornaron el templo de Ceres en el año 493 a. d. C, y que la ejecutaron, sobre terracota, dos griegos llamados Damófilo y Gorgaso. Rápidamente se diferenciaron los romanos de los griegos al enfatizar el uso historicista de la pintura, que evoca en los muros de tumbas y templos las victorias sobre los enemigos de Roma, como lo atestigua el fragmento hallado en una tumba del Esquilino romano, del siglo III a. C. En ella aparecen escenas de asedio de una ciudad, de entrega de una condecoración militar en la que habría participado el noble romano, Fabius que ahora descansa y sueña…
Sabemos de generales romanos que encargaron pinturas que evocaran sus triunfos militares, pinturas que servirían luego para ornar los templos. Aunque la función ritual y propagandística es quizás aún más importante en las llamadas ceremonias de triunfo; en ellas el general llegaba a Roma en su carro triunfal, seguido, de los ejércitos victoriosos y los prisioneros vencidos, de trofeos de guerra, estatuas sagradas de los dioses de las tierras conquistadas y pacificadas- se invitaba ceremonialmente a los dioses a sus nuevas moradas- y de paneles pintados con las escenas de las batallas, o mapas de las ciudades conquistadas, etc…Estos paneles o tabulae triumphales luego se convertían en ofrenda para los templos.¡Qué mejor ofrenda que la victoria! ¡Qué mejor testimonio que el recuerdo de esa victoria!
Esta marcha triunfal que en procesión ascendía hacia el templo del Júpiter Capitolino era una ceremonia de purificación por la sangre derramada por Roma y de Roma, una expiación ritual necesaria que acabaría por ser símbolo por excelencia del poder de Roma. Y estas grandes pinturas un recuerdo de su pujanza, costumbre que seguirían los grandes gobernantes de Europa, desde el Renacimiento, como un Carlos V o el mismo Napoleón. También nos recuerda Quintiliano en sus Instituciones Oratorias el uso de pinturas en grandes paneles para conmover al auditorio en los procesos legales; aunque no lo recomienda. Galba para expulsar del poder al primero emperador y luego tirano Nerón, había mostrado en público imágenes de condenados y ajusticiados, y otras tropelías del megalómano morador de la Domus Aurea.
Los rasgos distintivos de la pintura romana los podemos analizar, tanto al estudiar los fragmentos que restan del naufragio de su civilización – especialmente aquellos que quedaron fosilizados en el tiempo, como Pompeya, Herculano y varias de las villas romanas- y también por el estudio que hicieron dos autores: Marco Vitrubio Polión, arquitecto de la época de Augusto, en su famoso tratado De architectura; y Plinio, el Viejo- el mismo que en su afán investigador y aventurero sucumbió en la erupción del Vesubio y muerte de Pompeya, en el año 79 d. C. cuando, como «periodista» iba a examinar los hechos-en su libro XXXV de su Historia Natural.
Estos rasgos distintivos de la pintura romana son: exaltación del individuo, frente a la exaltación de la genus propia de los griegos; multifocalidad- son muchos los centros que exigen la atención, adecuado uso de la perspectiva; una gama de colores amplísima, frente a los cuatro colores de la pintura griega, tendencia- que se acentúa más y más según evoluciona la pintura romana- al impresionismo y al abandono del perfilado de las imágenes, dando más importancia al color que al dibujo; los temas son o históricos, retratos, temas mitológicos- generalmente copia de los maestros griegos, paisajes y decorados arquitectónicos para que «las paredes dejen de serlo», temas de carácter esotérico, simbólico o iniciático, como las pinturas de la Villa de los Misterios en Pompeya; o las del Aula Isíaca en Roma o las de la Villa Farnesina, también en Roma; a veces también los temas eróticos- generalmente en lo más recóndito de las viviendas romanas- y los humorísticos- por ejemplo en las miniaturas de Callicles, comentadas por Varrón, bibliotecario de Julio César, miniaturas de no más de cuatro dedos con escenas cómicas; naturalezas vivas (es llamativa e irrepetida la inefable belleza de sus cestas llenas de frutos) y naturalezas muertas. Destacar también el magistral uso del «esfumado» que permite sumergirse en las imágenes y que convertiría pequeñas habitaciones en escenarios vivos. Las pinturas son murales o mosaicos- que nos sobrecogen dos mil años después-, en bordados, telas o de caballete, la pintura «de verdad» según el exquisito Horacio.
