LAS CRISIS HUMANAS

COLOMA

Desde el punto de vista psicológico, uno de los símbolos más frecuentes para representar la existencia humana individual en su devenir es el del camino. Sin embargo, hay caminos y caminos. Los hay llanos como si siguieran una interminable línea a través del desierto, y casi inexpugnables, como si fueran una mezcla de desfiladero pedregoso y selva tropical enmarañada. Así, los caminos simbólicos tendrán todas las variedades posibles de los caminos de la realidad, los que constituyen los senderos físicos; y habrá tantas posibilidades simbólicas como diferencias hay en las rutas a través de los paisajes del mundo, siendo en el universo interno cada posibilidad, cada ruta, un símbolo que alude, que explica, que refiere analógicamente un modo de ser y de sentir del ente humano.

Al hablar de los caminos, tenemos que tomar como ejemplo un camino típico, una especie de camino simbólico que no será ni demasiado liso ni demasiado accidentado, porque la verdad es que ambos extremos no son representativos; pero sí con los escollos suficientes como para hacer entretenida la marcha. Y de eso se trata: de los inconvenientes que se le presentan al caminante a su paso, en forma de obstáculos, encrucijadas, pantanos, pendientes, precipicios, señales equivocadas, calor o frío.

Todos estos escollos de la ruta que nos obligan a detenernos, que nos impulsan a estudiar el modo de superarlos, desde el punto de vista psicológico constituyen situaciones críticas. En psicología, cada una de las circunstancias que irrumpen en nuestro transcurrir vital, psicológico y existencial, cerrando situaciones y abriendo un abanico de posibilidades de experiencia y acción de las que puede resultar un mayor grado de experiencia, madurez, seguridad interna y en ocasiones conciencia, según el enfoque que se les dé, aproximación y solución, se llama crisis.

¿Qué es una crisis?

La teoría de las crisis enfoca al ser humano desde un punto de vista dinámico, en interacción consigo mismo, con sus semejantes, con las cosas y con el mundo en general, de modo que permanentemente entra en situaciones de conflicto que debe superar. No es una aproximación al ser humano desde la psicopatología, sino que esta puede sobrevenir como fracaso en la resolución de las crisis. La teoría de las crisis supone entender al hombre con un criterio activo, de movimiento, cambio y transformación.

Una crisis es un punto crucial a lo largo del desarrollo evolutivo humano, como ser vivo, emocional, racional y social; y que obliga a la persona a una readaptación intrapsíquica y psicosocial como consecuencia de las alteraciones producidas y de los factores introducidos por la misma crisis.

La crisis siempre señala dos direcciones: hacia el futuro o hacia el pasado. Se sitúa como una puerta abierta hacia el cambio, entre la estabilidad de lo conocido y la situación nueva, y plantea básicamente dos movimientos: estabilidad e inestabilidad, seguridad e inseguridad.

Las crisis son inevitables. Las propias características del proceso de desarrollo y maduración humanos nos impelen forzosamente a momentos o períodos críticos.

No se puede precisar la duración de una crisis, que dependerá de la magnitud de la misma y a qué esfera de la persona o de la personalidad afecte y la intensidad de la afección. Así, un período crítico puede oscilar entre algunos minutos o algunos años de nuestra existencia.

Desde el punto de vista evolutivo, las crisis operan simbólicamente a la manera de escalones que unen el continuo vital, de forma que cada situación condiciona la siguiente. La no resolución de las alternativas y alteraciones producidas por un período crítico influyen en la permanencia del mismo, en la dificultad en el abordaje de los siguientes y, por supuesto, en la fragilidad de la personalidad global.

Existirían grandes y pequeñas crisis. Las primeras suponen un replanteamiento de la orientación interna o externa del sujeto, mientras que las segundas son pequeñas alteraciones en una faceta, un rasgo, una actitud o una circunstancia de la persona.

Toda situación crítica exige una gran cantidad de energía, por lo que la disponibilidad energética de la persona para otras tareas disminuye, ya que esta se concentra en atender lo urgente.

Una crisis puede provocarse por situaciones internas o externas al sujeto. Las situaciones internas pueden deberse a alteraciones biológicas, como las enfermedades, variaciones biológicas, los cambios vitales de crecimiento y desarrollo, etc. Como en el ser humano no podemos hablar de una dicotomía corporal y mental, so pena de escindir a la persona, cada alteración somática tiene una repercusión psicológica, más aún cuando, como las citadas anteriormente, pueden incidir de un modo tan total en la vida futura del individuo. Otro tipo de situaciones internas pueden tener su origen en emociones (el enamoramiento, por ejemplo), pensamientos, ideologías, etc., que produzcan una toma de conciencia y, por tanto, una posibilidad de cambio.

