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Un músico llamado Leonardo

M.ª ANGUSTIAS CARRILLO DE ALBORNOZ

La obra de Leonardo tiene en toda la diversidad de sus manifestaciones ese trasfondo espiritual del arte musical, el más sutil e inasible de todos, como el “sfumatto” de su pintura con sus atmósferas etéreas de luz y de sombras.

De todos los personajes protagonistas del Renacimiento italiano que, ciertamente, fueron muchos y muy grandes, Leonardo da Vinci es sin duda el más conocido popularmente y del que más se ha escrito y hablado, tomándolo siempre como el modelo, como la síntesis del genio y del artista, del hombre universal que encarnó el ideal renacentista.

Su vida comienza el año crucial de 1452, cuando los turcos toman Bizancio, y termina en 1519, poco antes del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V. Cubre por tanto, casi por completo, el período 1452-1527, considerado el más importante y fecundo del Renacimiento italiano. Leonardo es, según Walter Pater, “la encarnación del sueño antiguo y el símbolo de la edad moderna”.

Son muchas sus facetas creativas y la obra de Leonardo merece ser reinterpretada permanentemente para poder ahondar, sobre todo, en el desarrollo y la evolución de su pensamiento filosófico, ejemplo irrepetible de la fertilidad y libertad de pensamiento del espíritu renacentista, en esa época deslumbrante que fue el Cinquecento florentino bajo la tutela de los Médicis. Allí inicia Leonardo su educación en el famoso taller de Andrea Verrocchio, aprendiendo no solo dibujo y pintura, sino que además adquiere formación en el alzado de planos, el tallado de la piedra y la fundición del bronce, aprendiendo también a construir canales, fortificaciones y todo tipo de artefactos.

Habiendo adquirido muy pronto una vasta cultura e inspirado por su desbordante imaginación, se marcó como objetivo representar en sus obras el alma de las cosas. Quería encontrar esa “fuerza” interna que las movía, “esa potencia invisible, esa virtud espiritual”, como él la llamaba, que era a la vez impulso y poder de organización y evolución de las formas dentro de la extraordinaria armonía de sus leyes matemáticas, que tanto admiraba y trataba siempre de respetar impregnando todo lo que hacía. Si bien tocó todas las ramas del arte, sus preferidas fueron siempre la música y la pintura, a las que consideraba “hermanas”. Y es precisamente una de esas facetas suyas, la musical, a la que hoy quiero dedicar mi estudio, por ser quizá una de las más olvidadas, a pesar de que se tiene constancia de sus éxitos como cantante y gran virtuoso de la lira y el laúd. Fue también un hábil constructor de instrumentos, con los que acompañaba sus poemas e improvisaba canciones.

Leonardo músico

Desgraciadamente, no se ha encontrado ninguna de las composiciones musicales que creara Leonardo, ni sabemos siquiera si llegó a dejar escrita alguna de las muchas que improvisaba, pero sí nos consta que ejerció como músico en la corte de los Sforza mientras estuvo al servicio de Ludovico el Moro, y que, cuando llegó a Milán, ya dominaba a la perfección la lira y el laúd. Es muy probable que Leonardo aprendiera a tocar estos instrumentos de oído, debido a su gran afición y su buena voz para cantar, y que lo hiciera simplemente practicando en solitario o con sus camaradas, sin un maestro conocido, aunque es muy posible que uno de estos compañeros de juventud, Atalante Migliorotti, buen cantante y músico de profesión, pudiera haberle enseñado durante su estancia en Florencia las bases de la teoría musical. Se sabe de cierto que entre sus libros preferidos estaba El arte de la música, un completo tratado escrito hacia el año 1025 por Guido d’Arezzo, un benedictino erudito de gran fama como teórico musical, al cual se atribuyen numerosas innovaciones en la escritura medieval, que fueron el origen formal de nuestras partituras clásicas. A Guido se le adjudica la creación de las claves y de las cuatro líneas de la pauta de la época. Guido le dio valor a los espacios comprendidos entre ellas, con lo que se economizaba espacio; perfeccionó el sistema de colores de las notas e impulsó la enseñanza del canto, así como un tímido inicio de polifonía mediante el uso de las armonías básicas. Estudió en el monocordio inventado por Pitágoras; fue también el que dio nombre a las seis primeras notas de la escala, el llamado “hexacordo”, que correspondería a nuestra octava actual, utilizando para ello las sílabas iniciales de los versos del célebre himno en latín dedicado a san Juan Bautista UT queant laxis Resonare fibris.

