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La sensibilidad gótica

La vieja Francia siempre ha producido en mí el reencuentro con una tierra singularmente bella; desde las abruptas peñas del «Midi» interior, sede de campesinos y caballeros, a los frondosos bosques y ricas tierras del entorno parisino. El primer lugar que visité fue París; allí, mis ojos de adolescente se impregnaron de los extraños símbolos que circundan la portada principal de Notre-Dame y de la majestuosidad tan personal que la catedral otorga a la «cité» abrazada por las aguas del Sena.

Al entrar en la catedral, por unos segundos, todo se oscurece, y el bullicio de la explanada queda silenciado. Poco a poco la luz comienza a correr sobre las losas; es como una ola suave que muere al llegar a la playa misteriosa de los rincones oscuros. La piedra exuda olor a humedad, incienso y cirios, ascendiendo por ella la fuerza de la tierra y transmitiéndola a las nervaduras de las altas bóvedas. El sol, desde el rosetón este, arde en sinfonía de colores produciendo haces luminosos, irisados como estelas de luz. La música de órgano vibra en la piedra, potenciando y difundiendo los sonidos por el espacio sagrado de la catedral.

La noción de arte gótico es poco clara, ya que no se corresponde con datos históricos o geográficos bien definidos, y los caracteres técnicos o formales no son constantes. Se trata más bien de un término convencional, aceptado en la actualidad por los historiadores del arte, pero que ha variado según sus intérpretes. Este término se aplicó a la arquitectura y arte bajomedieval por parte de algunos escritores del siglo XV (Manetti) y del XVI (Vasari), aunque más bien censuraban este tipo de arte. Moliére, por su parte, también habla del «insípido gusto de los ornamentos góticos». Ya en el siglo XVIII se vuelve a revalorizar el arte medieval, y el término gótico fue adoptado por los eruditos de los siglos XIX y XX. En la actualidad, las definiciones del gótico se fundan esencialmente sobre datos técnicos e iconológicos para los historiadores del arte, o bien sobre datos históricos, político-económicos y sociales para los historiadores medievalistas.

Cambio social y mental

En el año 1000 se produce en Europa un punto de inflexión; un cambio lento pero paulatino en las relaciones sociales. Es lo que los historiadores acostumbran a llamar «feudalismo». Este fenómeno, de gran amplitud, se originó en la época carolingia. El feudalismo sirvió de marco a la evolución económica en un nuevo orden.

El Occidente en el año 1000 es muy rústico. Frente a Bizancio y Córdoba, es excesivamente pobre y desprotegido; es un mundo salvaje y acechado por el hambre. Ningún campesino, cuando siembra un grano de trigo, espera cosechar más de tres si el año no ha sido demasiado malo; es la cantidad suficiente para comer pan hasta Pascuas. Luego, hay que contentarse con hierbas, raíces y alimento ocasional en los bosques o en la ribera de los ríos.

A partir del siglo XI, Europa comienza a emerger lentamente de la barbarie. Los gérmenes iniciales del llamado arte románico aparecen en el momento en que las incursiones de bandas escandinavas y de las estepas del este se detienen, y las abadías comienzan a no ser saqueadas. La población, además de escasa, seguía siendo en gran parte nómada. Los reyes, príncipes, señores, obispos y el numeroso séquito, viajaban permanentemente, ya que se trasladaban a lo largo del año de un dominio a otro para consumir sobre el propio terreno los productos. Todos los hombres, a partir del momento en que abandonaban la aldea de sus padres, eran tenidos por extranjeros, sospechosos, y se sentían amenazados, ya que se les podía quitar todo.

El gran arte en su conjunto era sacrificio; estaba más cerca de la magia que de la estética, siendo aquella uno de los caracteres más profundos que definen el acto artístico en Occidente entre el 980 y el 1130. Fueron los monjes quienes tomaron el control de la obra de arte, pues se habían transformado en los mediadores esenciales entre el hombre y lo sagrado.

La sociedad, en el siglo XI, se concibe como un reflejo de la ciudad de Dios. Todos los héroes de la cultura caballeresca fueron reyes, y los hombres de la época pretendían asemejárseles. De la monarquía dependió el nacimiento de la obra de arte. El hombre del siglo XI ve a su rey como un caballero, pero también como un sabio, y pretende que sepa leer en los códices; ya no se les permitió ser iletrados como lo habían sido sus antepasados los bárbaros.

Fue gracias al arte del libro como se transmitió la tradición del arte antiguo. En el año 1000 todo cambió, el arte hizo suyas las bellezas del mundo clásico consagrándolas a Dios. Este renacimiento inspiró la escultura cluniacense y preparó la renovación de la estatuaria monumental que se desarrolló a mediados del siglo XII, primero en Saint Denis y luego en Chartres.

Las escuelas y talleres de arte se establecieron en las iglesias reales o grandes abadías. Los centros de estudio verdaderamente activos siguieron siendo, como en tiempos de Carlomagno, los monasterios de Franconia y de las orillas del Rhin, así como las iglesias de la región del Mosa. En Francia, en el año 1000, los mejores maestros estaban en Reims, en el monasterio Fleury-sur-Loire, cerca de Orleáns, y en Chartres.