Las situaciones externas generadoras de momentos críticos pueden provenir de alteraciones en el medio social inmediato, ya sea el ambiente familiar (variaciones por ausencia de un familiar, cambio de estado por matrimonio, muertes, etc.), el campo laboral (por alteraciones en las condiciones de trabajo –ascenso, despido, paro–), etc. Nuevamente, quiero resaltar la interdependencia bio-psico-social en el ser humano, y cómo una situación crítica desencadenada en una esfera determinada puede repercutir en las restantes.

En una crisis-tipo existen una serie de momentos clave que se repiten habitualmente:

1.º) Incidencia del desencadenante. Aparición del mismo en el campo vital del sujeto. Esta aparición puede ser súbita o previsible, comenzando a alterar las condiciones habituales de la persona.

2.º) Fase de sorpresa o estupor caracterizada por el desequilibrio, que puede ser tanto externo como interno, y posterior incremento de los mecanismos de defensa ante la situación nueva; puede aparecer cierta sintomatología psicológica o psicosomática (angustia, tensión, depresión, insomnio, etc.).

3.º) Intento de resolución y de adaptación a la circunstancia conflictiva, con las consiguientes evaluaciones del conflicto, alcance del mismo y variaciones posibles. Paralelamente, se da una elaboración emotiva, es decir, “digestión del proceso de cambio”, con objeto de integrarlo en la conciencia.

En este sentido, el recuerdo, la asociación con otras circunstancias ocurridas anteriormente o conocidas de algún modo, el aprendizaje previo obtenido de esas circunstancias, la ambivalencia entre distintos afectos o distintos pensamientos, los deseos, las emociones de pena, alegría, rabia, etc., y sus ligazones con las ideas y recuerdos correspondientes, la alternancia de unos y otros y, en fin, todos aquellos factores que constituyen la movilidad intrapsíquica son elementos del trabajo interno.

4.º) Es posible que durante este trabajo exista una regresión dinámica al pasado, y a estadios ya superados, utilizando mecanismos o recursos pertenecientes a otras épocas evolutivas. Este estado puede convertirse en estable en el caso de fracasar en la resolución del conflicto, incrementándose la angustia, reactivándose conflictos similares, apareciendo franca sintomatología y patología psíquica declarada.

5.º) Por el contrario, puede darse una aceptación del cambio, superación de la dificultad, asunción de lo perdido y de lo nuevo y del significado común a ambos, integración de la experiencia en la conciencia, adaptación de los elementos de la personalidad implicados en la situación que plantea la crisis; y, por tanto, aparición de nuevas perspectivas vitales, con el consiguiente aprendizaje, fortalecimiento y maduración de la personalidad. Simbólicamente hablando, se habría salvado un escollo o completado una etapa del camino.

Desde el punto de vista existencial, las crisis nos enfrentan a la imposibilidad de la seguridad, a no ser que esa seguridad sea la del movimiento y, por tanto, la de la incertidumbre. Psicoanalíticamente hablando, las crisis son dolorosas porque nos reflejan la imposibilidad de la totalidad, de la totalidad de la estabilidad y la totalidad de la plenitud. En última instancia, las crisis obligan a retomar una y otra vez el tema de la pérdida, la separación; instalan al individuo en el bamboleante camino medio entre una época y otra, entre uno y otro estado, con sus hábitos, creencias, sensaciones, esperanzas; algunas quedarán atrás, en nuestro pasado, en nuestra historia, otras se abrirán para nosotros en el ahora con la nueva etapa.

Por otra parte, cada crisis porta en su núcleo un mensaje, una enseñanza. Abriéndonos a ella conseguimos utilizar de modo positivo los accidentes que jalonan nuestro transcurso por la vida.

Algunos autores clasifican las crisis humanas en vitales y existenciales; las primeras estarían más relacionadas con el ciclo vital de los individuos, con el desarrollo evolutivo, que podría señalarse mediante una serie de etapas correspondientes a una edad cronológica concreta. Las crisis existenciales pueden acompañar a las crisis vitales, o pueden aparecer en cualquier período de la existencia con motivo de las circunstancias internas o externas señaladas anteriormente.

A continuación ofrecemos un esbozo de las crisis más comunes en los seres humanos, sin distinguir especialmente entre crisis vitales y existenciales, ya que unas y otras pueden ser mutuamente desencadenantes, y ambas conducen a la renovación y al crecimiento o al lastre de la inmadurez si no se las ha superado positivamente.