Contemporáneo y amigo de Leonardo cuando este se traslada a vivir a Milán fue otro gran músico: el holandés Josquin des Prés (1450-1521), discípulo de Ockeghem y viajero constante entre Flandes e Italia, en donde pasaba largas temporadas integrándose en la pléyade de humanistas, poetas, oradores, historiadores, filólogos, pintores, arquitectos, músicos y geómetras que se reunían en Milán en la corte de los Sforza, en la que Ludovico el Moro rivalizaba con Lorenzo el Magnífico. Tanto Luca Pacioli, el geómetra investigador de la “divina proporción”, como Josquin des Prés, el compositor más célebre e innovador de la primera mitad del s. XVI, debieron de impactar con sus obras a Leonardo, que colaboró con ellos en estos años de su estancia en Milán, ilustrando con sus dibujos de los sólidos platónicos la obra de Pacioli y organizando paradas, espectáculos y celebraciones musicales públicas a las que tan propensos eran los hombres del Renacimiento.

Con Josquin des Prés, la música cobra una fuerza expresiva de la que hasta entonces carecía, impregnado del espíritu humanista italiano, al que prefiere en lugar del estilo flamenco, de gran refinamiento pero algo artificioso, pues lo que intentaba poner de manifiesto era la sabiduría contrapuntística del autor, que se veía forzado a hacer una música puramente técnica, falta de la emoción y afectividad humana que apuntaban las nuevas tendencias renacentistas. Josquin queda seducido por el encanto del estilo italiano y supera el carácter medieval de la música basada en reglas abstractas, dejando fluir su imaginación con absoluta libertad. Su obra tiene una gran elegancia cantable, pues en ella se empieza también a prestar atención al texto poético, que se canta intentando representar su sentido mediante un simbolismo musical.

En 1489, y con motivo de la boda de Isabel de Aragón, princesa de Nápoles, con el sobrino de Ludovico el Moro, se organizó en Milán un espectáculo llamado “Paraíso”, que dirigió y escenificó Leonardo. Era una representación del cielo, en forma de esfera colosal; cada planeta, personificado por el dios que lleva su nombre, daba una vuelta entera y, llegando delante de la novia, cantaba unos versos compuestos por Bellincioni; la música, según se ha descubierto recientemente, era el “Fama malum” de Josquin des Prés. Esta deslumbrante puesta en escena con el arte y el ingenio de Leonardo puede considerarse, casi un siglo antes del “Orfeo” de Monteverdi, como la primera ópera moderna, con libreto de Bellincioni y música de Josquin. La faceta de Leonardo como escenógrafo, de la que también se benefició más tarde el rey de Francia, Francisco I, es precursora de los grandes montajes que imaginaría siglos más tarde Richard Wagner para sus espectaculares representaciones en la Festpielhaus de Bayreuth. Como era un maravilloso inventor y árbitro de toda elegancia (dice un contemporáneo suyo), sobre todo en las diversiones del teatro, y como cantaba admirablemente acompañándose de su lira, plació sobremanera a todos los príncipes.

Desde su posición como músico, ingeniero y pintor ducal, Leonardo dispone en Milán de medios suficientes para cumplir sus más ambiciosos proyectos, de “ordenar a la mano –como él mismo decía– todo lo que el ojo y la mente imaginen”, y no se pone límites, por cierto. Todo cuanto toca lo transforma en belleza y eficacia, ya sea la pared del refectorio de Santa María, donde pinta su famosa Última cena, como la estatua ecuestre de Francesco Sforza, que tampoco llegó a fundir en bronce y cuyo prodigioso modelo en yeso, según los que tuvieron la fortuna de admirarlo, fue destruido por los franceses en 1499; o como cualquier festejo improvisado para las celebraciones a las que tan aficionado era el Moro, y en las que Leonardo siempre se distinguía como principal organizador, músico y cantor.

