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Rubén Darío: amante de las mujeres y la belleza

 

RICHARD CLARKE

Rubén Darío galanteaba a las mujeres con la luminosidad de sus versos. Su alma gemela nunca apareció en su vida, o si apareció, murió, como murió su esposa, la poetisa Rafaela Contreras (Stella en sus versos).

Pero él buscaba incansablemente el arquetipo del amor en la tierra, y al no encontrarlo, tomó de María, la prometida de un general cubano, su sonrisa, como «el resplandor de una estrella que fuese alma de una esfinge», y de Julia «sus negros ojos que compartían la misma luz de Cleopatra».

Los pasos de Rubén –hombre sensual, viajero y aventurero– cruzaron por muchos países, y tomaba de cada uno una fruta celeste en forma de belleza femenina, para inflamar sus versos de sensualidad y melodía. Pero Rubén, una vez conocida la España de sus sueños, y esa mujer de sangre y sol –entre ninfa y sirena–, dejó de vagar para centrar su poesía en la mujer definitiva:

«hermosa, carne ideal, grandes pupilas, algo de mármol, blanca luz de estrella, nerviosa, sensitiva… bellos gestos de diosa, tersos brazos de ninfa, lustrosa cabellera y ojeras que denuncian ansias profundas y pasiones vivas».

Quizás si Rubén hubiese encontrado esa mujer con nombre terrestre hubiese dejado de plasmar su imaginación divina:

«en las llameantes alegrías, penas arcanas, desde en los suaves labios de las princesas hasta en las bocas rojas de las gitanas».

En la época de Prosas profanas casi todos sus poemas tienen una referencia al amor encarnado en una mujer siempre joven y bella. Rubén idealizaba a la mujer, viéndola como princesa, o como primavera con ansias profundas, o incluso como el alma de una estrella. En cierto modo, Rubén rescató los antiguos valores de los trovadores, para quienes la mujer era una diosa virgen y madre de la Creación. Él no concebía más que perfecciones en la mujer y poseía el arte mágico y oculto de concentrarse en la pequeña luz de una vela en una habitación oscura, y hacerla cada vez más grande hasta iluminar la alcoba entera como si se tratase de la luz solar.

Él mismo bebía su inspiración de los pechos del universo, para crear una poesía llena de curvas deliciosas e imágenes bellas y profundas. Rubén no participaba en absoluto de la decadencia de la poesía moderna, que encontraba sus imágenes en la fealdad de la calle urbana. Al contrario, miraba hacia el cielo, que le respondía con un granizo sagrado de imágenes que encerraban mensajes de «tierna beatitud» y «candor inefable», que elevaban el espíritu humano hasta las cumbres nevadas donde habitan los dioses.

Leer la poesía de Rubén Darío es como bañarse en una mar dulce y salada, para salir limpio de cuerpo y de alma:

«La madre mostraba al niño la paloma, y el niño, en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre, con la tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real como un Dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul».

La contemplación de la belleza física es solamente el umbral de la verdadera belleza, que se encuentra, como todo, más allá de lo que se puede tocar y besar. Los consejos prácticos del gran filósofo clásico Epicteto –esclavo del secretario del emperador Nerón– a los hombres, y en particular a los maridos, tratan de pasar el umbral de la belleza física y entrar en el vestíbulo de la belleza espiritual:

«Mientras las mujeres son jóvenes, sus maridos no cesan de elogiar su belleza y de llamarlas queridas y hermosas. De modo que, viendo ellas que sus maridos no las consideran más que por su belleza corporal y por el placer que les procuran, no piensan sino en componerse y engalanarse y todas sus esperanzas parecen cifrarse en sus atavíos. Nada es, por consiguiente, más útil y necesario que esforzarse en demostrarles que se las honrará y respetará en tanto sean prudentes, pudorosas y modestas».

Los valores del espíritu –que nada puede arrebatar, ni la muerte, que es, según Rubén, «esa muchacha joven y bella que nos corona de flores», son la belleza interior de la prudencia, pudor y modestia. Lo que le raptaba el corazón a Rubén eran esas «muchachas olorosas de rostros sensuales», pero él buscaba algo dorado debajo de los pechos temblorosos. Buscaba un corazón lleno del oro de la bondad, aquella bondad que se puede ver en la sonrisa de una abuela, que es todavía capaz de iluminar los ojos de luz celeste de la belleza y amor interior. Rubén, después de los años de adoración y ceguera por las trenzas negras y abundantes de la mujer española, ya no podía ver la belleza como algo desligado del alma, y cuando se apagó la vela de la ilusión de la hermosura externa, era capaz de sentir esa belleza en un niño de tres años o en una mujer de ochenta. Y eso, precisamente, porque descubrió que un cuerpo bello no hace bella al alma, mientras que un alma bella sí podría hacer a un cuerpo bello. La fuente de un alma bella es la luz viva que irradia desde lo más hondo hasta iluminar rostro y ojos, porque «el rostro es el reflejo del alma».

esmeralda

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