La primera crisis humana es la del nacimiento. Biológicamente nos sitúa entre la vida y la muerte, y psicológicamente en el camino de la libertad. Por sus características especiales de pérdida de la unidad con la madre, inicio de principales funciones fisiológicas, comienzo de la autonomía y del devenir personal del individuo, será el prototipo de futuras situaciones de crisis, ya que en este momento empieza la cuenta de nuestro camino de separación-diferenciación-individuación.

La próxima crisis aparece cuando estamos algo más integrados psicológicamente. Después del parto, se prolonga nuestro estado de no diferenciación entre el exterior y el interior, aprendemos a incorporar el mundo a través del filtro de la presencia, contacto y cuidado maternos y a sentar nuestros cimientos como personas. Una vez que la interrelación entre nuestras emociones y el vínculo con la madre han posibilitado una cierta integración del psiquismo podemos percibir el exterior (la figura materna y, a través de ella, el exterior también integrado). Esto implica haber logrado una cierta seguridad en el mundo y en nosotros. En ese momento aparece una crisis de separación normal y propia de la edad, que implica sentirnos “distintos” de nuestra madre. De cómo transcurra esta etapa de separación y de cómo se finalice, dependerá en un futuro el enfrentamiento y resolución de situaciones de pérdida y separación. Digamos que toda primera infancia es casi una sucesión continua de períodos críticos, cuyo afrontamiento es inexorable y decisivo para la posterior evolución del ser humano. Los psicólogos infantiles y los que se dedican a la psicología evolutiva señalan diferentes etapas y subetapas, en las que, por la interacción del niño con las figuras parentales y con su mundo, se va consolidando su ser individual.

La adquisición de elementos y la evolución de los vínculos con la madre, que tendrían que ver con el desarrollo de la individuación, van acompañadas, entre cosas, de la noción de los límites, la internalización de las normas, los fundamentos de la propia identidad y las nuevas pautas de relación con los otros (proceso de socialización). Todos estos aspectos se interaccionan en un nuevo período crítico fundamental: la aparición del tercero, que separa al hijo de la madre, en forma de figura paterna o sustituto.

En esta época, la crisis viene marcada por una serie de afectos ambivalentes entre uno y otro progenitor, que finalizará con la adquisición de identidad sexual, la consolidación de las propias aspiraciones ideales, de la instancia de autocrítica proveniente, en principio, de los usos, costumbres y leyes sociales y de los padres, que el niño ha hecho propios con su particular visión del asunto. Tras esta etapa, la siguiente vendrá caracterizada por una cierta tranquilidad emocional, facilitando que las energías puedan derivarse hacia lo intelectual y el mundo del aprendizaje.

Otros tipos de crisis, en este caso externas, como el cambio de domicilio, la escolarización, la aparición de los hermanos, introducen en el niño nuevos factores de conmoción.

La pubertad es el nuevo período crítico vital, que influye en el ser humano como un todo. Junto con el cambio hormonal provocado por la maduración sexual, hay un despertar de las emociones en relación consigo mismo, los demás y la vida en general, reviviéndose como en recapitulación anteriores etapas, y aflorando posibles conflictos que se arrastran sin resolver. De alguna manera, el cuestionamiento, desequilibrio y posterior renovación abarcan a la persona en su conjunto. Frente a la consolidación del proceso de separación, juega un papel importante la autoestima, fruto de la confianza adquirida en la propia historia, que influirá en la integración de la imagen corporal, etc. Elementos críticos en este período, y relacionados con todo lo anterior, están las características de la amistad, bien a nivel individual, en pandilla o en grupo de amigos, los hechos que intervengan en la adquisición o cuestionamiento de las ideologías, el enamoramiento, etc., además de los ya señalados anteriormente, en forma de accidentes, pérdidas o cambios.

Las crisis siguientes entrarían dentro de las llamadas “crisis de la edad adulta”, y que generalmente se han clasificado en torno a diversas edades (crisis de los veinte años, de los treinta, de los cuarenta, etc.), de acuerdo con la “época” en que estadísticamente se presentan con mayor frecuencia. Pero, en realidad, dependen en su manifestación de la trayectoria previa del sujeto, del tipo de cultura en la que viva y del momento social por el que esté pasando el país al que pertenece.

Por ejemplo, en torno a los veinticuatro años, la persona se enfrenta a la capacitación profesional, a la elección de domicilio independizándose de los padres, y a todo aquello que tiene que ver con la autonomía material. Ha sido muy corriente, por otra parte, en nuestra sociedad, la elección de pareja y la estabilización de la misma en esta época; pero estos hechos, susceptibles de por sí de convertirse en críticos, se ven adelantados, atrasados o imposibilitados por los condicionantes socioeconómicos: dificultades de empleo, crisis económicas o alteraciones de los precios según mercado de bienes, creando complejas circunstancias sociológicas, que inciden en las modas de conducta y creando consiguientes crisis por frustración, siendo frecuente que los puntos anteriormente señalados se posterguen hasta la década siguiente.

