Los retos del voluntariado social
Autor: Luis A. Aranguren Gonzalo
El voluntariado social es un fenómeno que día a día va cobrando mayor fuerza. Y sabemos que la fortaleza de una realidad social no depende tan sólo del número de personas o de grupos que la secundan sino del grado de cambio social que logran realizar, influir o canalizar. Ciertamente pueden existir -y existen- formas de voluntariado que nada tienen que ver con cambios sociales: el voluntario que enseña un museo o el jubilado-voluntario que ayuda a regular el tráfico a la puerta de los colegios. Este voluntariado cultural, deportivo, hasta podríamos llamarlo cívico es legítimo. Sin embargo, el voluntariado de acción social es heredero de una solidaridad radical que se hermana con dimensiones esenciales del ser humano y de la convivencia entre las personas y los pueblos.
Quien trabaja como voluntario con las personas sin hogar, con jóvenes próximos a la exclusión social, con inmigrantes o con prostitutas sabe que su gota de agua solidaria ha de englobarse en una búsqueda de cambios sociales amplios, aunque sean lentos; sabe que su aportación ha de sumarse a la búsqueda de condiciones de vida justas para quienes más sufren la tragedia de un tipo de sociedad excluyente y despersonalizadora.
El voluntariado es la expresión de una forma concreta de vivir la solidaridad que tiene su residencia en el acontecimiento del encuentro radical con la persona que sufre, que se descubre orillada en los márgenes de la sociedad y que vive lejos del ejercicio de su derecho al empleo, a la cobertura sanitaria, a la educación o a la vivienda. De esta forma, el voluntariado de acción social se asemeja a un colchón solidario que permite no hundirse a las personas excluidas; pero, con ser importante, el voluntariado ha de proyectarse igualmente como vehículo de transformación social y de incidencia real en las políticas sociales en favor de los más desfavorecidos.
El voluntariado de acción social nace de una determinada manera de ver la realidad. Siguiendo a Benedetti, todo depende del dolor con el que miramos a lo que se nos pone delante de nuestros ojos y de nuestra vida. Desde esta mirada, nada humano nos es ajeno. Aquí acontece la primera fuente de donde mana la acción voluntaria. Ser voluntario no es primeramente un acto de bondad, sino un acto de humanidad. Las personas somos constitutivamente realidades sociales; desde nuestro nacimiento el encuentro con los demás constituye el ámbito propicio para el crecimiento personal y para reordenar nuestros mundo vitales.
En segundo lugar, el voluntario cuenta en su haber con una convicción de partida: no estamos condenados a que las cosas sean como nos las encontramos día tras día; las cosas pueden ser de otro modo. El voluntario, así, se enfrenta a ese clima cultural que vivimos que abona la ideología de lo inevitable, la ideología que proclama que quien cae en la exclusión está ahí y no le demos más vueltas; por el contrario, el voluntario se siente responsable de un mundo que no le gusta y que no tiene por qué repetir. No estamos condenados al inmovilismo sino, al contrario, nos encontramos abocados al cambio, a la transformación social.
Con estos dos materiales primeros, la conciencia de que somos seres sociales y que la realidad social es siempre modificable, el voluntario actúa desde una característica que le marca con fuerza: la gratuidad. En una primera aproximación la gratuidad se puede entender como realizar una acción sin recibir a cambio compensación económica alguna, o dar gratis lo que uno ha recibido gratis. Y esto está bien, pero es insuficiente. La gratuidad se sumerge en la experiencia del encuentro personal con quien sufre. Esto es más que tener interés por otros; en nuestra sociedad de consumo nos acostumbramos con frecuencia a interesarnos por las desgracias ajenas de quien aparece en el televisor. El encuentro con el otro excluido no es tangencial sino nuclear y no admite suplencias.
El encuentro con el excluido, en efecto, enciende en el voluntario una chispa que destartala nuestro equipaje mental y actitudinal. La chispa encuentra en la compasión el camino de ida hacia la realidad personal, familiar, ambiental y estructural del excluido. Pero la chispa ha de propagarse en el camino grupal, comunitario y estructural que tiene en la justicia la meta de la acción voluntaria. Se podrá ser voluntario de dos horas a la semana o de veinte; lo importante será la trayectoria y el sentido de la acción voluntaria. De esta forma podemos concluir que la acción voluntaria no radica tanto en la acción individual cargada de generosidad sino en la acción colectiva de un grupo de personas que trabaja en la dirección de desarrollar redes de solidaridad efectivas que dinamicen el tejido social de nuestros barrios.
Evidentemente este tipo de voluntariado de acción social, que tiene en la justicia hacia los excluidos su punto de mira, puede que sea a veces molesto y poco grato a los ojos de los poderes públicos. En este momento, además, hemos de estar atentos a los retos que desde múltiples instancias se plantean en el mundo del voluntariado social.
