«Prestadme el lenguaje florido de todos los idiomas sonoros».

«Un día, día funesto, el Amor, cuyo mes es siempre mayo, vio una flor de las más bellas jugando en el aire caprichoso. A través de sus hojas aterciopeladas, la brisa, invisible, abríase camino».

«La mano que da, por fea que sea, siempre tendrá un bello elogio».

Trabajos de amor perdidos. Shakespeare

 

Se ha dicho, muy acertadamente, que Shakespeare, como Esquilo, es una de las esfinges intelectuales de la Humanidad. Los significados de sus obras, el alcance que tienen, es cada vez mayor a medida que transcurren los siglos. El mismo pavor que debió de sentir Edipo cuando la Esfinge le preguntó por la verdadera naturaleza del hombre es el terror místico y filosófico que experimentamos cuando leemos o vemos interpretadas las obras de este enigmático escritor.

Desde luego, sin desmerecer todo lo que hubiese leído o estudiado, la materia de sus obras es la vida misma, y lo que impulsa su pluma, el viento de sabiduría de las edades. Sentía poco respeto por los eruditos que no unen sabiduría a erudición y que no usan sus conocimientos para desvelar los enigmas y problemas que la vida plantea: «Poco han ganado nunca los estudiosos asiduos; solo una ruin autoridad emanada de los libros de otros». La vida le proporciona los tipos, las experiencias. Su enorme (pavorosa, más bien) madurez de alma le da las claves para interpretarlas, conferirles forma artística y sentido de unidad.

Jinarajadasa, un gran sabio hindú de este siglo, dijo que Shakespeare ofrece en sus obras una mente como un diamante de innumerables caras. Sea cual sea la imagen de la vida que se presente a este perfectísimo diamante, esta se proyecta en infinitos ángulos, ofreciendo cada uno de ellos una respuesta a la cuestión que plantea. Cada espectador extraerá distintas lecciones, dependiendo de la naturaleza de su alma y también del momento anímico o las inquietudes que le ocupen. Así, cada una de sus obras puede disfrutarse miles de veces en las distintas edades del hombre, y siempre aparecen mensajes nuevos, matices distintos.

No hay un solo problema relacionado con la condición humana que no esté excelsamente tratado en sus obras: la guerra, los valores morales, la medicina, la constitución del hombre, sus ocultos motores, la relación hombre-mujer, el sentido del dolor, la vida como un escenario, los enigmas del tiempo, la naturaleza del arte, los misterios de la realeza, las claves del conocimiento oculto, etc. Visto así, Shakespeare, quienquiera que fuese (llamo Shakespeare al autor de las obras) es uno de los más grandes filósofos y poetas que ha conocido la historia de Occidente.

Cada una de las imágenes vivas que aparecen en sus obras es como una semilla que puede abrirse en la imaginación del espectador, proyectándose en cientos de ramas y abarcando el espacio mental completo, sin que estas ramas pierdan su sentido de unidad, de árbol. Así son los conocimientos que se desprenden de sus obras. De una sola idea irradian infinidad de ellas armónicamente. Cada idea está representada por una imagen, por un juego de palabras.

Uno de sus grandes temas es el amor. Amor y heroicidad se conjugan en sus obras creando una trama viva.

Eros es la gran fuerza que mantiene unidas y ensambladas cada una de las partes del universo, y cada una de las partes de este otro universo que es el hombre. «Este joven anciano, este enano gigante, Don Cupido, regente de las riquezas amorosas, dueño de los brazos cruzados».

El amor, para Shakespeare, se nutre con la mirada. Como repetirían los clásicos: con la mirada sensible, el amor sensible; con la mirada del alma, el amor del alma. «Ignoras –dice una de sus heroínas– que las miradas constituyen el alimento de mi alma».

«Verde –afirma– es el color de los enamorados». Del color verde del mar es la mirada del amor, según Shakespeare.

Las tradiciones ocultistas y filosóficas del Renacimiento, inspiradas en otras mucho más antiguas, explicaban que existen distintas formas de acercarse a lo divino, y que cada una de ellas está relacionada con un –digámoslo así– color. El verde es el color de los que se acercan al misterio a través del amor de las almas gemelas. El verde es el color de los enamorados.

«El amor –dice Shakespeare– es un espíritu familiar, el amor es un demonio; no hay más ángel malo que el amor. Sansón fue tentado, y gozaba de prodigiosa fuerza. Salomón fue también seducido, y disfrutaba de gran sabiduría. La flecha de Cupido es demasiado dura para la maza de Herakles y, por ello, harto desigual para la espada de un español».

