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En el año 692 d. C., mucho tiempo después del nacimiento del Quinto Sol en Teotihuacán, un rey anciano llamado Pakal moría después de ver concluida su obra: convertir a la ciudad de Palenque en uno de los centros urbanos, comerciales y religiosos más importantes y desarrollados del mundo maya. Había iniciado así una época de esplendor, paz y prosperidad que se extendería tras su muerte durante varios cientos de años.
Sin embargo, la prosperidad de Palenque no tardaría mucho tiempo en desaparecer sin que aún podamos explicar claramente por qué. Finalizado uno de los siglos de cincuenta y dos años con el que los mayas dividían su tiempo sagrado, los habitantes de Palenque recogieron sus pertenencias y abandonaron la ciudad sin una causa aparente, dirigiéndose probablemente al norte del Yucatán. Las razones por las que una civilización próspera y desarrollada dio de repente su tiempo por terminado son aún uno de los mayores enigmas a los que se enfrenta la arqueología. Al igual que ocurrió en otras muchas ciudades mayas como Copán, Tikal o Uxmal, la gente simplemente se marchó y los fabulosos edificios, los templos estucados, las pirámides decoradas de jeroglíficos, los relieves multicolores que un día conocieron el paso de la cultura, el arte, la filosofía y la ciencia quedaron atrás para que la selva recuperase lentamente sus dominios perdidos. La exuberante vegetación desplegó su espeso manto, echó raíces sobre los cimientos y penetró en los viejos muros escondiendo durante siglos la existencia de una ciudad extraordinaria que no volvería a ser descubierta y explorada hasta 1773.
El pasado mes de agosto regresábamos a España los miembros participantes de la aventura Pakal 99, un viaje expedicionario a través de México que en su segunda edición –la primera fue en 1998– nos ha llevado al reencuentro con el Viejo Mundo mesoamericano a lo largo de cuatro mil setecientos kilómetros de carreteras, no siempre en las mejores condiciones imaginables. La expedición daba comienzo en Cancún, probablemente la ciudad más artificial y desarraigada del mundo, en donde las nueve personas que participábamos de la aventura aterrizábamos en vuelo procedente de Madrid-Barajas. Después de equiparnos adecuadamente y proveernos de una vieja camioneta suburban que no hizo más que darnos problemas durante todo el camino, iniciamos nuestra emocionante experiencia.
Una moderna carretera construida para el turismo hace tan sólo unos pocos años, comunica Cancún con la vieja ciudad de Mérida, uno de nuestros primeros encuentros con la herencia dejada por los españoles en Centroamérica. A mitad de camino, junto a un cenote sagrado, se encuentran las ruinas de Chichén Itzá, la capital desde la que los itzáes dominaron el norte de la península de Yucatán entre los siglos XI y XII. Para entonces el mundo maya comenzaba ya su rápido declive, pero la mezcla de los mayas con el pueblo tolteca, proveniente del altiplano central, propició un nuevo impulso cultural que aparece reflejado en numerosos edificios monumentales de la ciudad como el Juego de Pelota, el Templo de los Guerreros, el Caracol, observatorio desde el que se hacían complicados cálculos astronómicos, o la pirámide de Kukulcán, edificio central cuya perfecta orientación provoca cada equinoccio un curioso fenómeno de luces y sombras conocido como el Descenso de la Serpiente de Fuego.
Las ruinas de Uxmal, en pleno corazón de la selva yucateca, nos abrían paso a la exploración de las colinas de Puuc que dan nombre a un estilo arquitectónico muy peculiar, característico de una de las últimas etapas del Periodo Clásico maya. El Cuadrilátero de las Monjas, el Palacio del Gobernador y la espectacular Pirámide del Adivino son algunos de los edificios que pudimos observar correspondientes a este estilo, además de las ruinas de la ciudad de Kabah, importante encrucijada de numerosos sacbé, los famosos caminos mayas que recorrían la selva; y las de Edná, capital durante doscientos años de uno de los principales distritos gubernamentales de los itzáes. Nuestro punto de salida de la península de Yucatán fue la ciudad portuaria de Campeche, en cuyos baluartes armados de cañones pudimos ver el reflejo de las luchas que a lo largo de los siglos XVI y XVII enfrentaron a los galeones españoles que desde aquí partían hacia Sevilla con los navíos piratas que ambicionaban el oro de sus bodegas.