El mundo del voluntariado, que en tiempos bien recientes era considerado mero apéndice del Estado que llegaba donde éste no podía llegar, vive en la actualidad un momento dulce y aparece radiante en los medios informativos, se le cita continuamente desde los poderes públicos y es seducido cotidianamente por las fuerzas del Mercado. Ciertamente, la solidaridad no es cosa de héroes ni se ve reducido a un solo campo de actuación; el mundo del voluntariado ha de encontrarse y dialogar tanto con las Administraciones Públicas como con aquellas parcelas del Mercado que en verdad quieran ser solidarias tanto hacia fuera como hacia dentro de sus propias empresas. Pero el diálogo y la negociación no debe culminar en la sumisión y en la pérdida de credibilidad cuando lo que intentamos defender es la vida digna de los últimos.
Existen grupos de voluntarios trabajando en barrios marginales que, ante la progresiva domesticación del voluntariado desde las leyes y la publicidad de voluntariado «ligth» que se ofrece desde los medios de comunicación, deciden darse de baja de esto del voluntariado. Se sienten «militantes» y no tapagujeros del sistema. Ahora bien, ciertamente estamos asistiendo a la «muerte» de una cierta forma de entender la militancia: aquella que se basa en la entrega absoluta, la disponibilidad sin límite, la renuncia y casi el heroísmo; hay que estar atentos a la nueva sensibilidad solidaria que no niega la realización personal ni renuncia a los espacios de descanso en medio de la autopista del vertiginoso trabajo cotidiano. La dicotomía o voluntario o militante me parece hoy fuera de lugar. Tan peligroso es caer en un voluntariado «ligth» que atonta conciencias como desear regresar a una elitista militancia de escogidos. Por el contrario, la acción voluntaria se alimenta tanto de las distancias largas que esbozan la utopía necesaria como de las distancias cortas que se expresan en la proximidad y el valor de lo concreto, por pequeño que sea.
El voluntario no nace, se hace. El voluntariado no tiene exclusivamente su punto de mira en la tarea que se debe realizar sino en la persona voluntaria. Estas dos cuestiones acrecientan la necesidad de que las organizaciones sociovoluntarias, las pequeñas y las grandes, abordemos la realidad del voluntariado desde la creación de itinerarios educativos donde la acogida, la formación , la experiencia en la acción, el acompañamiento personal y/o grupal y la propia organización del voluntariado tiene su clave de comprensión en el crecimiento de los voluntarios, en la posibilidad de que sus actitudes, acciones y compromisos crezcan y se desarrollen con el tiempo.
El 2001, en el que se celebra el Año Internacional del Voluntariado, puede ser ocasión para la banalización, domesticación e instrumentalización del voluntariado, que rinde pleitesía a la moda solidaria que fabrica voluntarios sin raíces y sin horizontes, o tal vez nos encontremos ante un año que nos ofrece como una oportunidad para reflexionar y volver sobre las raíces de una realidad tan dada a las manipulaciones y a las facilonas alabanzas. Por eso, vengo proponiendo que este año sea el año del RE: re-situar, re-pensar y re-crear el voluntariado. Veamos.
Re-situar al voluntariado en un espacio social que tradicionalmente se vive en conflicto. Para unos el voluntariado es la mano amiga de los técnicos contratados, los ayudantes de los que «oficialmente» saben. Para otros, el voluntariado ha de ser el «santo y seña» de los proyectos y acciones, de manera que de ellos han de emanar las decisiones principales en las organizaciones de voluntariado. En ambos casos se legitima una ideología perversa. El voluntariado ha de resituarse en la acción que comparte en el seno del mismo equipo de trabajo con otras personas contratadas y con las que realiza una misma acción diversificada en actividades, momentos y especifidades diferenciadas y, al tiempo, complementarias.
Re-pensar , en segundo lugar, el voluntariado en tanto que las raíces de su acción se hermanan en otros gestos de carácter solidario que viven otras gentes y grupos que también trabajan por la paz, por la justicia y la igualdad. Pensemos que el voluntariado se ha identificado en muchas ocasiones como la expresión más genuina de la solidaridad. Y en mi opinión, se trata de una forma, ni mejor ni peor que otras. El voluntariado participa de la construcción de una solidaridad en la que se encuentran grupos movimientos, asociaciones y personas que no necesariamente pasan por la experiencia del voluntariado.
Por último, Re-crear el voluntariado desde la experiencia de que en estos nuevos tiempos los voluntariados no funcionan solos, sino que deben crearse itinerarios educativos que les permitan transitar por procesos formativos que nazcan de la acción y reviertan a ella enriquecida. En estos procesos se deberán vincular los momentos tradicionales de formación inicial o formación específica, con oros elementos de carácter informal, que tienen en el acompañamiento personalizado su elemento clave.
Las personas y los grupos de voluntarios están de enhorabuena, porque nos hacen creer que es posible cambiar las cosas, y que no estamos condenados a pensar que «ya nada se puede hacer». Al contrario, el voluntariado expresa un «nosotros queremos» que camina por la senda de la posibilidad que se esconde tras cualquier realidad, por dura que ésta sea.
* Luis A. Aranguren Gonzalo es responsable del programa de voluntariado de Cáritas – España
Extraído del Centro de Colaboraciones Solidarias.
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