Ya he dicho alguna vez que muchas de las habilidades que resultan indispensables para la vida, no se suelen enseñar y, por lo tanto, tampoco se aprenden en ninguna de las instituciones que se dedican a esa tarea. Por ejemplo, todos aprendemos a hablar, muy pronto, imitando los sonidos que otros emiten, al principio sin saber del todo lo que significan las palabras, pero sin embargo nadie siente la necesidad de aprender a escuchar, a pesar de que ese olvidado arte nos puede salvar en más de una ocasión comprometida.

Es bastante absurdo que nadie se haya preocupado de esta materia lo suficiente como para enseñarla y prestigiarla, con la falta que hace en tantos ámbitos y lo bien que nos iría si fuera de obligado cumplimiento su práctica, desde que se empieza a usar la razón con una cierta soltura.

La situación más simple de la escucha se produce cuando alguien intenta contarte algo y antes de que haya llegado a la mitad de su relato, saltas con una interrupción que nada tiene que ver, dejando a tu interlocutor como desanimado, sin saber si retomar la historia. A veces te das cuenta de la grosería y amagas un tímido, perdona, sigue, sigue, pero otras, dejas al otro con la palabra en la boca y ni siquiera tienes el detalle de preguntarle después, ¿qué es aquello que nos estabas contando? Esto sucede porque, a falta entrenamiento y de preparación para escuchar a los otros, lo que hacemos con una pericia asombrosa es escucharnos a nosotros mismos y ahí tienes a esos individuos acaparadores de las conversaciones, que sólo les interesan a ellos mismos y es como si impostaran la voz, encantados de oírse, imponiendo una escucha obligada, resignada.

Si empezamos a ejercitarnos en tener en cuenta a los otros, valorar lo que tienen que decirnos y dejarles que lo hagan hasta el final, quizá estemos preparados para afinar un poco más el oído y los otros sentidos, que también se necesitan para escuchar bien. Es cuestión de sensibilidad, de algo más general, como una apertura del interés hacia los otros, porque de alguna forma tenemos el deber de atenderles, o de responder a lo que necesitan. Por eso se utiliza esa metáfora tan socorrida pero tan útil como la de «la voz de la calle». En efecto, a veces estamos tan metidos en nuestros asuntos que nos abstraemos de lo que pasa a nuestro alrededor, otra vez el egocentrismo. En casos extremos, lo mejor es salir a la calle y escuchar y observar, que es parecida tarea, para notar qué preocupa a la gente, qué le interesa, qué siente. Este ejercicio de escucha me parece altamente recomendable para los que se mueven por el espacio público, como los políticos, que pretenden gestionar las demandas y los intereses de todos. A veces se nota demasiado que no se escuchan más que a sí mismos y da mucho miedo.

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