Como sucede con tantas otras cosas dispuestas cíclicamente, que vuelven cada año, nos encontramos inmersos en la época de exámenes, que afecta a una buena proporción de la población.

Los medios de comunicación ya se han hecho eco de esta actividad estacional, advirtiendo de los riesgos de ciertos hábitos, como tomar estimulantes para poder permanecer despiertos, a pesar de las noches en vela, tratando de asimilar conceptos, datos. En unas pocas semanas se pretende asimilar largos programas de variadas disciplinas que deberían haberse dosificado a lo largo de los meses. Muchos estudiantes, a la caza del aprobado, apenas si habrán tomado contacto intelectual con los contenidos de gran parte de las materias de los planes de estudios durante este período de reclusión casi forzosa, para olvidarlos con la misma rapidez.

Tales agobios, esa sensación de jugarse el rendimiento académico de todo un curso en el último minuto, la psicosis generalizada que somete a miles de jóvenes a un estado de ansiedad durante casi dos meses no dejan de suponer una llamativa ostentación de un gran fracaso en el sistema educativo. No es casualidad que el índice de fracaso escolar alcance niveles tan altos y es que no hay indicadores que puedan medir los índices de motivación de los estudiantes hacia unos estudios que se hacen por obligación. En esas condiciones, el afán por adquirir formación que prepare para salir adelante en la vida, o la afición por conocer y aprender parecen metas utópicas

Habría que proponer el viejo ideal de estudiar para aprender, reclamar de los docentes que pongan los medios para que se despierte el hambre de conocimiento y sabiduría, recuperar los hábitos cotidianos del estudio y la lectura. De esta forma, los exámenes no son más que una mera constatación de que vamos por el camino acertado, un ejercicio de evaluación dosificada a lo largo del curso, que nos lleve tranquilamente al final de los ciclos académicos. Al menos, notemos lo absurdo del modelo que se está aplicando en estos momentos.

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