El tema del amor es tan complejo como lo es el de la relación del hombre con su circunstancia. Shakespeare, en cada una de sus obras, lo trata desde un ángulo distinto, creando así toda una doctrina del amor. El tratamiento es el de un poeta, los ejemplos, los de un sabio de madura experiencia, y la presentación se acompaña de un sentido del humor que no quita –sino todo lo contrario– dignidad a tan elevado asunto. Por ejemplo, queriendo mostrar la desesperación de un caballero que renegaba del amor mientras caía fatalmente en sus redes:

«¡Cómo! ¡Yo! ¡Enamorado! ¡Haciendo la corte! ¡En busca de esposa! ¡De una mujer, que, semejante a un reloj alemán, necesitará continuamente composturas, siempre desarreglado, nunca bien, por cuidados que se tengan en su marcha! (…) ¡Y yo suspiro por ella! ¡Velo por ella! ¡Ruego por ella! Vamos, es un tormento que me impone Cupido por haber ignorado el poder formidable de su débil poder! ¡Sea! ¡Amaré, escribiré, suspiraré, rogaré, cortejaré y exhalaré gemidos!».

El amor y el deseo, filosóficamente considerados, son un anhelo de completura, de hallar en el otro –o en lo otro– aquello que no sabemos encontrar en nuestro interior. Eros, el más antiguo de los dioses en la Teogonía de Hesíodo, es la fuerza que lleva del ser al no-ser, tratando de volver a encontrar el ser. El amor, la búsqueda de perfección, hace girar los mundos e impulsa la existencia en todas sus gradaciones. Es por amor por lo que el Principito inicia su peregrinaje por una serie de planetas, incluida la Tierra, para volver de nuevo, transmutado, a su propio mundo, donde se encuentra la rosa que ama. Si en el amor o en el deseo hallamos la respuesta en lo que no somos, y que por tanto buscamos, en el entusiasmo («Dios en nosotros» es el significado etimológico) cesa esta búsqueda hacia afuera y se empieza a hallar la fuerza y la gracia dentro. Hay quien piensa que está escrito en la historia futura de la Humanidad que el amor se vaya gradualmente transformando en entusiasmo. Sólo el entusiasmo vence con sus propias armas al amor. Y es por ello por lo que Shakespeare afirma:

«Que san Dioniso nos defienda de san Cupido».

Otro de los temas recurrentes en las comedias de Shakespeare es el del andrógino. Cuando quiere dibujar la más acabada perfección de una dama, en El mercader de Venecia, hace que las difíciles circunstancias la obliguen a vestirse de hombre, cautivando en esta nueva forma el amor fraternal de caballeros y la pasión de las mujeres. Esto ha llevado a comentadores poco profundos a afirmar que Shakespeare era homosexual. En realidad, está mostrando que la perfección se halla relacionada con el andrógino, con la superación de los sexos. El sexo surge de la polaridad omnipresente en la Naturaleza, que impulsa hacia afuera a los seres para perpetuar su imagen en sus hijos. Tal y como ocurre en el Quijote, cuando la amada inmortal se perciba dentro y no fuera, cuando esta perfecta polaridad no rebase los límites de la propia alma –y como efecto, tampoco los límites del cuerpo–,, surgirá el andrógino, símbolo de la perfección en toda la tradición cabalista y en el humanismo filosófico del siglo XVI.

Recordemos algunas de las facetas del amor que Shakespeare presenta genialmente en sus obras:

* En Enrique V desarrolla los principios del amor como conquista. Este héroe, tras vencer a los franceses, debe conquistar el amor de su amada, hija del rey vencido. Su cortejo se asemeja en lo psicológico a la toma de una fortaleza. Es el modo de matrimonio que los hindúes, en sus Leyes de Manú, exigen a los guerreros.

* En El mercader de Venecia, el amor es el fruto del discernimiento del alma. La atracción que experimentan los protagonistas es la de los iguales. En ambos reside, inmaculado, el principio de lo justo, y esto provoca la atracción de sus almas y de sus cuerpos.

* En El rey Lear, el amor es la piedad filial de una hija a su padre, y todas las pruebas que debe pasar dan fe de su elevación y pureza.

* En Hamlet triunfa la duda, no el amor. El príncipe de Dinamarca rechaza a Ofelia, la única que hubiese podido darle una respuesta a su encrucijada existencial. Muere el amor, fracasa el hombre y enloquece la mujer. Verificando una vez más su enseñanza: «Ellas –las damas– contienen y nutren al universo entero. Sin ellas nadie puede sobresalir en nada» (Trabajos de amor perdidos).

* En Otelo se expone el reverso oscuro del amor, los celos, y cómo estos van desgarrando y sumergiendo en el barro y en la bestialidad el corazón del hombre. Los celos, ese «demonio de ojos verdes», no afectan la lealtad de un corazón inmaculado como el de Desdémona. Cuanto más se rebaja la imagen de Otelo, más se eleva la de esta heroína hasta ascender a la región inmortal de la que vino.

* En La tempestad, Shakespeare desarrolla la necesidad de las pruebas que debe superar el amante para hacerse merecedor de su amada. Sin estas pruebas, el matrimonio no es legítimo para la Naturaleza. En esta obra hay una escena en que los Elementales de la Naturaleza escenifican un matrimonio de los dioses y el nacimiento del amor, como una enseñanza inolvidable para el futuro matrimonio de los jóvenes amantes.