Recorrimos la costa del Golfo de México hasta Villahermosa para conocer el Parque Arqueológico de La Venta, donde se exhiben los mayores logros artísticos de la cultura olmeca. Poco antes, cruzábamos la Isla del Carmen gracias a los modernos puentes de varios kilómetros de longitud que la comunican con tierra firme y que sirven de punto de unión entre las aguas del Caribe y las de la Laguna de Términos, un gigantesco mar interior, en una zona casi salvaje de pantanos y manglares. Las llamadas Culturas del Golfo –mixtecas, huastecas, totonacas–, tienen su principal exponente en los olmecas que en el siglo IX a.C. dieron origen a una peculiar cultura que llegó a dominar una vasta extensión de tierras por todo México. Los olmecas divinizaron la fuerza del jaguar y crearon un extraño estilo artístico de gigantescas cabezas y altares ciclópeos esculpidos en piedra. Fueron unos consumados artistas en la realización de figurillas de jade, de un estilo casi oriental, que extendieron por toda Centroamérica gracias al comercio de la obsidiana, con el que crearon vastas rutas comerciales, heredadas siglos más tarde por los zapotecas de Monte Albán.
Encaminamos nuestros pasos hacia el altiplano central de México. Nuestra llegada estuvo precedida por una ascensión interminable por carreteras de montaña, hasta alcanzar los tres mil metros de altitud de la ciudad de Puebla. Un sobrecogedor paisaje de volcanes eternamente nevados, con altitudes de más de cinco mil cuatrocientos metros, flanqueaban la carretera a un lado y a otro: el Pico de Orizaba, la Mujer Dormida, el Iztaccihuatl, la Malinche, y al fondo, la imponente silueta del humeante Popocatepelt que tenía a toda la zona en alerta amarilla por su actividad volcánica. De hecho, encontramos las ciudades de Puebla y San Juan de Cholula sumidas en el caos del terremoto que en el pasado mes de junio había sacudido a ambas ciudades y derribado algunos de los más importantes edificios de sus cascos históricos. Andamios por todas partes, calles cortadas ante los peligros de derrumbe y apuntalamientos de torres y fachadas resquebrajadas de arriba abajo, daban un aspecto dantesco a estas ciudades hispánicas y coloniales que son todo un monumento en sí mismas.
Y por fin, la capital. No faltó en nuestra visita un recorrido por el Museo Nacional de Antropología en el Bosque de Chapultepec, y por el Zoco de la ciudad, presidido por el ruinoso edificio de la Catedral, semiderrumbada también desde el terremoto de 1985, y por el Palacio de la Gobernación, donde pudimos admirar los frescos de Diego Rivera sobre la historia de México. También visitamos los restos del Templo Mayor de Tenochtitlán y el extraordinario museo construido para exhibir las piezas encontradas en la que fuera capital del imperio azteca. Para terminar de hacernos una idea de cómo fue Tenochtitlán antes de la llegada de Hernán Cortés, complementamos esta visita con un plácido paseo en trajineras multicolores por los antiguos canales que rodeaban la ciudad, y que aún se conservan en la cercana Xochimilco. Mientras navegábamos por los canales, el perchero que guiaba nuestra barca nos narraba antiguas leyendas aztecas y los mariachis nos abordaban animando con sus rancheras aquella deliciosa tarde dominical.
La visita obligada a los fastuosos restos de la ciudad sagrada de Teotihuacán, que se extienden a lo largo de los casi tres kilómetros descubiertos de la llamada Calzada de los Muertos, fue el plato fuerte de nuestra visita a los áridos paisajes del altiplano central: la Pirámide del Sol, la Pirámide de la Luna, el Templo del Quetzal-Papalotl, el Templo de los Jaguares, la Pirámide de Quetzalcoatl… Una interminable sucesión de carreteras secundarias nos llevaron después hasta las puertas de Tula, capital de los toltecas y famosa por los gigantescos “atlantes” de piedra que coronan su edificio principal.
La espléndida factura de los edificios monumentales que íbamos visitando y los tesoros artísticos que podíamos contemplar en las vitrinas de los museos nos alejaban rápidamente del concepto de “indígenas primitivos” injustamente acuñado por la mentalidad colonialista de los primeros investigadores que a lo largo del siglo XIX iniciaron la exploración de estas fantásticas ruinas. Por el contrario, tales realizaciones demuestran la existencia de complejas civilizaciones poseedoras de un concepto abstracto y metafísico de lo existente, que hace explicables sus cualidades ampliamente demostradas en matemáticas, astronomía, ingeniería, arquitectura, escultura, poesía, pintura o filosofía.