La crisis llamada “de los treinta” reactiva los planteamientos de la adolescencia, valorando los objetivos conseguidos, plasmación de ideales, etc. Como todas las situaciones críticas, la desestabilización activa los sentimientos de pérdida y sus elaboraciones. Es frecuente que un intento de resolver la crisis por “renovación” consista en intentar variar las condiciones materiales o la plasmación de las ideas: cambios de trabajo, de residencia, de proyectos, y en ocasiones, de matrimonio. Si de alguna manera estamos enfocando la vida humana según ciclos críticos, con cualquier relación, tarea u ocupación ocurre lo mismo.

Quiere esto decir que si se consolidó un vínculo de pareja en la anterior década, es posible que la dinámica de la relación, la conciencia de la edad física o las circunstancias de los hijos, si los hay, desencadenen un conflicto con el cónyuge, o que se sumen los estímulos desencadenantes hacia un replanteamiento de la actitud existencial en su conjunto. La discrepancia entre los deseos, las aspiraciones y las realizaciones son también desencadenantes de una revisión interna y movilizadores de la crisis.

Entre los treinta y cinco y cuarenta y cinco (“crisis de los cuarenta”, también llamada “crisis de la mitad de la vida”), el planteamiento crítico recae sobre las expectativas ya imposibles, y la elaboración del duelo de las mismas. Los desencadenantes pueden ser una súbita conciencia del tiempo en su transcurrir y de la edad alcanzada, alteraciones físicas en la mujer previas al climaterio o el climaterio mismo, u otras circunstancias externas, como la adolescencia de los hijos. En general, el contenido de esta crisis se relaciona con la actitud hacia la vida y la propia muerte. Esta empieza a vislumbrarse en su inexorabilidad. Tal toma de conciencia afecta a la visión del individuo acerca de sí mismo y su concepto del mundo. De alguna manera, se conciencia también el camino hecho y los condicionantes que dificultan el cambio: la personalidad está establecida, la profesión elegida, las realizaciones o sus ausencias nos enseñan la viabilidad futura de los proyectos. Hay cosas en las que no se puede volver atrás porque la realidad lo impide… En su aspecto positivo, este período crítico favorece la serenidad, la madurez, la estabilidad y la creatividad. En su aspecto desestabilizador, en ocasiones aparecen intentos desesperados por recuperar lo imposible: ruptura matrimonial y enamoramiento de algún otro/a mucho más joven, etc.

Nuevamente, los accidentes, pérdida de los hijos, pérdida de los padres, cambios sociales que afecten fuertemente a las ideologías, aprendizajes que cuestionen las propias ideas, situaciones de despido, etc., se constituyen en otros tantos desencadenantes críticos.

Las crisis fundamentales siguientes se encuadran dentro del declinar de la madurez y la entrada en la llamada actualmente “tercera edad”. Pueden aparecer a partir de la jubilación, aparición de enfermedades físicas, pérdida de facultades, etc. La aceptación del ritmo del deterioro de los procesos vitales, de los grandes cambios en el entorno por muerte de la pareja, de los familiares o amigos, y el acercamiento al propio fin son los grandes retos que plantean estas etapas, cuya superación positiva en lo psicológico supone un paso más en la “gran obra” de nuestra tarea en el camino de la vida particular.

Intervención en crisis

La persona que está en un período crítico suele presentar “fases de emergencia”, sobre todo en las crisis provocadas por grandes cambios imprevistos. En este sentido, la presencia del otro que escucha, que respeta, que acoge y que puede reflejar desde fuera las emociones, dudas, confusiones, ambivalencias, etc., del sujeto que las padece, de un modo comprensivo, constituye una ayuda inestimable. La persona que entra en crisis tiene necesidad de hablar, de desahogarse, de compartir, de sentir solidaridad, y en ocasiones, si se sitúa regresivamente, de sentir cuidados y atención por parte del otro. Así, la amistad en primera instancia, los dispositivos sociales (asistente social, sacerdotes, ciertas instituciones) después, entran dentro del terreno de la ayuda. Si la crisis se prolonga, si la angustia es demasiado elevada o si desemboca en patología, la ayuda profesional en forma de terapia breve, u otra terapia más profunda si es preciso, deben ser tenidas en cuenta.