* En Sueño de una noche de verano se canta al amor como el embeleso de la existencia, la ilusión luminosa que vence todas las reglas de la razón y que une a hombres y dioses.

* En La doma de la bravía el amor se vive como un dominio, como el señorío que ejerce, con una voluntad inquebrantable, el hombre sobre la Naturaleza, representada por la mujer rebelde. Dice también del amor entre el espíritu y la psique rebelde, y cómo este amor sólo puede mantenerse por la perfecta sujeción del primero sobre el segundo.

* Antonio y Cleopatra habla del amor como un poder que anonada. Venus adormece y vence a Marte, decían los clásicos. El ardor guerrero de Antonio se va debilitando y se extingue ante la belleza y encantos de su amada. Ambos se apartan de los cauces de la existencia, dejan de responder (aparentemente) ante su destino histórico. Pero el amor, que había anonadado su existencia material, resurge victorioso tras la muerte.

* En Julio César se exponen los sagrados deberes de los amantes que han unido sus vidas en el matrimonio.

* Romeo y Julieta es la más bella historia de amor que jamás se haya escrito. Es el amor de las almas gemelas que se encuentran. Aquí no son necesarias las pruebas, los trabajos, la conquista, la devoción. Las almas se reconocen, se unen y se consumen en un mismo fuego, más allá del destino trágico. La prueba es obedecer al corazón. El compromiso surge del reconocimiento. Es el amor que en la India llaman de los «cantores celestes», una bendición del cielo que desciende sobre las almas despiertas y exige eterna fidelidad.

* En Trabajos de amor perdidos se narra cómo unos nobles pretenden cerrar las puertas del amor para entregarse a la austeridad, al estudio y la mortificación. El amor finalmente entra, rompiendo todas las barreras y exigiendo los más duros trabajos a aquellos que quisieron renegar de él. En esta obra aparece una de las mejores exposiciones de la naturaleza del amor en sí misma.

El personaje principal de esta obra es Berowne, ardiente, apasionado, de enorme penetración, lucidez mental, ingenio y gracia en la expresión. Francis Yates insiste en que el modelo de este personaje teatral es Giordano Bruno; (véase la similitud de nombres), quien precisamente, y en Inglaterra, en los mismos años, escribió sus Heroicos furores, que es un tratado del amor heroico y místico. Giordano Bruno y el autor de las obras de Shakespeare habrían coincidido en la corte de Isabel, y la impresión que causara el filósofo italiano en el dramaturgo inglés debió de ser profunda e indeleble.

Si, como antes explicábamos, Trabajos de amor perdidos es una de las comedias donde Shakespeare trata con más precisión el tema del amor en sí, el himno (no podemos dar otro nombre a este fragmento de la obra) que hace Berowne al amor es el corazón de la obra. Todos los rasgos del amor, todo su vigor como fuerza viva de la Naturaleza se hallan aquí palpitantes:

«De los ojos de las mujeres obtengo esta doctrina. Ellas son la base, los libros, las academias de donde brota el verdadero fuego de Prometeo (…).

Porque ¿existe en el mundo un autor capaz de enseñar la belleza como los ojos de una mujer? La ciencia no es más que un aditamento de nuestra individualidad. Allí donde estamos, nuestra ciencia reside también. Pues, cuando nos contemplamos en los ojos de una mujer, ¿no vemos en ellos, asimismo, nuestra ciencia? (…).

El amor, aprendido primero en los ojos de una dama, no solo no vive encerrado en el cerebro, sino que, con la movilidad de todos los elementos, se propaga tan rápidamente como el pensamiento en cada una de nuestras facultades y les infunde un doble poder, multiplicando sus funciones y sus oficios. Añade a los ojos una segunda vista de valor inestimable. Los ojos de un enamorado penetran más que los del águila; sus oídos perciben el murmullo más ligero, que escapa al oído receloso del ladrón; su tacto es más fino, más sensible que las tiernas antenas del caracol en su concha espiral; su lengua, más refinada que la del goloso Baco. Y en cuanto a su valor, ¿no es Amor un Hércules encaramándose de continuo a los árboles de las Hespérides? Sutil como una esfinge; tan acariciador y musical como el laúd del brillante Apolo, que tiene por cuerdas sus cabellos. Cuando habla el amor, enmudecen todos los dioses para escuchar la armonía de su voz. Jamás poeta alguno osó tomar la pluma para escribir, antes que a su tinta se mezclasen las lágrimas del amor. ¡Oh! Entonces es cuando sus cánticos embelesan los oídos más duros e infunden a los tiranos una dulce humildad. Tal es la doctrina que extraigo de los ojos de las mujeres, que centellean siempre como el fuego de Prometeo. Ellas son los libros, las artes, las academias, contienen y nutren al universo entero. Sin ellas, nadie puede sobresalir en nada».

JOSÉ CARLOS FERNÁNDEZ