Las obras mesoamericanas en arquitectura e ingeniería poco tienen que envidiarle a las de cualquier civilización mediterránea. Transporte de bloques de piedra de grandes dimensiones a enormes distancias; canales y acueductos para trasladar los recursos acuíferos; pantanos convertidos en tierra firme; templos, pirámides y plazas edificados en plena selva o sobre cumbres transformadas en llanuras artificiales sobre las que se levantan edificios de varios pisos de altura, con una asombrosa utilización de espacios y masas, en una combinación perfecta de funcionalismo y belleza.
Tampoco se quedaron atrás en el campo de las ciencias, con cálculos matemáticos capaces de comprender la noción del cero y la mensurabilidad del movimiento según las posiciones del antes y del después. Sus observaciones astronómicas determinaban con exactitud asombrosa la marcha de los cuerpos celestes, las leyes que determinan el avance y retroceso de los planetas, el cíclico progreso de las estrellas, las fases lunares y los eclipses, y les facultaba para medir el tiempo dentro de un calendario exacto y minucioso.
El concepto metafísico que desarrollaron de sí mismos y del universo en el que vivían les llevó a crear magníficas obras de arte; imágenes simbólicas o realistas de calidad suprema en barro, madera, metal y piedra, bellamente decoradas con una utilización plástica del color y la forma que transmite con cabal eficacia el testimonio de su voluntad de ser. Su organización estatal, bien jerarquizada y sustentada sobre principios morales sólidamente establecidos, les capacitó para una vida social ordenada y segura y les proyectó a la realización de grandes obras comunes a lo largo de los casi dieciséis siglos de inexplicable paz y prosperidad que conocemos como Periodo Clásico.
A lo largo de nuestro viaje, nuestra visión de aquellos antiguos pueblos iba transformándose paulatinamente tras constatar todo esto y mucho más que sería difícil de enumerar aquí. Poco a poco, también la investigación moderna va rechazando el concepto, tantas veces empleado a la ligera, de culturas indígenas agrícolas y rudimentarias y va admitiendo como cosa evidente y probable todas estas asombrosas realizaciones materiales y espirituales que les hacen merecedores, con todo derecho, del calificativo de civilizaciones de la antigüedad.
Nuestra aventura continuaba retornando por el sur del país para cerrar el círculo de nuestro pequeño viaje iniciático. La llamada “Vía Rápida” hacia Oaxaca es una carretera casi desierta que te comunica en sólo cinco horas con Ciudad de México. Oaxaca es uno de los lugares más bellos que existen en México. Con un estilo hispánico y colonial que recuerda a las grandes urbes de Mérida y Puebla, Oaxaca conserva sin embargo ese ambiente de tranquilidad provinciana de las pequeñas ciudades del interior por las que no pasa el tiempo, y en las que la tranquilidad y el sosiego flotan en el ambiente y contagian a los pocos viajeros que hasta aquí se aventuran. Las cercanas ruinas zapotecas de Monte Albán albergan la mayor plaza ceremonial del mundo mesoamericano, en la que probablemente es también la ciudad más antigua, con multitud de edificios, pirámides, templos y lugares de observación astronómica que nos hablan de una cultura compleja que heredó gran parte de sus conocimientos y poderío de los antiguos olmecas.