Paso del románico al gótico

El hombre del siglo XI vive en estado de miedo permanente. Por su parte, la Iglesia comienza a considerar que sus sacerdotes deben dar ejemplo de pobreza, castidad, renunciar al lujo caballeresco y echar a sus concubinas. Los monjes se convirtieron en los agentes de la redención colectiva; el monasterio intervenía como un órgano de compensación espiritual. Por esta razón se multiplicaron por todas partes y se volvieron tan prósperos. No se alaba a Dios sólo por medio de plegarias, hay que ofrendarle también belleza, ornamentos y una estructura arquitectónica perfecta.

Antes de 1130 los centros más importantes en la cultura occidental del nuevo arte no son las catedrales sino los monasterios. Estos crecían gracias al progreso continuo de las técnicas agrícolas. Por encima de todas las congregaciones del siglo XI se yergue, soberana, la Orden de Cluny. El imperio de Cluny fue erigido por san Odilón después del año 1000. La influencia cluniacense llegó a España siguiendo el Camino de Santiago y se estableció en el monasterio de San Juan de la Peña.

La renovación del monacato benedictino por los monjes negros de Cluny tuvo una amplia repercusión. Muchos monasterios, benedictinos o no, advirtieron las ventajas que la nueva situación comportaba para «buscar con íntimo ardor las maravillas de la comunicación constante con el cielo», y siguieron su ejemplo al querer reformarse. Muy pronto, el abad de Cluny se convirtió en «el papa negro», constituyendo una fuerza importante dentro de la Iglesia. Pero el espíritu renovador de Cluny sucumbió ante las grandes riquezas atesoradas en pocas generaciones. Paralelamente, Roberto, abad del monasterio benedictino de Molesmes, en la Champaña, intentando restablecer la regla de san Benito, se estableció hacia 1097-1098 en el solitario lugar de Citeaux (entre los ríos Bresse y Bourgogne). Así nació la Orden Cisterciense. Al principio, la nueva orden siguió el régimen abacial-monárquico tradicional de Cluny, fijándose la observación estricta de la regla, sin posibilidad de obtener tributos materiales, y señalándose la reunión de un capítulo general de abades en Citeaux todos los años para examinar conductas y decretar reprimendas. Pero pronto ese capítulo general fue el encargado de legislar y juzgar, convirtiéndose en un tribunal de apelación, y junto a la casa madre de Citeaux surgieron «cuatro hijas mayores» (abadías de La Ferté, Pontigny, Clairveaux y Morimond) que, a su vez, desarrollaron una gran obra expansiva tejiendo una red importante de filiales.

La reforma cisterciense es prudente. El nuevo monasterio rechaza del monaquismo tradicional únicamente aquello que lo ha corrompido; el rito se interioriza en lo más hondo. La cultura cisterciense lleva la impronta de los comportamientos caballerescos. La orden del Císter logró un gran empuje gracias a Bernardo de Claraval (1090-1153); fue él quien hizo entrar la caballería en el Císter, ya que su procedencia era de la nobleza media. Bernardo era el tercero de cinco hermanos y una hermana, por lo que fue dedicado a la Iglesia. Se educó en un cabildo de canónigos, en Chatillons-sur-Seine. Fue también cuando, a través de sus hermanos que se iniciaban en las armas, le llegó un poco de educación caballeresca. Todo esto modeló para siempre su visión del mundo.

Bernardo es un combatiente duro, un hombre de hazañas, de proezas contra Satán, siempre en pie de guerra. Lo que pretende es captar a los caballeros, hacerlos partícipes de su causa para mejorarlos. Espera que abandonen el defecto del orgullo, así como el amor a las vanidades que son los adornos. Bernardo hubiera sido un caballero magnífico, mas no fueron las armas lo que ejerció. Estudió en Chatillon gramática y retórica, así como latín, la lengua de Dios, que llegará a dominar. Para él el instrumento más útil no es la razón, sino la voluntad trabajando sobre la memoria. Piensa que todo arte está fundado sobre la palabra, el verbo lo es todo. Quien quiera comprender la creación artística forjada por la Orden del Císter debe recordar constantemente el lugar central que ocupaba la Biblia en el espíritu de los religiosos. Para san Bernardo y para Suger (abad de Saint Denis), la función de la obra de arte es la misma: «hacer surgir el espíritu ciego hacia la luz». Por lo tanto, el arte es un instrumento de renacimiento, de reforma en el interior del hombre. Suger fue, tal vez, después de 1130, el más activo artesano; en todo caso, es el creador del arte que llamamos gótico.

El arte de las catedrales significó en Europa el renacimiento de las ciudades, que durante los siglos XII y XIII crecieron sin cesar. Después de una muy larga etapa de silencio, se fueron transformando en los principales centros de cultura. La mayor parte de los señores trasladaron su residencia del campo a la ciudad.

El nuevo arte fue reconocido por sus contemporáneos como «el arte de Francia»; su centro de irradiación fue de París hacia Chartres y Soissons. Este arte urbano que culmina en París bajo las formas denominadas góticas aparece como un arte real; sus temas centrales celebran la soberanía de Cristo y la Virgen. En esta época se afirma el poderío de los reyes, que se liberan de la presión feudal.

JULIA LORENZO

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