Las técnicas empleadas son principalmente el fresco, que era aplicado sobre la pared aún húmeda, por lo que los colores penetraban en ella profundamente; el estuco, que se daba sobre una mezcla de pasta de cal apagada y mármol pulverizado; la encaústica donde se aplicaban los colores mezclados con cera sobre el enlucido seco; y también la modalidad del falso fresco que los colores se diluyen en cal y se aplican sobre la pared seca.
El culto a la belleza que hicieron los nobles romanos desde la época augústea era acorde sin duda con la adquisición de obras pictóricas de los maestros griegos- quien podía permitirse ese lujo- o de la decoración mural inspirados en los motivos de los mismos. Julio César, cultor del orden y la belleza, era, según nos narra Suetonio, amante de las piedras preciosas y las perlas, las esculturas, las obras cinceladas y los cuadros de los antiguos pintores. Se dice que pagó una importante cantidad por un Ayax y por una Medea de Timónaco, este último cuadro inacabado, que según Plinio son los más admirados, porque a pesar de ser incompletos, en ellos se refleja muy bien el pensamiento del artista. Medea, la hechicera es uno de los personajes femeninos que más referencias encuentra en la antigüedad clásica, símbolo de la pasión y de la fuerza curativa y destructiva del Eterno Femenino. Ovidio, Séneca y muchos otros no se resistieron a escribir sobre este personaje que bárbaro- de la Cólquide- habría permitido al aventurero Jasón la conquista del Vellocinio de Oro. Si tuviéramos que vincularlo con arquetipos astrológicos lo haríamos con el arquetipo puro de Escorpio, como Jasón lo es de Aries.
Ayax es otro interesantísimo personaje de la Ilíada que representa la primitiva sencillez y fuerza, con ciertos rasgos de tosquedad, que no puede adaptarse a los cambios y a las exigencias para los nuevos héroes, con mayor audacia, inteligencia y versatilidad, como lo es Ulises, el protegido de Atenea. En el combate de Ulises y Ayax por las armas de Aquiles, este último pierde y acaba enloqueciendo de celos. El cambio que Julio César preconizaría con su dictadura y que permitiese el advenimiento del Imperio desde la sencillez y austeridad de la República propia de un Catón; está sin duda muy relacionado con estas nuevas exigencias de la Historia que reflejara el mito de Ulises y Ayax.
Un artículo sobre la pintura romana debe, obligatoriamente incluir una mención de los cuatro estilos o periodos de la misma. Estos han sido determinados tratando de ajustar, más o menos unas declaraciones de Vitrubio sobre la historia de la pintura romana en su célebre tratado de Arquitectura y las pinturas que la arqueología ha rescatado de Pompeya, Herculano el puerto de Ostia y varias villas romanas. El texto de Vitrubio dice que los antiguos, en su deseo de imitar pictóricamente la realidad, comenzaron a decorar las paredes con pinturas que imitaban revestimientos de mármol y motivos arquitectónicos tales como columnas y frontones (el primer estilo o estilo de las incrustaciones), que más tarde las revistieron con pinturas que reproducían decorados teatrales de estilo trágico, cómico o satírico, y con paisajes de puertos, promontorios, ríos, fuentes, estrechos, santuarios, bosquecillos sagrados, rebaños y pastores, así como con efigies de divinidades, escenas mitológicas, imágenes de la guerra de Troya o episodios de las aventuras de Ulises (segundo estilo o estilo arquitectónico ) mientras que en su época- recordemos que Vitrubio es contemporáneo de Augusto, se pintan, dice, imágenes monstruosas más que imágenes reales de cosas definidas, en vez de columnas cañas estriadas, en vez de frontones arquitectónicos, adornos con hojas onduladas y volutas, así como candelabros que sustentan representaciones de pequeños templos, sobre cuyos frontones aparecen delicadas flores que surgen en medio de volutas y sobre las que, sin justificación racional, se sientan figurillas o bien pequeños tallos rematados por figurillas con dos mitades, una con cabeza humana, otra con cabeza animal. Ahora bien, estas cosas ni existen, ni pueden existir ni existieron nunca (se trata del estilo llamado de los candelabros o tercer estilo u ornamental). El cuarto estilo es llamado «ilusionista» o «estilo intrincado» y se desarrolló desde mediados del primer siglo hasta su fin, estando «de moda» en Pompeya cuando fue destruida en el año 79 d. C. Ilusionista porque trata de recrear de un modo imaginativo y fantástico la realidad, «en un laberinto de formas que aparecen y desaparecen en el pequeño escenario de la pared», que desorienta pero que emociona por la viveza de sus mil colores.