Tras la relajación y el sosiego de nuestra visita a Oaxaca comenzaba la parte más difícil y peligrosa de nuestra expedición. Los continuos rumores sobre asaltantes de caminos en la sierra, las revueltas protagonizadas días atrás por los indios lacandones oponiéndose a la construcción de una carretera por la selva o la posibilidad, remota pero posibilidad al fin y al cabo, de encontrarnos con la guerrilla zapatista de Chiapas nos hicieron calibrar más de una vez la opción de abandonar nuestra empresa o bien dar un inmenso rodeo para llegar finalmente a nuestra meta: la antigua ciudad maya de Palenque en las postrimerías de la selva lacandona. Después de contactar con la policía local de Oaxaca, el ejército mexicano y los llamados “Ángeles Verdes” -grupo de voluntarios que custodian los caminos y carreteras en todo México-, y tras conocer la situación real de las carreteras que debíamos recorrer, decidimos asumir el riesgo y lanzarnos a la aventura. A una hora muy temprana, a fin de evitar que se nos hiciera de noche en el camino, circunstancia poco recomendable, nos pusimos en marcha para salvar las nueve horas de carretera que nos separaban de la ciudad de San Cristóbal de las Casas, nuestro siguiente destino y punto de partida para explorar los mercados y las comunidades indígenas de Zinacantán y San Juan Chamula, donde los indios zotziles, zetzales, choles, mames y zoques viven aún manteniendo sus ritos y costumbres como en tiempos de los mayas. Las lluvias, que hasta ese momento habían hecho algunas apariciones esporádicas, de unas pocas horas, tras las cuales siempre aparecía de nuevo el buen tiempo, se convirtieron de pronto en aguas torrenciales una vez que iniciamos nuestro recorrido por la Sierra de Chiapas. A nuestro paso veíamos los árboles partidos en dos por la fuerza de unas aguas que convertían las fuertes pendientes del camino en verdaderos torrentes que arrastraban piedras y tierra, creando auténticas situaciones de peligro hasta sacarnos incluso de la carretera. La ayuda de unos campesinos, aparecidos desde el interior de la selva bajo una cortina de agua, devolvió nuestro vehículo a la calzada y pudimos continuar nuestro viaje sorteando con habilidad y mucha paciencia los pocos kilómetros que nos separaban de nuestra meta final: la tumba del rey Pakal en Palenque.
En 1949 una observación casual del arqueólogo mexicano Alberto Ruz, en plena campaña de excavaciones, dio con la entrada que desde la cumbre de la Pirámide de las Inscripciones daba acceso a la empinada escalinata que a lo largo de veinticinco metros desciende hasta la tumba del rey Pakal y de su séquito. A pesar de la polémica suscitada por el relieve aparecido en la tapa del sarcófago de Palenque y en la que los más imaginativos creen ver a un astronauta pilotando una nave espacial, el descubrimiento de la tumba del rey Pakal ha dado un impulso extraordinario a las excavaciones e investigaciones del antiguo mundo de los mayas precolombinos. Aun así, nuestra visita a la hermosa ciudad perdida tuvo que ceñirse a los escasos treinta edificios importantes que han sido investigados hasta el momento, mientras nuestra imaginación volaba más allá de la infranqueable barrera de vegetación que rodea Palenque, donde la selva guarda en su seno casi cuatrocientos edificios más que esperan algún día ser rescatados por la ciencia para desvelar al mundo sus ocultos secretos, algo que seguramente nosotros no llegaremos a ver nunca.
Alcanzado finalmente nuestro difícil objetivo y tras presenciar algunas de las maravillas naturales que nos ofrecía el interior de la selva tropical -como las espectaculares cascadas de Sol-há, con treinta metros de caída vertical, o las de Aguas Azules-, iniciamos el retorno de nuestra expedición nuevamente hacia Cancún, cruzando la selva por una recta interminable a través de Campeche, Yucatán y Quintana Roo. Las lluvias torrenciales que nos habían perseguido hasta ese momento, nos dieron un momento de respiro para descansar del viaje y disfrutar del sol y de las exóticas playas rodeadas de palmerales que se extienden durante kilómetros junto a las viejas ruinas mayas de Tulum, al sur de Cancún. A pesar de todo, la aventura parecía no terminar y nuestro vuelo de regreso a casa aún se vio afectado por las turbulencias y los fuertes vientos: eran los últimos coletazos del huracán Bert que en el momento de nuestro despegue dejaba sentir sus efectos sobre la ciudad de Veracruz. Atrás quedan ahora las incomodidades y los peligros del viaje y sólo resta asimilar detenidamente la avalancha de sensaciones recibidas. Unos días mágicos de acercamiento a unas tierras y unas gentes diferentes. Una vivencia directa que nos ha puesto en contacto con las creencias, los anhelos y las emociones de estas personas amables y generosas que nos acogieron en su país y nos preguntaron curiosamente sobre el nuestro. Los bellos recuerdos quedarán para siempre en la memoria, las experiencias más duras nos servirán en cambio para conocernos mejor a nosotros mismos y poner a prueba nuestros propios temores y limitaciones. En cualquier caso, volvemos de nuestro viaje un poco mejores y más conscientes, deseosos de emprender pronto nuevas y emocionantes aventuras que nos lleven más allá del horizonte, a lugares remotos y desconocidos.
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