Conviene recordar que el primer contacto de Leonardo con Ludovico el Moro cuando decide instalarse en Milán en 1482 en la corte de los Sforza es, curiosamente, a través de la música. “Tenía treinta años cuando Lorenzo el Magnífico le envió al duque de Milán acompañado por Atalante de Migliorotti para ofrecerle una lira”, comenta uno de sus biógrafos. Leonardo tuvo una entrada espectacular en la corte en compañía de su amigo el músico Migliorotti, regalando al duque, gran aficionado también a la música, la lira de plata que él mismo había diseñado dándole forma de cráneo de caballo, con lo que consiguió darle una musicalidad y resonancia perfectas. Ludovico, entusiasmado con el precioso regalo, convocó rápidamente un torneo musical y Leonardo, que poseía una voz profunda y maravillosamente timbrada, cantó improvisando sus propios poemas acompañado de la ya famosa lira y dejando muy por debajo al resto de los músicos milaneses que habían acudido al espectacular torneo. Desde entonces, y tras conocer sus múltiples habilidades y su inteligente arte para conversar, el duque concibió por él una admiración sin límites y una fidelidad hacia su huésped que perduró hasta su muerte.

El alma de la música

La obra de Leonardo tiene en toda la diversidad de sus manifestaciones ese trasfondo espiritual del arte musical, el más sutil e inasible de todos, como el “sfumatto” de su pintura con sus atmósferas etéreas de luz y de sombras. Ya sabemos, como recogió Guido d’Arezzo en sus obras sobre la teoría de la música, que la correspondencia entre longitud e intervalo musical es básica para la filosofía pitagórica, puesto que Pitágoras fue quien tradujo a notas musicales las diferentes longitudes de una cuerda en su monocordio, estableciendo las armonías de las leyes matemáticas y las proporciones áuricas por las que se ha regido nuestra música occidental, y haciendo que la música fuera para la cultura griega la esencia de la filosofía. Así la entendió Leonardo y así la habían entendido los grandes sabios de Egipto, en cuya cultura bebieron los griegos. Decía M. Ficino en una carta a su amigo Francesco Musano: “No te sorprendas, Francesco, de que combinemos la medicina y la lira con el estudio de la teología. (…) El cuerpo es en verdad curado por los remedios de la medicina, pero el alma, que es vapor aéreo de la sangre y ligamen entre cuerpo y espíritu, se templa y alimenta por olores, sonidos y canción”. Para los sacerdotes egipcios, medicina, música y misterios eran uno y el mismo estudio. ¡Ojalá pudiéramos dominar este arte natural egipcio con tanto éxito como tesón ponemos en ello!

Con su interés por la psicología humana, Leonardo transmitió en su obra todo el humanismo renacentista, materializando en sus formas el Discurso sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola, verdadero manifiesto del Renacimiento. Por primera vez, desde los griegos, el arte se propone representar la expresión humana: el estado de ánimo de la persona se hace motivo de arte, y tal reconocimiento del valor del individuo supone una ruptura con el mundo medieval cristiano, en el cual toda expresión artística, y sobre todo la pintura y la música, estaban al servicio de un propósito simbólico religioso y sus temas eran, cuando incluían figuras humanas, alegorías despersonalizadas, hieráticas, bellísimas algunas, sí, como podían llegar a ser el canto gregoriano o las pinturas de Fray Angélico, pero carentes de las pasiones que agitan al ser humano. Fue Leonardo quien dio vida a la pintura con la “magia de la expresión”, y ojalá que los músicos de hoy trabajaran de nuevo con aquella profundidad, respeto y profesionalidad con que lo hizo nuestro genio, para reencontrar de nuevo el alma de la música, pues, como afirmaba san Isidoro en sus Etimologías, “Un conocimiento perfecto es imposible sin la música, ya que nada existe sin ella; porque incluso el universo mismo ha sido organizado conjuntamente con una cierta armonía sonora y los mismos cielos giran alrededor de esa armonía”.

Bibliografía:

Luis Racionero. El desarrollo de Leonardo da Vinci. Ed. Plaza & Janés. Barcelona 1986.

Michael White. Leonardo, el primer científico. Plaza & Janés Editores, S.A. Barcelona 2001.

Diccionario Oxford de la Música. Edhasa/Hermes/Sudamericana. Buenos Aires 1964.

J. Torres, A. Gallego y L. Álvarez. Música y sociedad. Real Musical, S.A. Editores. Madrid 1976.

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