Quien visite Mérida, Itálica, Almedinilla, la Alcudia o cualquiera de las primeras ciudades de la Hispania Romana no tardará en encontrar las imitaciones de mármoles multicolores del primer estilo, el de las incrustaciones, a veces combinando los colores de un modo casi irreal. Es el estilo por ejemplo del pintor Serapión, de origen egipcio y del que Plinio decía que era un excelente pintor de decoraciones, pero incapaz de retratar a un ser humano.
El segundo estilo o arquitectónico figura en las paredes construcciones en perspectiva, paisajes, jardines- como el maravilloso de la Casa de Livia, en el Palatino-, escenas mitológicas en los paneles centrales. Coinciden estas pinturas, las más bellas, sin duda del arte romano, con el esplendor de Roma bajo la égida de César y Augusto.
El Tercer estilo u Ornamental recrea imágenes y escenarios del mundo de los sueños. Responde quizás a la necesidad de descanso psicológico, la necesidad de evocar jardines para el alma, donde habiten ninfas, hadas, genios del aire, y donde templos y altares en bosques íntimos parecen surgir del aire, en perfiles vagos, que no es el de la realidad tal y como se ve, sino como se recuerda. Desde las esquinas y frisos se asoman curiosos dichos genios juguetones, miniaturas, casi caricaturas que han pasado a ser de las más universalmente admiradas obras artísticas del tesoro de la humanidad.
Las pinceladas dibujan los objetos con un impresionismo no superado por los pintores del siglo XIX, los fondos son obscuros y se eliminan los contornos de las imágenes, pura luz y movimiento ahora. Pensemos, por ejemplo en lo vaporoso- parecen imágenes vivas en el incienso de las ofrendas- del fresco romano que representa un santuario campestre que se halla en el Museo Metropolitano de Nueva York.
Desde luego, si la oratoria fue el arte excelso para los romanos, la que formase a los ciudadanos, estableciese el criterio de lo justo, formase la base armilar del comercio, las artes militares y del gobierno; la pintura fue para el romano culto un discurso de imágenes vivas y símbolos, un discurso silencioso de color que regocija el alma, que la serena. Cicerón compara el arte de la oratoria y la pintura, los distintos tipos de oratoria y los estilos de los distintos pintores. Puede encontrarse un paralelo en el colorido, los contrastes, la luz en sus infinitas gradaciones con la galería de imágenes que evoca el verbo del orador. Las imágenes que en el aire y en la memoria fija el discurso con las que las tinturas fijan en cuadros y murales. No en vano el Dr. Jorge Angel Livraga, fundador del movimiento filosófico internacional Nueva Acrópolis afirmaría que los discursos de Cicerón contra Catalina son la Capilla Sextina de la Oratoria.; y el emperador Augusto recomendó a Quinto Pedio, noble romano que se dedicara a la pintura, ya que aunque mudo de nacimiento, su alma podría dialogar y estudiar su entorno a través de la pintura, como el orador lo hace a través de la palabra.
Cuando Ovidio cantó en el Arte de Amar sus versos inmortales de «tantas como estrellas en el cielo hay bellas mujeres en Roma» y «el Amor es una milicia, absténganse los cobardes» leyó en el Alma de Roma el mismo afán, ternura, viveza y valor que su pintura supo trazar en colores y formas, porque sin duda el Alma de la pintura romana es… el Alma de Roma.
JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ
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